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Licuar no es cambiar

Jueves, 06 de septiembre de 2018 00:00

Gobernar es muy difícil, con muchos sinsabores y pocos reconocimientos, eso hay que entenderlo, pero Mauricio Macri cuenta con considerable apoyo propio, con un importante caudal de simpatía general y una enorme dosis de buena voluntad por parte de la inmensa mayoría de la sociedad argentina, que comparto, la misma que de ninguna manera quiere volver al pasado.

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Gobernar es muy difícil, con muchos sinsabores y pocos reconocimientos, eso hay que entenderlo, pero Mauricio Macri cuenta con considerable apoyo propio, con un importante caudal de simpatía general y una enorme dosis de buena voluntad por parte de la inmensa mayoría de la sociedad argentina, que comparto, la misma que de ninguna manera quiere volver al pasado.

Sin embargo, con su inesperado discurso del lunes 3, en un minuto cuarenta, el Presidente apareció comprometiendo buena parte de ese capital político, sensiblemente disminuido para alguien que hace tres meses podía aspirar incluso a reelegirse en primera vuelta.

En el mundo CEO todo parece reducirse a tomar refinadas medidas técnicas que, hace rato, están demostrando que teóricamente pueden parecer cada una mejor que otra, pero que, si no se las enhebra en un plan políticamente articulado y consensuado con el grueso de la oposición, rara vez obtienen un resultado efectivo.

El ingeniero Macri no enfrenta una mera crisis económica, por grave que fuere. Enfrenta algo mucho peor: una crisis de confianza.

El viernes anterior el Gobierno aparecía aturdido por una escalada monumental del dólar y, para agregar más desconcierto, se decidió que la propia figura del Presidente saliera a hacer el anuncio incomprensible de un hipotético pedido de nuevos aportes dinerarios del FMI, una mera expresión de deseos comprensible en cualquier ministro fusible, nunca en la cabeza de la conducción. El resultado saltó a la vista: 8% de suba en media jornada bancaria.

Terminamos menos con un cambio de gabinete que una licuación de los que ya estaban, con ministros y secretarios intercambiando frenéticamente posiciones como en el viejo baile de la escoba. La misma gente en distintos sillones.

En medio de este desconcierto me pareció gratuito el tiovivo al que se sometió a la cancillería, a cuyo ministro se dio por reemplazado el sábado para confirmarlo el domingo. Nunca critico personas, de manera que no opino sobre Malcorra o Faurie, pero me permito recordar que, de todos los sobreabundantes ministerios de este Gobierno, el que menos críticas y más elogios ha merecido es el de Relaciones Exteriores. Y que la Argentina de hoy disfruta de una inserción internacional exitosa como no la teníamos desde los noventa. Alfonso Prat Gay evidentemente habría sido un descollante canciller, de lo mejor, no tengo dudas al respecto. Pero tanto su trayectoria como la de Faurie seguramente merecían que, si la hora de pasar la posta hubiera llegado, no se practicara en medio de un toma y daca de comité. El mundo lee esas conductas y este manejo perjudicó tanto al país como a la credibilidad del mandatario.Todos los analistas coinciden en señalar como una crisis en la conducción el que los ministros no tengan acceso sencillo, si alguno, al Presidente que los designó, debiendo pasar, sin siempre conseguirlo, por el filtro de la jefatura de gabinete.

Verdad o mentira, esta suerte de manejo a distancia suele ser señalado más acentuadamente respecto de la cancillería, devaluando la figura del canciller que estuviere a cargo, sin beneficio aparente y justo en la ocasión en la que, luego de largas décadas, el cuerpo diplomático profesional había finalmente conseguido una de sus más caras aspiraciones: que uno de ellos fuera elegido como ministro. Que el canciller sea o no de carrera no supone algo de importancia decisiva y Alfonso Prat Gay habría resultado el más indicado para esta etapa económica de nuestra relación internacional pero, de nuevo, otro bandazo que el mundo desgraciadamente no dejará de percibir.

 

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