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El rol militar frente al crimen organizado exige un debate honesto

Domingo, 29 de julio de 2018 00:00

La modificación del decreto reglamentario de la ley de Defensa Nacional para involucrar a las Fuerzas Armadas en operaciones de seguridad ante "agresiones de origen externo" cuenta con muy fuerte apoyo de la opinión pública y genera rechazos de opositores y de organismos de derechos humanos.

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La modificación del decreto reglamentario de la ley de Defensa Nacional para involucrar a las Fuerzas Armadas en operaciones de seguridad ante "agresiones de origen externo" cuenta con muy fuerte apoyo de la opinión pública y genera rechazos de opositores y de organismos de derechos humanos.

Se trata de un posicionamiento histórico y estratégico, cuya delicadeza no admite improvisaciones.

Es evidente la intención presidencial de reivindicar a las Fuerzas Armadas. El decreto se promulga apenas un par de semanas después de la negativa del Ejército a participar del desfile del 9 de julio, en desacuerdo con las bajísimas remuneraciones que hoy recibe el personal castrense.

El poder militar, durante más de medio siglo, ocupó un rol anticonstitucional de alternativa política. En casi 35 años de democracia, la violación de todos los derechos fundamentales en los años 70 continúa siendo un estigma. Como correlato de ese descrédito, las Fuerzas Armadas carecen de un presupuesto mínimo y, sobre todo, perdura una indefinición insostenible sobre el rol que desempeñan.

Los soldados no están preparados ni es su función asumir un rol policial. De hecho, el decreto define que las Fuerzas Armadas "serán empleadas en forma disuasiva o efectiva ante agresiones de origen externo". El cambio consiste en que el agresor, que en el decreto sancionado por Néstor Kirchner sería un Estado extranjero, ahora puede ser una mafia transnacional, como las que hoy se dedican al narcotráfico, la trata de personas, el contrabando y el tráfico ilegal de armas. Coherentemente con la ley de Defensa Nacional, el decreto habilita a las Fuerzas Armadas para resguardar al país frente a eventuales ataques terroristas de origen externo perpetrados por organizaciones paraestatales extranjeras. Tal, la experiencia de los atentados contra la Embajada de Israel y contra la AMIA.

El crimen organizado ha desarrollado un clima de inseguridad interna en el país que es la mayor y más constante preocupación de la población, especialmente, en los grandes conurbanos. Las policías provinciales, por incapacidad o por connivencia, no logran dar respuesta; mucho menos, las policías municipales, que son improvisaciones que carecen de personal calificado y equipado. Por ese motivo, desde 2012 la Gendarmería fue afectada a las tareas policiales en el interior del país y el Ejército asumió, desde entonces, tareas de vigilancia en las fronteras en lo que se llamó Escudo Norte.

Uno de los factores decisivos en el avance territorial del narcotráfico y del crimen organizado en general se apoya en la complicidad de policías y gendarmes corruptos. La degradada situación salarial de los militares argentinos no ofrece garantía de que tales complicidades no se extiendan.

La militarización de la lucha contra el narcotráfico es una práctica extendida en nuestro continente, con magros resultados. En Brasil, una de las primeras medidas que adoptó el ex presidente Lula fue enviar soldados a reprimir el narcotráfico en las favelas. En México, los sucesivos gobiernos recurren al Ejército para enfrentar a los carteles desde hace décadas, sin resultados positivos.

En nuestro país, la retórica política insiste en señalar al narcotráfico como un grave problema nacional, en respuesta a la demanda pública, pero todo queda en discursos. Las promesas de radarización de las fronteras, la asignación de responsabilidades a la Fuerza Aérea y el reconocimiento de la necesidad de una "ley de derribos" para frenar el ingreso de droga al país por vía aérea, que se repiten desde hace décadas, han quedado en la nada.

El rol de la fuerza militar y la lucha contra el narcotráfico son dos cuestiones que un país serio debe definir con claridad. Ni el gobierno, ni los opositores que en el pasado convalidaron medidas de militarización de la lucha contra el crimen organizado tienen derecho a improvisar en esta materia. La democracia requiere mucho más que el voto ciudadano: exige debate y consenso sobre los temas que afectan la vida y la seguridad de las personas. Este es el caso. Y, como en muchos otros aspectos, en la lucha contra el crimen organizado nuestra democracia está en deuda.

 

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