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Aprender del pasado y mirar al futuro 

Sabado, 17 de octubre de 2020 04:14

Hace 75 años, el país y el mundo vivían un cambio profundo. El impacto que en nuestra política doméstica tuvo la irrupción del peronismo eclipsa los acontecimientos que se precipitaron ese año. En julio y agosto, en la localidad alemana de Postdam, deliberaron los líderes de las potencias victoriosas de la Segunda Guerra Mundial, tomando decisiones que influirían hasta nuestros días. Y pocos días después, Hiroshima y Nagasaki sufrían el epílogo (o el corolario) de 30 años de masacres y genocidios. La marcha del 17 de octubre de 1945 muestra en el centro de la escena nacional a Juan Domingo Perón, que además de su carisma, su experiencia en el exterior y su formación militar, tenía visión de futuro y una fina percepción de ciertos fenómenos inquietantes. Entre ellos, una generación de obreros y empleados que comenzaban a demandar trabajo estable y humanizado. Mientras Europa construía un estado de bienestar que hoy podríamos llamar socialdemocracia, Perón diseñó la comunidad organizada, cuya concepción parecía extraída de la Encíclica Rerum Novarum, de 1892.
La crudeza de la revolución industrial había acorralado a los “proletarios del mundo”, pero el comunismo era una fuerza que, en la Argentina, atemorizaba a la burguesía pero no daba respuesta a los trabajadores. Con Perón los trabajadores alcanzaron el protagonismo político. El peronismo no fue un movimiento clasista, pero se inspiró en un principio: “la organización vence al tiempo”. La CGT fue, por eso, la columna vertebral del peronismo.
Por su experiencia como agregado militar en la Europa de entreguerras, él supo construir un discurso reivindicatorio, cuidadosamente diseñado, que contó con el acompañamiento de comunicadores excepcionales, pero sobre todo con una figura nacida para convertirse en un mito internacional: Evita encarnó las reivindicaciones populares con una naturalidad inigualable, porque ella provenía de la pobreza, la postergación y el sufrimiento. El amor que ambos, Perón y Eva, generaron en los sectores populares no fue mito. Las expectativas - “donde hay una necesidad hay un derecho” - exageradas.
El estatismo, la falta de un proyecto de creación de industria pesada y la confrontación con el campo fueron decisiones estratégicas cuyos resultados no coincidieron con la dimensión de las promesas.
 Por otra parte, la tendencia a buscar culpables según ideología o clase social, o la retórica de confrontación con el extranjero fueron la contrapartida del sectarismo de los antiperonistas, que no asistieron a la asamblea legislativa el 4 de junio de 1946, cuando Perón asumió su primera presidencia, que lo descalificaron sin matices y con agravios en una confrontación que incluyó atentados, cárceles y persecuciones políticas. 
Evidentemente, la democracia representativa no logró consolidarse en la Argentina desde 1912, cuando se sancionó la Ley Sáenz Peña.
 El 17 de octubre de 1945, Perón se constituyó en líder porque así lo ungió el sector más postergado de la sociedad, que había creído en él por lo que hizo como vicepresidente y como ministro de Trabajo. Diez años más tarde, la iglesia Católica convocó a radicales, conservadores, socialistas y comunistas para convertir en marcha opositora a la procesión de Corpus Christie, el 11 de junio. Cinco días después, el bombardeo de la aviación naval sobre la Plaza de Mayo constituyó el crimen político más grande de nuestra historia. Perón pasó casi 18 años en el exilio. En ese período, ni Arturo Illia ni Arturo Frondizi pudieron concluir sus mandatos. Y los gobiernos militares, sin excepción, dejaron una huella dictatorial.
Perón volvió en 1972. El país estaba envuelto en llamas. La presidencia de Héctor Cámpora era insostenible. Perón intentó construir un gobierno de unidad con Ricardo Balbín. No pudo ser, pero ambos líderes dejaron un ejemplo de convivencia cívica. La fórmula que Perón compartió con María Estela, su esposa, logró la mayor victoria electoral de nuestra historia. La izquierda montonera la opacó dos días después matando a José Rucci, líder de la CGT y mano derecha de Perón. No fue un muerto más. El caudillo no se sentía en condiciones de salud como para gobernar. Murió ocho meses después y, con él, murió el peronismo. Los trabajadores que 29 años antes se habían movilizado para ungirlo como líder lo lloraron en el Congreso. 
Su muerte coincidió con otro cambio histórico: la crisis del petróleo que reconfiguró la economía mundial. Ni el gobierno de Carlos Menem ni el kirchnerismo lo reencarnaron. El nombre de peronismo da prestigio, pero el mundo es distinto, y los dirigentes, también. Perón tenía experiencia en el exterior, percepción de las necesidades y estrategia, que adosados a su carisma le permitieron una proyección excepcional. Eso le falta a la política de estos días.
Su figura cobró dimensión histórica, y todas las figuras históricas son discutidas. La academia identifica a su liderazgo como paradigma de populismo, un término polivalente. Las militancias prefieren invocar a Evita, a quien se le atribuyen identidades feministas o socialistas que ella jamás representó. Es la Evita de la memoria, no de la historia. 
 Casual y paradójico: desde la muerte de Perón la pobreza se sextuplicó y el desocupado desplazó al trabajador como protagonista político. Muy lejos de “esa Argentina grande” que se exaltaba en la marcha. Es otra Argentina, que a partir de la experiencia peronista debería aprender a mirar al futuro.
 

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Hace 75 años, el país y el mundo vivían un cambio profundo. El impacto que en nuestra política doméstica tuvo la irrupción del peronismo eclipsa los acontecimientos que se precipitaron ese año. En julio y agosto, en la localidad alemana de Postdam, deliberaron los líderes de las potencias victoriosas de la Segunda Guerra Mundial, tomando decisiones que influirían hasta nuestros días. Y pocos días después, Hiroshima y Nagasaki sufrían el epílogo (o el corolario) de 30 años de masacres y genocidios. La marcha del 17 de octubre de 1945 muestra en el centro de la escena nacional a Juan Domingo Perón, que además de su carisma, su experiencia en el exterior y su formación militar, tenía visión de futuro y una fina percepción de ciertos fenómenos inquietantes. Entre ellos, una generación de obreros y empleados que comenzaban a demandar trabajo estable y humanizado. Mientras Europa construía un estado de bienestar que hoy podríamos llamar socialdemocracia, Perón diseñó la comunidad organizada, cuya concepción parecía extraída de la Encíclica Rerum Novarum, de 1892.
La crudeza de la revolución industrial había acorralado a los “proletarios del mundo”, pero el comunismo era una fuerza que, en la Argentina, atemorizaba a la burguesía pero no daba respuesta a los trabajadores. Con Perón los trabajadores alcanzaron el protagonismo político. El peronismo no fue un movimiento clasista, pero se inspiró en un principio: “la organización vence al tiempo”. La CGT fue, por eso, la columna vertebral del peronismo.
Por su experiencia como agregado militar en la Europa de entreguerras, él supo construir un discurso reivindicatorio, cuidadosamente diseñado, que contó con el acompañamiento de comunicadores excepcionales, pero sobre todo con una figura nacida para convertirse en un mito internacional: Evita encarnó las reivindicaciones populares con una naturalidad inigualable, porque ella provenía de la pobreza, la postergación y el sufrimiento. El amor que ambos, Perón y Eva, generaron en los sectores populares no fue mito. Las expectativas - “donde hay una necesidad hay un derecho” - exageradas.
El estatismo, la falta de un proyecto de creación de industria pesada y la confrontación con el campo fueron decisiones estratégicas cuyos resultados no coincidieron con la dimensión de las promesas.
 Por otra parte, la tendencia a buscar culpables según ideología o clase social, o la retórica de confrontación con el extranjero fueron la contrapartida del sectarismo de los antiperonistas, que no asistieron a la asamblea legislativa el 4 de junio de 1946, cuando Perón asumió su primera presidencia, que lo descalificaron sin matices y con agravios en una confrontación que incluyó atentados, cárceles y persecuciones políticas. 
Evidentemente, la democracia representativa no logró consolidarse en la Argentina desde 1912, cuando se sancionó la Ley Sáenz Peña.
 El 17 de octubre de 1945, Perón se constituyó en líder porque así lo ungió el sector más postergado de la sociedad, que había creído en él por lo que hizo como vicepresidente y como ministro de Trabajo. Diez años más tarde, la iglesia Católica convocó a radicales, conservadores, socialistas y comunistas para convertir en marcha opositora a la procesión de Corpus Christie, el 11 de junio. Cinco días después, el bombardeo de la aviación naval sobre la Plaza de Mayo constituyó el crimen político más grande de nuestra historia. Perón pasó casi 18 años en el exilio. En ese período, ni Arturo Illia ni Arturo Frondizi pudieron concluir sus mandatos. Y los gobiernos militares, sin excepción, dejaron una huella dictatorial.
Perón volvió en 1972. El país estaba envuelto en llamas. La presidencia de Héctor Cámpora era insostenible. Perón intentó construir un gobierno de unidad con Ricardo Balbín. No pudo ser, pero ambos líderes dejaron un ejemplo de convivencia cívica. La fórmula que Perón compartió con María Estela, su esposa, logró la mayor victoria electoral de nuestra historia. La izquierda montonera la opacó dos días después matando a José Rucci, líder de la CGT y mano derecha de Perón. No fue un muerto más. El caudillo no se sentía en condiciones de salud como para gobernar. Murió ocho meses después y, con él, murió el peronismo. Los trabajadores que 29 años antes se habían movilizado para ungirlo como líder lo lloraron en el Congreso. 
Su muerte coincidió con otro cambio histórico: la crisis del petróleo que reconfiguró la economía mundial. Ni el gobierno de Carlos Menem ni el kirchnerismo lo reencarnaron. El nombre de peronismo da prestigio, pero el mundo es distinto, y los dirigentes, también. Perón tenía experiencia en el exterior, percepción de las necesidades y estrategia, que adosados a su carisma le permitieron una proyección excepcional. Eso le falta a la política de estos días.
Su figura cobró dimensión histórica, y todas las figuras históricas son discutidas. La academia identifica a su liderazgo como paradigma de populismo, un término polivalente. Las militancias prefieren invocar a Evita, a quien se le atribuyen identidades feministas o socialistas que ella jamás representó. Es la Evita de la memoria, no de la historia. 
 Casual y paradójico: desde la muerte de Perón la pobreza se sextuplicó y el desocupado desplazó al trabajador como protagonista político. Muy lejos de “esa Argentina grande” que se exaltaba en la marcha. Es otra Argentina, que a partir de la experiencia peronista debería aprender a mirar al futuro.
 

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