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Murió Cecil Taylor, vanguardista incorruptible del jazz

 Decía que el piano eran “88 tambores afinados”
Lunes, 09 de abril de 2018 09:15


La dimensión de un artista bien puede medirse por el grado en que consigue trascender el arte que le es propio, su materialidad, su técnica. En el caso del pianista Cecil Taylor, que murió ayer en Nueva York a los 89 años.
Lo trascendido no fue solamente el jazz -su campo de maniobras- sino la música misma: Taylor llegó a convertirse en un emblema de la avant garde a secas. Sin ir más lejos, para el escritor argentino César Aira, que dedicó a él uno de sus relatos más extraordinarios, ocupaba en el siglo XX un lugar equivalente al de Marcel Duchamp.
Pero para entender de qué manera Taylor conquistó ese lugar hay que ir al origen. Había nacido en 1929 en Long Island y empezó a estudiar el piano a los cinco años; no menos importantes fueron las clases que tomó poco tiempo después con un percusionista. Acaso su posterior definición del piano como “88 tambores afinados” no era una simple ocurrencia, sino la prueba de una huella temprana y, a la vez, una declaración programática.
El gran salto sucedió en el New England Conservatory, de Boston. Allí conoció la poética moderna de los maestros de la nueva música: Schönberg, en primer lugar, pero también Bartók y Stravinski. La frecuentación de ese repertorio transcurrió de manera más o menos indiferenciada con el jazz de su época. Taylor, también en las influencias, fue un artista de extremos: el popular Dave Brubeck y el secreto Lennie Tristano. “Cuando escuché a Brubeck en 1951 me impresionó su profundidad y su textura armónica, con más notas de las que yo había escuchado nunca. Había además un movimiento rítmico que me fascinaba -explicó en 1967-. Las ideas de Tristano me interesaban porque era capaz de construir realmente un solo en el piano. Brubeck era la otra mitad de Tristano; Tristano tenía la línea [melódica] y Brubeck, la densidad armónica que yo buscaba”.
La alquimia que Taylor hizo con esos elementos inusitadamente dispares lo convirtió en el improvisador más radical de la avant garde jazzística de los años sesenta, eso que, un poco vulgarmente se conocía como free jazz. El nombre provenía del decisivo disco que Ornette Coleman había grabado en 1961, pero mientras que Ornette, aun con sus conquistas tímbricas, se mantuvo más o menos ceñido al blues y al pulso regular, Taylor llevó el género a sus límites, y posiblemente llegó incluso a vulnerarlos. Quien escuche ahora una de sus obras maestras, el disco Unit Structures (Blue Note, 1966), no encontrará a primera escucha diferencias significativas entre sus piezas y las de la llamada música contemporánea europea de la época. 
Sus conciertos y recitales se convirtieron casi en performances y él mismo se comportaba como un performer. Como todo auténtico vanguardista, Taylor fue resistido aun por los propios músicos de jazz (basta leer los exabruptos que le dedica Miles Davis en su autobiografía) y tuvo que crear un público de la nada, contra toda expectativa. Ninguna música fue menos previsible que la suya. Esto, en el caso particular del jazz, tenía una explicación muy clara: la aparente ausencia de swing, ese carbono 14 del género, que, dado que también el swing es histórico, permite fechar un estilo. El de Taylor parecía no venir de ninguna parte y, lo que era peor, no ir tampoco a ninguna. El tempo free de la música de Taylor carecía de una identidad métrica reconocible y de cualquier atisbo de periodicidad: inventó un swing contra natura. Hizo una música que no se parecía a ninguna existente, y una figura como la suya irrumpe muy de tanto en tanto: ni vanguardias ni vanguardistas se repiten. Los discos son la mitad de la verdad; la otra mitad bien podría ser aquí Cecil Taylor, ese relato de Aira.
 

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La dimensión de un artista bien puede medirse por el grado en que consigue trascender el arte que le es propio, su materialidad, su técnica. En el caso del pianista Cecil Taylor, que murió ayer en Nueva York a los 89 años.
Lo trascendido no fue solamente el jazz -su campo de maniobras- sino la música misma: Taylor llegó a convertirse en un emblema de la avant garde a secas. Sin ir más lejos, para el escritor argentino César Aira, que dedicó a él uno de sus relatos más extraordinarios, ocupaba en el siglo XX un lugar equivalente al de Marcel Duchamp.
Pero para entender de qué manera Taylor conquistó ese lugar hay que ir al origen. Había nacido en 1929 en Long Island y empezó a estudiar el piano a los cinco años; no menos importantes fueron las clases que tomó poco tiempo después con un percusionista. Acaso su posterior definición del piano como “88 tambores afinados” no era una simple ocurrencia, sino la prueba de una huella temprana y, a la vez, una declaración programática.
El gran salto sucedió en el New England Conservatory, de Boston. Allí conoció la poética moderna de los maestros de la nueva música: Schönberg, en primer lugar, pero también Bartók y Stravinski. La frecuentación de ese repertorio transcurrió de manera más o menos indiferenciada con el jazz de su época. Taylor, también en las influencias, fue un artista de extremos: el popular Dave Brubeck y el secreto Lennie Tristano. “Cuando escuché a Brubeck en 1951 me impresionó su profundidad y su textura armónica, con más notas de las que yo había escuchado nunca. Había además un movimiento rítmico que me fascinaba -explicó en 1967-. Las ideas de Tristano me interesaban porque era capaz de construir realmente un solo en el piano. Brubeck era la otra mitad de Tristano; Tristano tenía la línea [melódica] y Brubeck, la densidad armónica que yo buscaba”.
La alquimia que Taylor hizo con esos elementos inusitadamente dispares lo convirtió en el improvisador más radical de la avant garde jazzística de los años sesenta, eso que, un poco vulgarmente se conocía como free jazz. El nombre provenía del decisivo disco que Ornette Coleman había grabado en 1961, pero mientras que Ornette, aun con sus conquistas tímbricas, se mantuvo más o menos ceñido al blues y al pulso regular, Taylor llevó el género a sus límites, y posiblemente llegó incluso a vulnerarlos. Quien escuche ahora una de sus obras maestras, el disco Unit Structures (Blue Note, 1966), no encontrará a primera escucha diferencias significativas entre sus piezas y las de la llamada música contemporánea europea de la época. 
Sus conciertos y recitales se convirtieron casi en performances y él mismo se comportaba como un performer. Como todo auténtico vanguardista, Taylor fue resistido aun por los propios músicos de jazz (basta leer los exabruptos que le dedica Miles Davis en su autobiografía) y tuvo que crear un público de la nada, contra toda expectativa. Ninguna música fue menos previsible que la suya. Esto, en el caso particular del jazz, tenía una explicación muy clara: la aparente ausencia de swing, ese carbono 14 del género, que, dado que también el swing es histórico, permite fechar un estilo. El de Taylor parecía no venir de ninguna parte y, lo que era peor, no ir tampoco a ninguna. El tempo free de la música de Taylor carecía de una identidad métrica reconocible y de cualquier atisbo de periodicidad: inventó un swing contra natura. Hizo una música que no se parecía a ninguna existente, y una figura como la suya irrumpe muy de tanto en tanto: ni vanguardias ni vanguardistas se repiten. Los discos son la mitad de la verdad; la otra mitad bien podría ser aquí Cecil Taylor, ese relato de Aira.
 

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