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El Estado laico, entre el Milagro y la Pacha

Viernes, 13 de septiembre de 2019 00:59

El mundo vive un tsunami cultural, cuyos resultados son inciertos. Es más, nadie puede predecirlos. Pero desde Trump y Putin a Maduro y los populistas europeos, hay muchos indicios de que asoman nuevos autoritarismos. Y nuestra provincia es un escenario privilegiado para esa tormenta. Salta, que aún guarda cierta impronta del virreinato del Perú, afronta - sin rumbo y abrumada por demagogia- la pobreza y una ensordinada violencia social propias de una economía postergada y periférica. En esta fiesta del Milagro, las contradicciones se vuelven muy visibles.
En los últimos años, la educación salteña ocupó un lugar trascendente en el debate nacional por temas como la enseñanza religiosa y la educación sexual, que deberían estar zanjados y no lo están.
El máximo tribunal de la Nación declaró, tras un resonante trámite, la inconstitucionalidad de la enseñanza religiosa en las escuelas de gestión pública. Así planteado, parece un viaje al pasado. La enseñanza laica se instauró en el país hace casi un siglo y medio para garantizar plena inclusión en una sociedad plural. La Constitución salteña de 1986 contempló la educación religiosa de acuerdo con el credo de cada familia en las instalaciones escolares. La ley de Educación de 2008 modificó esa orientación plural al incorporar la religión en la currícula, en horario escolar, y habilitar el pago de sueldos a los catequistas.
En Salta hay una muy fuerte religiosidad, pero muchos credos, creencias y supersticiones. La Iglesia Católica tiene un peso tradicional, apuntalado no solo en la herencia hispánica, sino también en la solidez de su visión teológica, en su organización y en la predisposición de las familias a bautizar a sus hijos. Pero también hay cultos históricos, como los judíos, los anglicanos, protestantes y ortodoxos; y decenas de miles de feligreses militantes de comunidades evangélicas, de Testigos de Jehová y mormones.
Pretender una educación confesional es una muestra de autoritarismo. La educación y el Estado deben ser laicos.
Pero en este punto es necesario ser coherentes: que el Senado suspenda las sesiones por la celebración del Milagro es una mala señal, pero que el Concejo Deliberante celebre una misa en el recinto suena tan inconstitucional como la enseñanza religiosa.
La idea de una educación laica es aplicable a todo el Estado y supone aceptar la realidad plural de la sociedad, y la convicción de que el conocimiento humano se fundamenta en la ciencia y no en la creencia.
Pero no solo la dirigencia clásica recae en el clericalismo.
Hace unos días se celebró en una escuela estatal de Santa Victoria un acto cultural en homenaje a la Pachamama. El argumento es “la cultura andina incorporada”. Por más que sea simpático, es un culto animista y panteísta propio de las culturas paleo y neolíticas. Los alumnos de Santa Victoria viven en un planeta que no debería admitir teocracias, aunque el pensamiento mágico persiste (y es poco recomendable). Con signos opuestos, el discurso indigenista coincide con los de quienes quieren una escuela católica y confesional. La religión existe y seguirá existiendo, pero en la escuela argentina de gestión pública no es legítima ninguna liturgia. La educación tiene aspectos que se reservan a la vida privada.
La inconsistencia no es patrimonio salteño. Es parte del torbellino del mundo. En su libro “La traición progresista”, el periodista argentino Alejo Schapire, radicado en Francia desde hace años, pasa revista a las distorsiones ideológicas que terminan engendrando “un nuevo orden”, en el cual se restaura la censura y se restringe la libertad de opinión en nombre de nuevos “consensos”. Así, se imponen como obligatorios nuevos lenguajes y nuevos criterios, el flamante autoritarismo llega a aberraciones como la recreación de un antisemitismo poshitleriano y la reivindicación de regímenes teocráticos, machistas, homofóbicos y terroristas como el iraní.
Ni que hablar de la fobia a la prensa. No es menor el problema. En Salta aparecen estas contradicciones (y aberraciones), simplemente, porque quienes legislan y quienes juzgan se rigen más por las modas (y por las oleadas) que por la racionalidad. Claro, ser parte de “un mundo en cambio”  no es nada fácil.
 

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El mundo vive un tsunami cultural, cuyos resultados son inciertos. Es más, nadie puede predecirlos. Pero desde Trump y Putin a Maduro y los populistas europeos, hay muchos indicios de que asoman nuevos autoritarismos. Y nuestra provincia es un escenario privilegiado para esa tormenta. Salta, que aún guarda cierta impronta del virreinato del Perú, afronta - sin rumbo y abrumada por demagogia- la pobreza y una ensordinada violencia social propias de una economía postergada y periférica. En esta fiesta del Milagro, las contradicciones se vuelven muy visibles.
En los últimos años, la educación salteña ocupó un lugar trascendente en el debate nacional por temas como la enseñanza religiosa y la educación sexual, que deberían estar zanjados y no lo están.
El máximo tribunal de la Nación declaró, tras un resonante trámite, la inconstitucionalidad de la enseñanza religiosa en las escuelas de gestión pública. Así planteado, parece un viaje al pasado. La enseñanza laica se instauró en el país hace casi un siglo y medio para garantizar plena inclusión en una sociedad plural. La Constitución salteña de 1986 contempló la educación religiosa de acuerdo con el credo de cada familia en las instalaciones escolares. La ley de Educación de 2008 modificó esa orientación plural al incorporar la religión en la currícula, en horario escolar, y habilitar el pago de sueldos a los catequistas.
En Salta hay una muy fuerte religiosidad, pero muchos credos, creencias y supersticiones. La Iglesia Católica tiene un peso tradicional, apuntalado no solo en la herencia hispánica, sino también en la solidez de su visión teológica, en su organización y en la predisposición de las familias a bautizar a sus hijos. Pero también hay cultos históricos, como los judíos, los anglicanos, protestantes y ortodoxos; y decenas de miles de feligreses militantes de comunidades evangélicas, de Testigos de Jehová y mormones.
Pretender una educación confesional es una muestra de autoritarismo. La educación y el Estado deben ser laicos.
Pero en este punto es necesario ser coherentes: que el Senado suspenda las sesiones por la celebración del Milagro es una mala señal, pero que el Concejo Deliberante celebre una misa en el recinto suena tan inconstitucional como la enseñanza religiosa.
La idea de una educación laica es aplicable a todo el Estado y supone aceptar la realidad plural de la sociedad, y la convicción de que el conocimiento humano se fundamenta en la ciencia y no en la creencia.
Pero no solo la dirigencia clásica recae en el clericalismo.
Hace unos días se celebró en una escuela estatal de Santa Victoria un acto cultural en homenaje a la Pachamama. El argumento es “la cultura andina incorporada”. Por más que sea simpático, es un culto animista y panteísta propio de las culturas paleo y neolíticas. Los alumnos de Santa Victoria viven en un planeta que no debería admitir teocracias, aunque el pensamiento mágico persiste (y es poco recomendable). Con signos opuestos, el discurso indigenista coincide con los de quienes quieren una escuela católica y confesional. La religión existe y seguirá existiendo, pero en la escuela argentina de gestión pública no es legítima ninguna liturgia. La educación tiene aspectos que se reservan a la vida privada.
La inconsistencia no es patrimonio salteño. Es parte del torbellino del mundo. En su libro “La traición progresista”, el periodista argentino Alejo Schapire, radicado en Francia desde hace años, pasa revista a las distorsiones ideológicas que terminan engendrando “un nuevo orden”, en el cual se restaura la censura y se restringe la libertad de opinión en nombre de nuevos “consensos”. Así, se imponen como obligatorios nuevos lenguajes y nuevos criterios, el flamante autoritarismo llega a aberraciones como la recreación de un antisemitismo poshitleriano y la reivindicación de regímenes teocráticos, machistas, homofóbicos y terroristas como el iraní.
Ni que hablar de la fobia a la prensa. No es menor el problema. En Salta aparecen estas contradicciones (y aberraciones), simplemente, porque quienes legislan y quienes juzgan se rigen más por las modas (y por las oleadas) que por la racionalidad. Claro, ser parte de “un mundo en cambio”  no es nada fácil.
 

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