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Mártires argentinos

Jueves, 14 de junio de 2018 00:00

El obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, murió en 1976 en un accidente -según el relato oficial- cuando regresaba de celebrar una misa en memoria de dos sacerdotes Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville y del laico Wenceslao Pedernera, asesinados en La Rioja en 1976.

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El obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, murió en 1976 en un accidente -según el relato oficial- cuando regresaba de celebrar una misa en memoria de dos sacerdotes Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville y del laico Wenceslao Pedernera, asesinados en La Rioja en 1976.

En ese tiempo posconciliar, para una iglesia sumida en la gran turbulencia del aggiornamento y para una América Latina no menos turbulenta, que alternaba débiles democracias despotismos, un hombre como el joven obispo Enrique Angelelli se tornaba peligroso, o al menos, sospechoso. Las autoridades eclesiásticas de ese tiempo, tal vez, por una mal entendida prudencia institucional, prefirieron callar. Hubo una complicidad con un silencio totalmente antievangélico.

Se derramó mucha sangre de hermanos argentinos, sean montoneros, erpianos, militares, civiles, empresarios y obreros. Y el poder quedó en un sector que no encontró mejor solución que hacerles un muro a los pobres para cubrir las villas miseria y para otros, paredones donde fueron asesinados todo aquellos que pretendieron levantar su voz y clamar por la paz y la justicia.

Cuando se cumplieron treinta años de esos crímenes, el cardenal primado de la Argentina, Jorge Bergoglio, presidió las celebraciones en La Rioja, allá por el año 2006. En la noche del asesinato, dijo el cardenal Bergoglio, monseñor Enrique Angelelli "derramó su sangre por predicar el Evangelio" y se convirtió así en la primera voz institucional, la máxima en ese momento, en poner en dudas la versión del accidente. "Angelelli era un hombre de encuentro, de periferias, que pudo vislumbrar el drama de la Patria", dijo Bergoglio con la presencia de más de 14 obispos de todo el país, "estaba enamorado de su pueblo". Sin hacer mención explícita de la participación de la dictadura militar en los crímenes, Bergoglio dijo que el obispo "removió piedras que cayeron sobre él por proclamar el Evangelio, y se empapó de su propia sangre".

¿Qué había cambiado en la Iglesia para que el Santo Padre declarara mártires a los evangelizadores de La Rioja?

Nada había cambiado, se derribaron prejuicios en una iglesia que hacía una opción preferencial por los pobres y trabajaba preferencialmente por los poderosos. Opción mencionada en todos sus documentos episcopales que ya, en algunas iglesias locales, comenzaba a hacerse carne. Había situaciones de injusticia, marginalidad y uso abusivo del poder que los pastores no podían ni debían callar. La defensa de los pobres no era solo una tarea de beneficencia para repartir las sobras, sino la búsqueda incansable de una economía de solidaridad y sentido de justicia que les permitía a los pobres gestionar su propio futuro. Se había iniciado un lento pero seguro camino de retorno al Evangelio de Cristo, a la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles.

El Concilio Vaticano II fue un severo llamado de atención a toda la iglesia para que comience a retornar a sus propios orígenes. El papa Francisco lleva el Concilio Vaticano II en su mente y en su corazón, e intenta mostrar al mundo aquello que difícilmente pueda entender, que de nada sirven los discursos bonitos ni las grandes predicaciones, si no van acompañados de acciones concretas por aquellos a quienes deben pastorear como guías y compañeros de ruta a la vez. La pronta beatificación del obispo Angelelli y sus compañeros mártires muestra un estilo de iglesia en comunión, con proyectos en armonía con el Evangelio de Cristo, en sintonía con la Iglesia de Roma y alejada del poder temporal, a quien solo debe iluminar con su palabra y su ejemplo.

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