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Chocobar, los jueces y la violencia

Viernes, 23 de febrero de 2018 00:00

El caso del policía Luis Chocobar, y su actuación ante un hecho grave, en el que resultó seriamente herida una persona, y luego la muerte de un cadete sometido a una abusiva instrucción, acrecentaron la polémica sobre la conducta que debe inculcarse al policía y el proceder que éste ha de observar frente al delito.

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El caso del policía Luis Chocobar, y su actuación ante un hecho grave, en el que resultó seriamente herida una persona, y luego la muerte de un cadete sometido a una abusiva instrucción, acrecentaron la polémica sobre la conducta que debe inculcarse al policía y el proceder que éste ha de observar frente al delito.

Se debate sobre el alcance y aplicación de la fuerza por parte del Estado, entre dos posiciones extremas, por un lado, la limitación en su utilización, al grado de que se prohíba al policía intervenir ante un hecho ilícito, como ha ocurrido repetidamente durante el gobierno kirchnerista, o que se lo maniate ante una agresión, como lo dispuso una jueza recientemente, y por otro, la que exige una firme represión del delito, reclamando incluso la pena de muerte.

En realidad, la cuestión se centraliza en el uso de un arma de fuego, con lo que se pueden producir daños irreversibles, tal la pérdida de la vida. Y es el caso, como el de Chocobar, en el que el policía está obligado por la ley a asumir la fuerza del Estado, para evitar o hacer cesar un delito, o para perseguir y reducir al delincuente. Las leyes vigentes la restringen como una medida extrema, condicionada por principios de racionalidad y proporcionalidad .

La formación policial

En mi opinión, la cuestión ha de encararse desde la formación del policía, a quien debe dotárselo de las cualidades, aptitudes y el firme y mesurado carácter, que luego se le exigirá en el ejercicio de su función, y que se le demandará con extremo rigor por los jueces, ante quienes habrán de recriminarlo por exceso en el cumplimiento del deber, los defensores de los derechos humanos, y en primer lugar por parte del propio delincuente, o sus parientes cuando haya sido abatido.

¿Y acaso está siendo hoy instruido, no solo en la aptitud para manejar con habilidad y precisión las armas que se le proporcionan, sino en moldear su carácter, de modo tal que ante un grave hecho en el que deba enfrentar -muchas veces en soledad- a uno o varios delincuentes, y con la peligrosidad que demuestran en la actualidad, pueda actuar con la sensatez, la rapidez, y con el espíritu mesurado e imperturbable, con los que después se juzga su acción en el ejercicio del deber?

La muerte del cadete Emanuel Garay, a consecuencia de un aberrante y demencial trato inhumano en la instrucción, podrá considerarse un hecho aislado -que no por ello es menos grave- pero demuestra, a través del método absurdo empleado con la totalidad de los cadetes -muchos de ellos debieron ser internados- que el adiestramiento del policía, está orientado a modelarlos como seres rudos, capaces de soportar inclemencias y adquirir una resistencia física, que más que todo, les transmitirá la idea que deberán conducirse con esa rudeza, en medio de cientos o miles de personas pacíficas, que solo ansían que las protejan de unos pocos, pero peligrosos ladrones y asesinos, que no tienen aprecio ni por su propia vida.

Así, la visión de su servicio, y de la circunstancia que deberá prestarlo entre personas pacíficas, pero en estado de alerta para una respuesta inmediata, eficaz y medida ante el crimen, ha sido viciada y pervertida desde el origen.

Quizá sea un concepto enfermizo que se transmitió a las policías, cuando se las militarizó durante la dictadura. Y de allí haya procedido esta forma que hubo de tratar a servidores forzosos del Estado, donde se sometía a los soldados a los tristemente famosos "bailes", y hasta haya habido casos en que se los golpeara hasta su muerte, como tuve la penosa experiencia de conocer de cerca, en el caso del humilde, inofensivo y tímido soldado, casi niño, Omar Octavio Carrasco.

El equilibrio emocional

Lo cierto es que el adiestramiento del futuro policía debe dirigirse, en primerísimo lugar, a la formación de un hombre equilibrado emocionalmente, capacitado para actuar ante un hecho de violencia imprevisto y súbito, muchas veces entre transeúntes ocasionales, con la racionalidad y la proporcionalidad que le exige la ley, para hacer uso de la fuerza, sin que pueda eximirse de ese deber.

Porque la valentía y el arrojo, no surgen de una personalidad irracional y bestial, sino del hombre que actúa conservando la integridad de su carácter, el temple y la confianza en sí mismo, que es la auténtica fuerza con la que debe contar un agente de la seguridad pública, para actuar como se le demanda.

Esto no es lo que las fuerzas de seguridad -salvo alguna excepción- están cumpliendo al instruir a sus aspirantes, y constituye una deficiencia que debe corregirse sin dilación.

Chocobar y los jueces

Retomando el caso del policía Chocobar, se advierte que, luego de haber pasado por un adiestramiento que, sin dudarlo no ha de haber contemplado el afianzamiento de esa firmeza en el carácter, para enfrentarse responsablemente ante el malhechor y el criminal, luego se lo procesa como autor de homicidio agravado por la utilización de su arma reglamentaria, excediéndose en el cumplimiento de su deber, mientras perseguía al delincuente.
Y esto se dispone por los jueces de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, aun cuando hayan reconocido, “que cuando disparó para alertarlo tuvo la posibilidad cierta de efectuarlo de manera certera para quitarle la vida. Y no lo hizo”.
Entendemos que, tanto como le es exigible al agente de seguridad la obligación de no excederse en su decisión, al enfrentar al delito en la calle, le es también exigible al juez no excederse en su decisión, al juzgar a aquél, cuando se enfrenta con los hechos probados en la causa, evitando la desproporción en la interpretación de la ley, mientras reflexiona en la serenidad de su despacho, sobre una situación de hecho en la que se congregaron: el peligro, el miedo, la responsabilidad por la protección de terceros y de sí mismo, la necesidad de una respuesta inmediata, la agitación del ánimo ante la contingencia súbita y el temor a las consecuencias de un error en la elección del medio y la forma de emplearlo, temor que se potencia con la evocación de condenas a colegas, que debieron enfrentar situaciones semejantes. 

La posición del juez

El juez en su posicionamiento en la imparcialidad, así como debe ser neutro en cuanto al interés diverso de las partes, no puede practicar un razonamiento de crudeza doctrinal y meramente especulativo, al punto de ser aséptico en la apreciación de las circunstancias que ha debido vivir el policía, en medio del peligro, de la violencia, de la amenaza actual, real, que le exige una decisión inmediata, que no admite el error. Y no por imposición exclusiva de la propia protección de su humanidad, sino por mandato inexcusable e imperdonable de la ley. Máxime cuando cada vez es más temerario e irreflexivo, un delincuente que antaño era la excepción de unos pocos depravados, mientras que, en la actualidad, aun niños de diez años son autores de homicidios incomprensibles, porque están perturbados, sin escrúpulos, sin remordimiento, por el efecto de las drogas. Y se imponen con la confianza que les otorga un desprecio absoluto por la vida, incluso la propia.
 Y a quienes acuden con exigente liviandad, con relación a la actuación de un policía ante ese suceso criminal exacerbado, al trillado baldón del “gatillo fácil”, también claman junto a toda la sociedad, por la imperiosa necesidad de que se ponga término a la inseguridad. Ese es el flagelo que ha arrasado con la tranquilidad en que transcurría la vida en este país, y está conduciendo a la muerte a miles de inocentes ciudadanos, con una peligrosidad que ha incrementado no solo el número de hechos, sino también la crueldad y el ensañamiento con que se ejecutan, entre otras razones, por el consumo de drogas, por la impunidad en que concluyen gran parte de las causas judiciales, y por la llamada “puerta giratoria”, que posibilita la reiteración de crímenes por quienes gozan de una libertad injustificable.

 Responsabilidad de todos 
 
Concluyendo, no habrá posibilidad de contar con fuerzas policiales responsables ni se evitarán los actos de actuación abusiva o arbitraria; no se contará con la seguridad de que el policía habrá de cumplir la ley, manteniendo y defendiendo los derechos humanos de todas las personas, que manda el Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y demás normas que rigen para esas fuerzas, mientras no se lo eduque y se lo entrene en la forma que queda dicho, y mientras los jueces no resuelvan con el sentido común, de aquel que se impregna de la situación real y cruda del policía frente al criminal, y en tanto no juzguen con firmeza el delito y hagan cumplir sin laxitud y debilidad sus sentencias.
Mientras tanto, otros cadetes policiales seguirán sometidos al abuso de una instrucción ineficaz y cruel, y otros Chocobar estarán ya inclinados a fingir no haber visto nada, o en lenguaje popular a “hacer la vista gorda”, para evitar la suerte corrida por aquél.
Y seguirá la porfiada y estéril polémica de los defensores y los detractores de las fuerzas policiales, que sufren el desprestigio que les impuso una conducción política que las utilizó, mientras las abandonó en la asistencia, la comprensión y el respeto y valoración que merece su difícil y arriesgada tarea, como también en la vigilancia de su actuación y su comportamiento, con cesantías y sanciones severas, para erradicar las mafias que las han degradado.
Y lo más dramático e inquietante: la inseguridad seguirá siendo un azote sin amparo.

 

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