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El viento blanco llora al vecino del fin del mundo

Roberto Eusebio Alegre, el recordado baquiano de los Andes, nos dejó.
Miércoles, 29 de agosto de 2018 00:00

Hay personas que realizan enormes servicios y formidables proezas, sin esperar otro reconocimiento que la íntima convicción de dejar al mundo un poco mejor de lo que lo recibieron al nacer. Roberto Eusebio Alegre, el entrañable baquiano que nos dejó el pasado lunes, con 61 años y una vida plena de aventuras, fue, sin dudas, uno de esos héroes anónimos.

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Hay personas que realizan enormes servicios y formidables proezas, sin esperar otro reconocimiento que la íntima convicción de dejar al mundo un poco mejor de lo que lo recibieron al nacer. Roberto Eusebio Alegre, el entrañable baquiano que nos dejó el pasado lunes, con 61 años y una vida plena de aventuras, fue, sin dudas, uno de esos héroes anónimos.

Con él caminamos entre minas antipersonales, a lo largo del desierto de Atacama, con el afán de recordar a los gobiernos de la región que las dictaduras del 70 dejaron olvidadas en el corazón de los Andes un millón de silenciosas asesinas.

Roberto murió en la capital salteña, lejos de su añorada Quebrada del Agua, o Vega Socompa, la legendaria posta de arrieros, ubicada a pocos cientos de metros de la laguna de Socompa, a 12 kilómetros del nevado homónimo y cerca también del mítico volcán Llullaillaco, donde su abuelo, su padre y él, en su momento, rescataron a decenas de viajeros perdidos de muertes seguras.

Fue la posta a la que regresaba siempre que podía, inspiración de una de las obras cumbres de Juan Carlos Dávalos: "El Viento Blanco".

Fue en ese refugio de piedras, flanqueado por aguas cristalinas, donde Roberto nos cobijó en agosto de 1999, de paso hacia los campos minados de Monturaqui, Alto del Inca y el Valle de la Luna. Allí, al calor de una cocina de hierro, Roberto compartió con nosotros parte de su inapreciable legado familiar: de una caja forrada con piel de vaca, sacó una centenaria cámara fotográfica y algunas fotos amarillentas que mostraban a su abuelo y a la máxima pluma de Salta en un mágico cruce cordillerano concretado con autos de antaño y mulas.

Y en un recreo de medianoche, para ayudarnos a olvidar las duras peripecias pasadas y las que nos esperaban en los siguientes días, nos invitó a jugar carreras con los satélites que surcaban el estrellado cielo de Vega Socompa como barriletes de luz al alcance de las manos.

Roberto conocía como nadie los rincones y secretos de la Puna y de los Andes. Por eso fue guía imprescindible de las comisiones internacionales de límites, el Ejército Argentino, Gendarmería Nacional, Carabineros de Chile, científicos y montañistas.

Fue también celoso protector del equipo periodístico de El Tribuno que testimonió en 1999 la existencia de cientos de miles de minas antitanques y antipersonales sembradas en las fronteras cordilleranas de Chile, Argentina, Bolivia y Perú.

El 3 de agosto de 1999, Osvaldo Stigliano, fallecido fotógrafo de El Tribuno, lo inmortalizó con el volcán Llullaillaco a sus espaldas. Aquella imagen quedó atesorada como testimonio de un libro adeudado. Se titularía "El vecino del fin del mundo", como lo llamábamos con el recordado Osvaldo y Lucho Gorjón, sin dejar de sorprendernos con la caja de Pandora que nos abría metro a metro en las conmovedoras inmensidades que hoy lo despiden con lágrimas de sal. Descansa en paz, queridísimo baquiano y que el mundo sepa del alma inquieta y generosa con la que doblegaste más de una vez al viento blanco.

 

 

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