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Las trampas del sentido común

Lunes, 22 de abril de 2019 00:00

Suele decirse que el sentido común es el menos común de los sentidos. El sentido común ha sido catalogado por algunos como algo sano e innato al espíritu del hombre y por otros, caso de Einstein, como un conjunto de prejuicios acumulados a través de los siglos. Eugene O'Neill decía que creer en el sentido común es precisamente la primera falta de sentido común. Más allá de las valiosas disquisiciones filosóficas en torno al tema, lo cierto es que la historia de la ciencia ha comprobado numerosas veces lo erróneo de muchos conceptos o ideas arraigadas profundamente en el imaginario colectivo.

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Suele decirse que el sentido común es el menos común de los sentidos. El sentido común ha sido catalogado por algunos como algo sano e innato al espíritu del hombre y por otros, caso de Einstein, como un conjunto de prejuicios acumulados a través de los siglos. Eugene O'Neill decía que creer en el sentido común es precisamente la primera falta de sentido común. Más allá de las valiosas disquisiciones filosóficas en torno al tema, lo cierto es que la historia de la ciencia ha comprobado numerosas veces lo erróneo de muchos conceptos o ideas arraigadas profundamente en el imaginario colectivo.

Más de dos milenios atrás, el gran sabio griego Aristóteles establecía como una verdad de cuño que si se dejaban caer dos objetos el más pesado llegaba primero al suelo. Una bola de hierro caería más rápidamente que una bola de madera. Así lo creía el sentido común y así se mantuvo ese preconcepto arraigado durante dos mil años.

Galileo, un racionalista que vivió bajo la amenaza de la hoguera de la Inquisición, dudaba de la afirmación aristotélica y decidió comprobar si aquello era cierto. Desde los altos de la Torre de Pisa dejó caer bolas de distintos materiales, comprobando con gran sorpresa que todas, independientes del peso y el tamaño, llegaban a un mismo momento al suelo.

Aquella vieja suposición del Estagirita se hizo añicos y no sólo cambió la idea que yacía anquilosada por prejuicios de centurias sino que mutó el paradigma escolástico. Galileo, Pisa y lo experimental daban nacimiento embrionario a la ciencia moderna. Cuando el hombre pisó la Luna, uno de los astronautas dejó caer un martillo geológico y una pluma, y comprobó que ambos llegaban al mismo instante al piso lunar. También Galileo debió abjurar del modelo heliocéntrico de Copérnico que establecía que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al revés.

La Tierra perdía su estatus de ser el centro del universo. Este era otro de los postulados aristotélicos que se mantuvieron incólumes hasta el Renacimiento.

Los astronautas en el espacio, parados en la Luna, con la pluma y el martillo, demostraron que Galileo había finalmente triunfado y las fuerzas oscurantistas que lo obligaron a renunciar a sus ideas quedaban definitivamente derrotadas.

­E pur si muove! fue el agónico mensaje que Galileo dejó flotando en el aire antes de retractarse ante la iglesia inquisidora. Ahí lo tenemos por caso a Lutero diciendo que "La fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento". Mientras que en el otro extremo, Bertrand Russell señalaba que: "El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía va por la vida prisionero de los prejuicios que se derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y de su país".

El diluvio y el altiplano

A lo largo de la historia humana se dieron cientos de situaciones que desafiaron el sentido común. Una de ellas fue el tema del diluvio universal. La Biblia señalaba que hubo un diluvio universal y que Noé construyó un arca en la que salvó una pareja de cada animal. El resto de los humanos y animales perecieron en esa catástrofe. ­Hoy no alcanza ni para un cuento de niños! Sabemos que el famoso diluvio universal ni fue diluvio y mucho menos universal. Si bien estaba profundamente arraigado, hubo quienes cuestionaron la posibilidad de un evento de semejante naturaleza. Leonardo Da Vinci fue uno de ellos y utilizó elementos contundentes para su época.

Los españoles en América se dieron a la búsqueda de pruebas del alcance del diluvio en el nuevo continente, esto es en las antípodas de la Mesopotamia donde nació el mito diluviano.

El hallazgo de conchillas marinas en las altas montañas de Los Andes pareció demostrar con pruebas fehacientes que el mar había llegado hasta las más altas cumbres. Eso indicaba el sentido común. La realidad era otra.

Esas conchillas marinas se habían depositado en las capas sedimentarias de una cuenca oceánica que por las fuerzas tectónicas fueron arrastradas y elevadas a gran altura.

Rompecabezas geológico

Otra cuestión interesante se dio con la deriva de los continentes. Alfred Wegener planteó en 1915 que el rompecabezas de los continentes se explicaba uniéndolos de tal manera que formaran una masa única a partir de la cual se habrían fragmentado y marchado a la deriva. La similitud de las costas de África y América del Sur resultaba muy sugestiva y no podía deberse a una casualidad. Los geofísicos americanos contraatacaron diciendo que la idea podía ser muy atractiva pero que el sentido común indicaba que no existía una fuerza natural capaz de mover continentes enteros y eso descartaba su movilidad. Wegener fue desacreditado ya que su formación académica era la de un meteorólogo y climatólogo. Los argumentos geológicos, paleoclimáticos y más tarde la tectónica de placas daría finalmente la razón a Wegener.

La realidad cae del cielo

Los meteoritos fueron otro de los elementos que desafiaron el sentido común. Aristóteles primero y el cristianismo después establecieron que los cielos formaban esferas puras e incontaminadas. La caída circunstancial de objetos del espacio era considerada como algo de la propia Tierra, o sea simples piedras elevadas por algún tornado u otra fuerza que los llevaba hasta una determinada altura y luego los dejaba caer lejos de allí.

Hasta fines del siglo XVIII los intelectuales y científicos de gran reputación y seriedad se reían de los campesinos que decían que cada tanto caían metales y piedras desde el cielo.

Sin embargo en 1803 un evento obligaría a cambiar esa vieja idea. A plena luz del día, en L’Aigle (Normandía, Francia) una lluvia de meteoritos de más de 3.000 fragmentos forzó a la Academia de Ciencias de París a revisar su postura dogmática sobre la caída de rocas desde el cielo.
 El informe elaborado por Jean - Baptiste Biot demostró fehacientemente que se trataba de rocas de origen extraterrestre y ese hecho dio nacimiento a la actual ciencia de los meteoritos.
 El origen del famoso meteorito metálico de Campo del Cielo en la llanura chaqueña también fue motivo de especulación. Los españoles pensaron que era una mina de plata, otros que se había criado allí mismo en la tierra y finalmente estaban los que sostenían que fue expulsado por algún volcán de la cordillera.
 En esta historia terciaron entre otros, el médico escocés radicado en Salta Joseph Redhead y el sabio alemán Alexander von Humboldt.
 Una discusión parecida se dio con los famosos “bloques erráticos” cuyo misterio se resolvió cuando se comprendieron las grandes glaciaciones que afectaron territorios a miles de kilómetros de donde hoy se encuentran concentrados los casquetes polares. En cuanto a los meteoritos, una vez aceptado su origen extraterrestre, sólo se daban por reales los de pequeño tamaño. Ni soñar que del cielo pudieran caer bloques del tamaño de una montaña. Hoy se sabe que la Tierra fue bombardeada a lo largo del tiempo geológico por grandes asteroides que extinguieron porcentajes importantes de la biota y dejaron su marca en forma de cráteres de impacto.
 La extinción de los dinosaurios y el cráter de impacto de Chicxulub (México), originado por un meteorito de 10 km de diámetro, son el mejor ejemplo. Lo mismo pasaba con la Luna. Nadie se atrevía a afirmar que los cráteres que se veían en la Luna no eran sino de origen volcánico. Era puro sentido común. Sin embargo Wegener, Chamberlain y finalmente Shoemaker terminaron por demostrar que en su mayoría son cráteres de un bombardeo meteorítico que se remonta a miles de millones de años atrás.
 Los ejemplos se multiplican en todas las ciencias. 
La física cuántica, la teoría de la relatividad, la cosmología del Big Bang y otros marcos teóricos desafían abiertamente el sentido común.
 El físico teórico Richard Feynman, uno de los padres de la bomba atómica, señalaba que la naturaleza misma es absurda al sentido común.
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