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El crimen impune de la AMIA exhibe un país frágil y sin rumbo

Domingo, 21 de julio de 2019 01:07

Los atentados que destruyeron la Embajada de Israel y la AMIA son testimonio de la capacidad humana de causar daño y de utilizar la muerte como instrumento político. Ambos hechos, ocurridos en Buenos Aires en 1992 y 1994, son capítulos sombríos de nuestra historia, por la sangre inocente que derramaron y por la irrupción de la violencia racista en una Nación que desde su origen se esmeró en incluir en su sociedad y en su Estado de Derecho a todos los habitantes de su territorio.

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Los atentados que destruyeron la Embajada de Israel y la AMIA son testimonio de la capacidad humana de causar daño y de utilizar la muerte como instrumento político. Ambos hechos, ocurridos en Buenos Aires en 1992 y 1994, son capítulos sombríos de nuestra historia, por la sangre inocente que derramaron y por la irrupción de la violencia racista en una Nación que desde su origen se esmeró en incluir en su sociedad y en su Estado de Derecho a todos los habitantes de su territorio.

La Argentina atribuyó formalmente ambos crímenes al Estado teocrático de Irán.

Desde la revolución chiíta de 1979, el régimen gobernado por los ayatollah se presentó ante el mundo como enemigo acérrimo de Estados Unidos, potencia a la que denominó el Gran Satán, y sostuvo como objetivo nacional la destrucción de Israel.

Junto con la república árabe de Siria, controla a la organización Hezbollah, libanesa, a la que se sindica como abanderada de la Jihad, o guerra santa.

Los informes de los servicios de inteligencia argentinos y extranjeros, la conducta de algunos diplomáticos de Teherán, la identidad del conductor suicida y los testimonios de numerosas organizaciones del mundo, incluso algunas vinculadas al terrorismo fundamentalista, coincidieron en señalar a aquel país como responsable. La hipótesis de la participación siria en esos ataques se descartó por dos razones: por una parte, Damasco y Tel Aviv mantenían por entonces intensas negociaciones de paz; por otra, el gobierno encabezado por Carlos Menem había suspendido acuerdos comerciales, que incluían la provisión de material nuclear con fines pacíficos a Irán.

Esto ocurrió en momentos en que la implosión soviética había dejado a Estados Unidos como la aparentemente única potencia de un mundo unipolar y la Argentina había optado por un alineamiento explícito y radicalizado, en lo que se llamó "relaciones carnales".

La guerra terrorista tiene como teatro de operaciones al mundo entero. Irán nunca reconoció la participación de sus funcionarios en los atentados, pero tampoco los repudió.

La comunidad judía jamás dudó de la autoría iraní.

Transcurridos 25 años de la destrucción de la AMIA, el balance es muy preocupante y exhibe las enormes inconsistencias del Estado argentino.

En primer lugar, ninguna nación puede vivir y crecer en paz y armonía sin una visión realista del mundo y sin un perfil definido como Nación, sustentable a través de los gobiernos.

La Argentina es imprevisible.

Irán es un país poderoso de Medio Oriente que desafía no solo a Israel, sino también a Arabia saudita, en un contexto en el que los grupos terroristas se camuflan en las distintas vertientes de la cultura islámica para desarrollar una guerra no convencional que convierte a esa región en un polvorín.

Se trata de un régimen que irrita, preocupa y genera discrepancias entre los países desarrollados.

La diplomacia argentina actuó siempre con imprudencia, haciendo negocios nucleares que luego no concretó, denunciando luego en la ONU a Teherán por los atentados, sin lograr nunca la extradición de los funcionarios acusados y cerró finalmente un acuerdo con ese régimen, que se aprobó con los votos del oficialismo y no contó con el imprescindible consenso del Congreso de la Nación. Al mismo tiempo, la investigación judicial argentina fracasó en la identificación de la conexión local, nunca generó confianza entre la comunidad judía, y el juez Juan Galeano y dos fiscales fueron condenados por supuesto encubrimiento.

Las intrigas y la falta de profesionalidad de los servicios de inteligencia embarraron todo el proceso y todo culminó de la peor manera, con el asesinato del fiscal Alberto Nisman, cuya investigación fue obstruida por el Ministerio Público.

La tragedia de la AMIA es parte y símbolo de la tragedia nacional; es la muestra de una grieta muy profunda que divide a los argentinos en posiciones antagónicas y que no permite diferenciar entre Estado, gobierno y facciones.

Una fractura lacerante que es necesario corregir, porque nos impide crecer como nación y como sociedad.

 

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