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Tarde de toros, la fiesta de todos

Sabado, 24 de noviembre de 2018 00:00

La presencia de las corridas de toros fue de rigor en todas las fiestas civiles y religiosas en la América durante el período virreinal y aun sobrevivió en tiempos de emancipación de las naciones.

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La presencia de las corridas de toros fue de rigor en todas las fiestas civiles y religiosas en la América durante el período virreinal y aun sobrevivió en tiempos de emancipación de las naciones.

La tauromaquia reconoce como remoto antecedente a la isla de Creta, a fines del III milenio A.C. El animal sagrado tenía su papel señalado en las fiestas desde tiempos remotos, los juegos se convirtieron en institución y se extendió por la región. Pero, aquellas corridas de toros no eran cruentas.

Esta singular celebración se extendió en el tiempo y se proyectó en territorio americano. Con esta colorida manifestación se agasajaba a presidentes, obispos, se celebraba la coronación de los reyes y el nacimiento de los infantes. También confería alegre regocijo en los festejos de los santos patronos.

Toros neogranadinos

En el Reino de Nueva Granada, la plaza de toros era la misma plaza principal, cuyo contorno se cercaba con madera, para que desde sus callejones hicieran sus lances los más diestros en torear. En lugares especiales se levantaban palcos o balcones para seguridad y comodidad de las autoridades y de sus beneméritos vecinos. En la construcción de estos tablados, los cabildos y vecinos gastaban crecidas sumas de dinero. Pero no siempre el encierro de la plaza daba seguridad a los pobladores. En ocasiones, las reses burlaban el cerco y provocaban el pánico en la alborotada concurrencia. La fiesta se iniciaba con un desfile a caballo de las autoridades locales, que recorrían los barrios leyendo los bandos, e invitando a las festividades. Este derrotero iba acompañado de músicos y polvoreros. Había también mojigangas, comparsas y disfraces. En cada día podían correrse cuatro o cinco toros. Las cornadas de las bestias y las muertes de los temerarios toreros, no alteraban la alegría de la fiesta. Simplemente los cuerpos heridos o difuntos eran sacados, y la faena continuaba. La fiesta calaba hondo en todos los sectores de la sociedad neogranadina. Los indígenas, especialmente, tomaron una notable afición por los toros llegando a desarrollar formas particulares de lidia. Fueron famosos en la faena los aborígenes de Coyaima, Natagaima y Ataco. Los negros, de quienes se dijo que carecían de espíritu para la fiesta brava, hicieron memoria en Santa Fe, Cali, Medellín y Cartagena. Los religiosos neogranadinos jamás estuvieron ausentes de estas celebraciones y ocupaban palco preferencial.

El monte Parnaso

De todas las diversiones del México decimonónico, son las corridas de toros las más celebradas. La plaza (redil) estaba rodeada por construcciones de madera, estos tablados ofrecían un aspecto pintoresco. Adjunto a la improvisada plaza de toros, se levantaban despachos con bebidas, refrescos y sabrosos productos de la gastronomía mexicana que acompañaban a la fiesta popular.

En el centro de la plaza se estilaba plantar en la arena un árbol de cuatro o cinco metros de altura, ornamentado con pañuelos de colores en sus ramas, se le denomina "el monte Parnaso".

La plaza de toros ofrecía un espectáculo magnífico. Los penachos de los oficiales, y los chales de seda de diversos colores de las damas eran una fiesta para la vista. Cuando suena el clarín en el palco del alcalde y se abre la puerta del chiquero, aparece por ella el toro más fogoso criado en las cercanías.

Al grito de "toro, toro", estalla atronador el público ubicado en la tribuna. Algunos jóvenes echan a correr y otros trepan en "el monte Parnaso". El toro llega al pie del árbol y comienza a prodigarle furiosas y repetidas cornadas. El árbol empieza a inclinarse bajo el peso, y finalmente cae al suelo, arrastrando en su caída al enjambre de muchachos que magullados y sangrantes huyen del toro. Doce mil espectadores, ríen y aplauden con entusiasmo. Entonces, reinaba la algarabía.

En tierras andinas

Desde la llegada de los españoles al Perú, hubo toros en Los Andes. El 29 de marzo de 1540, con motivo de la Consagración de Oleos de la iglesia, más tarde catedral de la ciudad, se celebró la primera corrida en la que se lidiaron tres toros de Maranga. Al segundo lo remató Francisco Pizarro, conquistador del Perú. Recién en 1760, Cristóbal de Bargas construyó el "coso firme del Haacho", por orden del Virrey Amat y Juniet a orillas del Rímac. En dos siglos, la lidia se realizaba en plazas públicas, entre ellas, la Mayor. En su inauguración el 30 de enero de 1766, el cartel de su primera corrida anunciaba a Pisi, Gallipavo y Maestro de España, notables toreros de entonces. Contemporáneamente lidiaron allí Manuel Benítez, "el Cordobés"; Francisco Rivera, "Paquirri", y Julián López Escobar, "el Juli", entre otras figuras mundiales.

En igual tono, en las tierras de Charcas, las fiestas de toros atraían a la muchedumbre que se agolpaba en medio de la plaza, con notable peligro para sus vidas.

Por las muchas desgracias sucedidas, es que el gobernador intendente Don Ramón García de León y Pizarro, mandó no se pongan con ningún pretexto “gente de poncho y de capa” en el medio de la circunferencia de la plaza, y manda alejar en una distancia de dos varas las barreras a la exaltada concurrencia. Declaraba en un oficio que la infracción sería castigada con veinticinco azotes si los contraventores fueren muchachos, en tanto que los adultos eran sancionados con pena de cárcel. 

La plaza rioplatense

Es a comienzos del siglo XVII que las primeras corridas de toros se introdujeron entre los festejos y celebraciones para suplir el ocio colonial. A diferencia de la fastuosidad exhibida en las plazas de México y Perú, ciudades mineras y ricas, Buenos Aires poseyó una primera y misérrima plaza de toros en 1791, la de Monserrat, factura del carpintero Raimundo Mariño. Los réditos del espectáculo constituían un fondo destinado al empedrado, alumbrado de la ciudad y sostenimiento de la casa de los niños expósitos. Más tarde en 1799 fue demolida y reemplazada por la de Retiro, erigida en base a un estilo morisco por el alarife y maestro carpintero Francisco Cañete. Parte de la diversión era el “toreo a la americana”, consistía en montar en pelo a los toros bravos, y las suertes del “Dominguillo”, un muñeco de cuerpo de cuero con pies de plomo que se colocaba en medio del ruedo, y que se incorporaba por si mismo al ser embestido por el toro. El período de la independencia marcó la pérdida de interés por esta manifestación. En 1822 el gobernador Martín Rodríguez autorizó las corridas de animales descornados, circunstancia que le quitaba el estímulo de riesgo de muerte. Estas corridas fueron cada vez más raras, hasta que el Congreso sancionó la ley 2.786 del 25 de julio de 1891, en que se declaraban punible los malos tratos ejercitados con animales.

Regia prohibición 

Mientras en tierras neogranadinas el virrey José Solís celebraba el acceso al trono de Carlos III, prestamente el monarca abolía las corridas toros en sus dominios. Carlos III, como muchos ilustrados de la época, condenó las fiestas de toros y las estigmatizó considerándolas propias de gente bárbara y baja. Fueron condenadas como uno “de los más lamentables vicios a desarraigar entre las capas populares”. Es muy probable que corresponda a la época de Carlos III el surgimiento de la simulación de la corrida de toros llamada “vaca loca”, acto remedando una corrida de toros.

Una tardía representación de las corridas de toros en el cono sur americano, tuvo lugar en la plaza de toros Real de San Carlos en Colonia del Sacramento, obra del arquitecto argentino José Marcovich y el ingeniero Dupuy, inaugurada por el presidente José Batlle y Ordóñez en 1912. Una singular obra de estilo mudéjar, con un diámetro total de cien metros y cincuenta pertenecientes al ruedo, que atrajo miles de visitantes. Contribuyó al éxito la presencia de toreros y toros traídos de España, y más tarde se acudió a las reses locales. Efímera fue esta distracción para los aficionados a los toros. Batlle prohibió las corridas.

Casabindo 

En Casabindo la fiesta patronal en homenaje a la Virgen de la Asunción que se celebra el 15 de agosto, tiene un atractivo especial que hace a esta localidad singular: allí tiene lugar la única corrida de toros del país, denominado Toreo de la Vincha. Celebración de sincretismo cultural que emerge en el contexto de una festividad popular con comidas regionales, bebidas y música, y que se entremezcla con novenas, procesión de imágenes y saltos, y el baile ancestral de los danzarines vestidos de suris. Un detalle interesante es que no se sacrifica al toro, solamente se le coloca una vincha con monedas de plata que constituyen la ofrenda a la Virgen. La victoria es de quien consigue quitarle la vincha al animal. Con un movimiento ágil, casi imperceptible, el torero arrebata la vincha y se la dedica a la Virgen. Es un breve momento de gloria que le da paso a la nostalgia. La tarde discurre entre el ingreso de los toros a la plaza, la valentía de los toreros y el griterío de la gente que azuza a la bestia, las bombas de estruendo alterados por el constante sonido de las bandas de sikuris que tocan en veneración a la Virgen. El toreo se aprende de niño, jugando, observando a los mayores, y la decisión va madurando con el tiempo, en una combinación de fe y valentía, que forma parte de la vida cotidiana en la comunidad.

Correr toros, jugar toros y torear fueron algo más que pasatiempos ocasionales en la época colonial. Aunque en un principio era una distracción de españoles, pronto se transformaron en un espectáculo popular. 

Fue una fiesta integradora de los distintos estamentos de la sociedad y el escenario ideal para la demostración del estatus de cada uno, en tiempos en que los habitantes, los poderes temporales y espirituales, compartían momentos de esparcimiento sin confrontaciones y sin generar lacerantes divisiones.

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