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Africa potencia a Europa en el Mundial de la diversidad

Domingo, 08 de julio de 2018 09:00

Veinte años atrás, a muchos franceses les llamó la atención ver a Zinedine Zidane balbucear al son de La Marsellesa. Ese jugador era todo un orgullo futbolístico para el país, pero también revolvía muchos sentimientos de culpa de sus compatriotas, porque "Zizou" era (es) hijo de una Argelia en la que el colonialismo francés perpetró unos cuantos horrores. Que el himno galo no le fuera indiferente a Zidane aliviaba a la Francia blanca. Aliviaba tanto su cargo de conciencia como ciertas dudas acerca de si era realmente Francia la que estaba ganando ese histórico Mundial de 1998. Si Zidane cantaba algunas estrofas de La Marsellesa, aunque fuera con un hilo de voz, ese hombre debía ser realmente francés, sentían unos cuantos.
Veinte años después es incluso más peligroso que entonces recorrer ese espinel emocional: digan lo que digan los herederos de Jean-Marie Le Pen, todos son franceses, tengan el color y el origen que tengan. La selección de Francia es incluso más multicultural que en 1998. Ni hablar de su rival en la semifinal del martes, Bélgica, que además de nutrirse de los hijos de sus excolonias africanas triunfa con un entrenador español que se formó en el fútbol inglés. Y ahí está la propia Inglaterra, otro ejemplo de multiculturalidad que beneficia a su fútbol. Diferente es la historia de Croacia, su adversario del miércoles: los Balcanes no son tierra de inmigración, sino más bien lo opuesto. Suiza puede dar fe.

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Veinte años atrás, a muchos franceses les llamó la atención ver a Zinedine Zidane balbucear al son de La Marsellesa. Ese jugador era todo un orgullo futbolístico para el país, pero también revolvía muchos sentimientos de culpa de sus compatriotas, porque "Zizou" era (es) hijo de una Argelia en la que el colonialismo francés perpetró unos cuantos horrores. Que el himno galo no le fuera indiferente a Zidane aliviaba a la Francia blanca. Aliviaba tanto su cargo de conciencia como ciertas dudas acerca de si era realmente Francia la que estaba ganando ese histórico Mundial de 1998. Si Zidane cantaba algunas estrofas de La Marsellesa, aunque fuera con un hilo de voz, ese hombre debía ser realmente francés, sentían unos cuantos.
Veinte años después es incluso más peligroso que entonces recorrer ese espinel emocional: digan lo que digan los herederos de Jean-Marie Le Pen, todos son franceses, tengan el color y el origen que tengan. La selección de Francia es incluso más multicultural que en 1998. Ni hablar de su rival en la semifinal del martes, Bélgica, que además de nutrirse de los hijos de sus excolonias africanas triunfa con un entrenador español que se formó en el fútbol inglés. Y ahí está la propia Inglaterra, otro ejemplo de multiculturalidad que beneficia a su fútbol. Diferente es la historia de Croacia, su adversario del miércoles: los Balcanes no son tierra de inmigración, sino más bien lo opuesto. Suiza puede dar fe.

El potencial africano

El fútbol argentino sabe desde hace tiempo del potencial africano: en 1996, cuando Nigeria dio vuelta una final que tenía perdida para llevarse el oro olímpico en Atlanta a costa de la selección de Daniel Passarella, la afirmación de que había llegado la hora del fútbol africano se volvió insistente. Nigeria tenía una gran generación de jugadores, y en esos Juegos había eliminado además a Brasil en una semifinal. Sin embargo, África nunca terminó de emerger. Dio el gran golpe en Italia 90. derrotando vía Camerún a la Argentina, campeona del mundo, en el partido inaugural, y Senegal repitió 12 años más tarde tumbando a Francia en igual situación. Pero nunca un conjunto de ese continente pasó de cuartos. Y aunque es verdad que en Rusia los africanos no tuvieron suerte (Nigeria estuvo a cuatro minutos de ser quien avanzaría a octavos en lugar de Argentina, y a Senegal lo eliminó la regla del fair play al tener más tarjetas amarillas que Japón), lo cierto es que ningún equipo de esa región hizo hasta hoy algo grande en el Mundial. Su talento, sin embargo, está encontrando una vía inesperada de expresión: las selecciones de sus exmetrópolis.

África triunfa en Rusia mediante Bélgica , Inglaterra y Francia , entre otras selecciones. Hombres y mujeres que dejaron países como Congo, Guinea, Marruecos, Camerún, Argelia, Mali, Nigeria y Angola para instalarse en Europa, ven hoy con orgullo cómo sus hijos son héroes deportivos vistiendo las camisetas de esos países en que todos crecieron, y mayoritariamente nacieron.

Esos hijos son franceses, belgas, ingleses, daneses o suecos, pero saben bien de dónde vienen sus familias. Es el caso del belga Romelu Lukaku, cuyos padres llegaron del ex Zaire, hoy República Democrática del Congo. El de Blaise Matuidi: sus padres abandonaron Angola, devastada por una guerra civil que dejó más de medio millón de muertes. "Nunca olvidé mis raíces angoleñas. Tuve que tomar una decisión difícil al optar por Francia", dijo años atrás el mediocampista. Y el de Samuel Umtiti, eje de la defensa tricolor, que nació en Camerún pero creció en Francia.

Un 7% de la población francesa es de origen inmigrante, proporción que en su selección se multiplica por diez. Suiza, donde uno de cada cuatro habitantes tiene procedencia extranjera, presentó en Rusia una selección con 60% de jugadores de origen inmigrante. Similar es lo de Inglaterra, con un 10%, cifra que en la selección, con importante aporte jamaiquino, crece al 50%. Inglaterra presentó seis futbolistas de origen nigeriano en el último Mundial Sub 17, para el que paradójicamente (o quizás no tanto) Nigeria no se clasificó. Los ingleses son hoy campeones mundiales sub 17 y sub 20 y buscan el título de mayores. Nunca visto.

Y no solo África renueva y mejora el fútbol europeo. Más allá de los jamaiquinos de Inglaterra , es conocido el caso de Alemania, de mal paso por Rusia pero que tiene entre sus figuras a hijos de inmigrantes turcos, como Mesut Özil e Ilkay Gündogan, además de jugadores de origen africano, como Sami Khedira (su papá es tunecino) y Jérôme Boateng (de padres ghaneses). Su hermano, Kevin-Prince, juega para Ghana. Y está el caso de Suiza: así como África triunfa vía Francia y Bélgica, Albania lo hace representada por la Confederación Helvética. Edi Rama, el primer ministro albanés, abrió días atrás una cuenta bancaria para que sus conciudadanos donaran dinero que permitiera pagar las multas a Granit Xhaka y Xherdan Shaquiri por haber celebrado sus goles a Serbia haciendo el gesto del águila bicéfala, símbolo de la Gran Albania y de explosivas reverberancias geopolíticas en los Balcanes. Suiza cuenta, además, con jugadores nacidos en Camerún, Costa de Marfil y Cabo Verde. Xhaka y Shaquiri nacieron en Suiza, pero siguen muy ligados a la tierra de sus padres. Incluso Taulant, hermano de Granit, juega por Albania. Y Bélgica, ejemplo clarísimo de talento de la inmigración combinado con inteligencia de la federación, es una Torre de Babel: sus futbolistas hablan entre sí básicamente en inglés en los partidos.

Rusia 2018 está cambiando la historia, y aunque el protagonismo no sea de sus selecciones, África aportó mucho al creciente éxito de Europa. Hay una revolución que se gesta en las periferias de las grandes ciudades europeas y se potencia con federaciones que funcionan en lo organizativo y lo técnico: tras cambiarle la cara a la sociedad europea, la inmigración está cambiándosela ahora también a su fútbol.

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