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Evita, el mito y la feminidad

Sabado, 17 de agosto de 2019 00:00

Mucho se ha escrito sobre Eva Perón. Ahí están las biografías: Marysa Navarro, Libertad Demitrópulos, Pavón Pereyra, Borrón y Vacca, Fermín Chávez y las novelas producidas en su mayoría por hombres, como Santa Evita, La novela de Perón, La pasión según Eva o el cuento Esa mujer, de Rodolfo Walsh.

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Mucho se ha escrito sobre Eva Perón. Ahí están las biografías: Marysa Navarro, Libertad Demitrópulos, Pavón Pereyra, Borrón y Vacca, Fermín Chávez y las novelas producidas en su mayoría por hombres, como Santa Evita, La novela de Perón, La pasión según Eva o el cuento Esa mujer, de Rodolfo Walsh.

Sin duda alguna, estos textos narrativos representan al personaje desde miradas masculinas. Todos ellos sitúan a Evita en el rol que el discurso hegemónico asigna a las mujeres: santa, heroína, esposa abnegada o, mujer-objeto, codiciada por el deseo masculino, cuerpo de placer y goce, cuerpo que puede ser poseído, enajenado, invadido, maltratado, como ocurre con el cuerpo muerto de Eva Perón, sometido a todos los ultrajes posibles, como aparece en la novela de Eloy Martínez y en el cuento de Walsh ( cuerpo-mujer-objeto-botín de guerra-trofeo).

Sin embargo hay algo en Evita, por supuesto, que solamente es accesible a las mujeres, precisamente su condición femenina, su biología, su alma y sus deseos de mujer, la relación con la madre, con las otras mujeres, con las hermanas y la primera esposa de Perón, Aurelia Tizón (Potota), quien también murió de cáncer de útero a los 30 años ( según los papeles con los que se casó, María Eva Duarte habría nacido en Los Toldos en 1922 y no en 1919, de modo tal que en 1952, año de su muerte, también tenía 30 años), sus fantasías y sus dolores, sufrimientos ignotos y enigmáticos del alma de las mujeres. Pero también está la otra Evita, la actriz, la amiga de los poetas, la enamorada del cine y del teatro, facetas que muestran que no era una mujer vulgar.

La ausencia del padre

María Eva Duarte era la quinta hija de Juana Ibarguren y Juan Duarte, un importante hacendado de Chivilcoy. Juan Duarte estaba casado con Estela Grisolía y mantuvo durante años una doble familia. Al poco tiempo de nacer Evita, se alejó de Juana Ibarguren para dedicarse a su familia legítima. En 1926, Duarte murió en un accidente automovilístico y su velatorio fue traumático para Evita ya que las hermanas legítimas no aceptaron la presencia de los hijos naturales de su padre. Eva era la menor, la que menos conoció a ese padre distante. Las hermanas mayores Blanca, Elisa y Erminda seguramente deben de haber tenido más trato con él. Un poco mayor que ella era Juancito, el único varón de la familia y con el que mantendría siempre una especial relación. En 1935, cuando Evita viaja a Buenos Aires para probar suerte como artista de teatro, su hermano, que estaba haciendo el servicio militar, la recibe en Retiro. Juana Ibarguren era hija de Petronia Núñez, de viejas familias criollas, vinculadas con el fuerte de Junín, donde fuera comandante el celebérrimo abuelo de Borges, aquel Francisco Borges, inmortalizado por la devota escritura de su nieto.

Predominio de un nombre: la madre Juana, el padre Juan, el hermano Juan y finalmente el hombre que cambió su vida Juan Perón, también determinado por ese nombre, ya que su abuelo materno se llamaba Juan Sosa y su madre Juana Sosa. Tantos Juanes y Juanas. Tal vez Evita debería haberse llamado Juana como su madre, Juana Ibarguren ya que el apellido Duarte fue para ella una especie de pesadilla. Finalmente, la historia, el destino y los fantasmas quisieron que su sitio de descanso definitivo fuera el Panteón de la Familia Duarte en el Cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires.

Sin duda, Perón, pasaría a ocupar el lugar de Juan Duarte. Casi veinticinco años mayor que Eva, Juan Perón estaba más cercano a la generación de Juana Ibarguren que a la de Evita. De este modo, la constelación padre, madre, hija se repetía en esa relación donde Evita terminó identificándose con la mujer legal, la primera mujer de Perón, Aurelia Tizón, una culta señorita de la burguesía porteña, maestra, y que estudiaba pintura en el Prilidiano Pueyrredón. Aurelia Tizón (Potota o Preciosa para los íntimos) murió también a causa de un cáncer de útero a los 30 años, como ya dijimos. De este modo, Evita ocupará el lugar de "esposa legal" que le había sido negado a su madre.

La nueva identidad

En sus memorias, recogidas en el libro La razón de mi vida(1951) opta por la identidad de "Evita", la descamisada, la mujer luchadora y humilde que estará siempre al lado del líder, en lugar de "Eva Perón", la primera dama, la mujer de elevada posición y poder. Esa confesión nos acerca al núcleo de un problema: Evita por un lado desea ser Juana Ibarguren para ocupar su lugar en el amor del padre, pero por esa vía desemboca en la negación del padre. No puede ser una Duarte legítima. Sin embargo, por otro lado, se identifica con Aurelia Tizón, la primera mujer de Perón, ya que muere de la misma enfermedad y a la misma edad, pues es sabido que se alteraron las fechas de nacimiento en el Registro Civil de Junín, donde Evita aparece con tres años menos. ¿Por qué se alteró esa fecha? Sin duda porque su madre había ya roto con Juan Duarte y de esa manera, Evita agregaba algo a su compleja existencia: podía pensarse que NO era hija de Juan Duarte. Sin embargo este camino la acercaba a la mujer legal, a Aurelia (Potota) Tizón ya que, según los papeles alterados, Eva moriría exactamente a los 30 años como aquella. De este modo el entrecruzamiento entre “mujer legal” y “mujer ilegal” se resuelve en la muerte de la Eva Perón de los papeles, del acta de matrimonio, a los 30 años como la “otra mujer” y la muerte de la Evita del pueblo (la verdadera), aquella nacida de la unión ilegítima de Juan Duarte y Juana Ibarguren, en l919. La cuestión de la legalidad e ilegalidad se refuerza con un dato que aporta el mismo Perón en su libro Del poder al exilio, donde afirma que se casa con Eva Duarte en La Plata, en el otoño de 1945, cuando en realidad se casaron en plena primavera, en diciembre de ese año. Tal vez, de esta manera, Perón trataba de rescatar a su mujer de las habladurías de la burguesía porteña que veía con malos ojos que una actriz joven se hubiera ido a vivir con un militar de tanto poder.

Marysa Navarro señala algunos hechos en la infancia de esta importante mujer que explicaría su compleja y rica personalidad. Uno de esos hechos es el de haberse quemado la cara con aceite hirviendo cuando solamente tenía cuatro años. Erminda Duarte cuenta en su libro Mi hermana Evita (1972), citado por Navarro, cómo la pequeña María Eva se volvía negra por las quemaduras. Juana Ibarguren le ató las manos a “la Cholita”, como le decían familiarmente, para que no se tocara las heridas y al cabo de los meses, en una noche de lluvia, la niña cambió totalmente la piel. De este modo, surgió ese cutis transparente, de alabastro y cristal, que los fotógrafos admiraban. Pedro Ara, el médico español que tuvo a su cargo el embalsamamiento de su cuerpo, afirma que jamás había visto una piel tan blanca y tan perfecta. Esa especie de “renacimiento”, de metamorfosis de crisálida, casi misterioso y mágico, se completa con otro acontecimiento de su vida infantil y que contribuiría a formar aquello que la distinguiría. Como todos los niños de la época, Eva participaba de los juegos con sus hermanos Juancito y Erminda (los menores), corría con su perro León, iba a la escuela, se disfrazaba para los Carnavales con los trajes que le cosía su madre (Juana Ibarguren trabajaba en su Singer para mantener a la familia luego de que Duarte los abandonara) y para la fiesta de Reyes esperaba sus regalos. Un año había pedido una muñeca muy grande y demasiado cara para el magro presupuesto de doña Juana, quien logró comprar una muñeca semejante pero mucho más barata ya que le faltaba una pierna. La niña María Eva se sintió muy feliz con el regalo, las hermanas le hicieron a la muñeca un largo vestido para disimular el defecto y Evita jugó con esa muñeca durante mucho tiempo. Símbolo de que algo falla, que algo cojea, más allá de la belleza y la armonía.

En las sencillas casas (primero en Los Toldos y luego en Junín) donde vivió Evita en su infancia (la familia se mudó muchas veces), se escuchaban las canciones infantiles, la máquina de coser de Juana Ibarguren y el ruido de la vajilla para los pensionistas. Era un mundo femenino, regido por doña Juana que nos recuerda el ámbito de narraciones de Julio Cortázar (“Final del juego”) y Manuel Puig (“Boquitas pintadas”). Las hermanas de Evita, Blanca, Elisa y Erminda, se casaron con algunos de esos pensionistas, el doctor Justo Álvarez Rodríguez, hermano del Rector del Colegio Nacional de Junín, el mayor Alfredo Arrieta y Orlando Bertolini, quien ejercerá numerosos cargos durante el gobierno de Perón. Blanca se había recibido de maestra en la Escuela Normal de Junín, Elisa trabajaba en el Correo y Erminda se graduó en el Comercial. En esa constelación familiar, típica de la clase media provinciana y que desmiente las aberraciones e infamias que se tejieron, Evita soñaba con ser actriz, con el teatro y el cine.

Y partió a Buenos Aires en 1935, el año en que murió Gardel, para inaugurar otra historia argentina, cerca na a la leyenda y al mito.

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