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Roberto Tokichi Maehashi, entrañable plástico salteño 

Hoy rescatamos una nota de Ricardo Domínguez de Castro, sobre el desaparecido escultor. 
Domingo, 18 de noviembre de 2018 00:59

Hoy vamos a recordar a un gran artista salteño, el escultor Roberto Tokichi Maehashi, fallecido el 24 de febrero de 1997, cuando solo contaba con 58 años de edad. Y lo haremos sobre una nota de archivo adaptada y actualizada. 

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Hoy vamos a recordar a un gran artista salteño, el escultor Roberto Tokichi Maehashi, fallecido el 24 de febrero de 1997, cuando solo contaba con 58 años de edad. Y lo haremos sobre una nota de archivo adaptada y actualizada. 

Tokichi, como solían decirle sus amigos, había nacido en Salta en 1939 y fue, sin duda, uno de los grandes exponentes de las artes plásticas salteñas, destacándose sobre todo en el campo de la escultura y del dibujo. 

Y la historia de Tokichi Maehashi comenzó como la de la mayoría de los mortales, en su casa. Provenía de un humilde hogar que había conformado don Tokichi Maehashi, un japonés que, integrando el primer contingente de inmigrantes nipones, se había radicado en Salta, luego de pasar por Perú, Chile y arribar a la Argentina. Aquí, Tokichi padre abrió el aún recordado Café Nipón, en la tercera cuadra de la calle Mitre, y donde sus principales contertulios de entonces fueron los periodistas del diario El Intransigente.

Aquí en Salta, don Tokichi Maehashi contrajo matrimonio con doña Lidia Molina, y con ella tuvo tres hijos, un varón y dos mujeres. Y aquí también papá Maehashi terminó sus días en 1946, cuando nuestro Tokichi, Roberto, el mayor de sus hijos, solo tenía 7 años. Como herencia, Tokichi padre le dejó a los suyos el amor por las flores, por el arte del dibujo, y un viejo pantógrafo con el que había ensayado bellas estampas. Todo ello fue recogido con gran amor y ternura por ese niño que, rotas sus esperanzas a tan tierna edad, supo prodigar un celoso amor a lo poco que le había quedado de su padre. 

Ya de niño, Tokichi buscó imitar las delicias de su difunto padre. Lo hizo trazando líneas en la calle o en las paredes de las casas vecinas, obras de arte que más de una vez le sirvieron para obtener como primer premio, una severenda paliza. Luego, antes de cumplir 12 años, Tokichi entró a trabajar en el desaparecido “Café Uchino”, como el “hijo de paisano”, es decir, hacer de todo, y recibiendo como pago la ropa que vestía y unos cuantos pesos para llevar a casa. De Uchino pasó al “Jockey Bar”, en la esquina de España y Zuviría, con sueldo y todo, y además, con el particular orgullo de participar en el sostén de los suyos. 

Invierno de 1953

Así fue que un día del invierno de 1953, embriagados por el color y la forma, un grupo de jóvenes estudiantes de arte llegaron al anochecer al Jockey Bar. Con suficiencia asombrosa, y haciendo gala de críticos conocimientos, con desfachatez incontrolada pero imbuidos de esa gran ansia juvenil y del afán de superación de quienes aman lo que hacen, los del grupo comenzaron a desmenuzar la obra de un tal “Kandinsky”, de un Picasso y de un Clavé. Era algo más de las 11 de la noche, hora en que los estudiantes salían de los talleres de la Escuela de Bellas Artes “Tomás Cabrera”. Y hora también, en la que un humilde y afanoso muchacho lavaba las copas del bar, tras de un mostrador, en un húmedo sitial desde donde miraba con envidia a los que, en tan encumbrada conversación, lo ignoran. Sencillo y quizá acomplejado, el lavacopas, “Cenicienta” de este relato, soñaba quizá, poder estar en esa mesa y hablar de lo que él creía que jamás podría opinar.

“Me dedico al arte. No vuelvo más al trabajo”

Una noche tomó la decisión y se dedicó al arte nomás... 

Pero aquellos jóvenes que todas las noches caían al Jockey Bar a discutir y hablar de arte lo convencieron. En 1954, indeciso, Tokichi llegó a la Escuela de Bellas Artes. A una ingenua pregunta suya, siguió más la decisión de un empleado que lo insta a inscribirse en los próximos cursos. Entonces, un mar de problemas surgen en su mente que, finalmente, logra contemporizar obligación con vocación. Ahora son dos sus tareas: trabajar y estudiar.

Desde ese momento, el casi niño lavacopas entra a participar, con igual intensidad, con el mismo desconocimiento, y con igual ardor, de las conversaciones ostentosas y despiadadas del grupo, ayer admirado por él.

Con gran sorpresa descubre que aquellos a quienes tanto había admirado “también eran hijos de triperos”, muchachos humildes y ambiciosos que habían encontrado, por lo menos, de qué hablar.

Asistir dos años a la escuela le sirvió para tomar una drástica determinación. Una noche, abandonó su trabajo y se fue a la escuela. En la esquina, al encontrarse con sus compañeros les dijo con una decisión que desconocían: “Me dedico al arte. No vuelvo más al trabajo. Por difícil que sea el camino y pase lo que pase, hasta que llegue a ser alguien”. 

Eran dieciocho años ardientes que se revelaban en el interior de un joven que, embriagado por la fuerza de sus esperanzas, tomaba una decisión difícil y hasta temeraria. 

La bohemia

Y así nace Roberto Tokichi Maehashi a la bohemia. A esa que noche tras noche le dio el estímulo necesario para salvar escollos e inconvenientes. 

Rodeado de pares, de jóvenes que, como él, también aspiran al pináculos de las artes, pasa a ser protagonista de una historia de adolescentes, rica en sucesos y simpática en acontecimientos. La fuerza del color, la magia de las formas, arma una orquesta de esperanzados muchachos que tanto tienen para dar y tanto esperan del futuro.

La euforia es mucha y compartida por el homogéneo grupo, que no trepida hasta dirigir el tránsito en el centro de la ciudad a manera de colaboración cívica. 

Pero la vida no siempre es carnaval. A varios les toca el servicio militar y el grupo comienza a disgregarse. Unos optan por formar un hogar y otros por buscar nuevos horizontes. Y le llega el turno a Tokichi Maehashi, quien también decide cambiar de rumbos, pero geográficos. Atraído por la actividad artística de la gran ciudad, en 1961 toma la decisión de irse a Buenos Aires. Se larga con el dinero justo para el pasaje en tren de segunda, y algo más para poder comer y tomar un colectivo que lo lleve de la Capital a San Miguel, donde vive un amigo. Llega a destino pero no da con la persona que busca. Así es que los 25 kilómetros que separan San Miguel de la Capital, los tiene que hacer a pie y en medio de privaciones.

De vuelta en la gran ciudad y luego de varios días de deambular en extrema pobreza, surge de entre esa marea humana de Buenos Aires una cara conocida y sonriente. Es un excompañero del servicio militar: Guillermo Figueroa Outes, estudiante de medicina que estaba finalizando sus estudios.

Enfermero y medalla de oro de “La Cárcova”

El monumento a la enfermera, en Avellaneda, fue su primer trabajo.

Fue Guillermo Figueroa Outes quien enterado de la situación de Tokichi, le consigue el primer trabajo para que continúe estudiando arte. Ahora es enfermero del Hospital Neurosiquiátrico La Merced. Ese puesto, que conservó por cuatro años, le permitió asistir a la Escuela de Bellas Artes “Ernesto de la Cárcova”. Allí se formó dentro de las más rígidas disciplinas del arte. 

En 1965, Tokichi concluye sus estudios de escultura compartiendo la medalla de oro de la escuela con la joven escultora Lía Galego, gran figura de la plástica argentina.

Ese año termina para Tokichi la etapa de estudios y comienza la tarea creadora de un joven de 26 años que, en muy poco tiempo, asciende a uno de los primeros sitiales argentinos en el mundo de la escultura. Comienzan las exposiciones, los premios y los galardones. A sus triunfos en Buenos Aires, pronto llegaron los de Salta y el noroeste. 

En 1970 funda con el Dr. Guillermo Figueroa Outes, los Talleres de Artes Plásticas y Cerámica del Hospital Dr. Christofredo Jakob. Luego es profesor de Cerámica de Efeta para niños sordomudos; de Cerámica en Hirpace, y entre 1972 y 1990, docente de la Escuela de Bellas Artes Tomás Cabrera.

Algunas de sus obras son: monumento a Manuel J. Castilla; relieve a “Pajita” García Bes, vía crucis en la Catedral de Orán, el Monumento a la Maestra, y busto del general Güemes en la plaza Salta de la ciudad de Madrid (España).

 

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