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Auge del ciberdelito y fakenews en pandemia

Viernes, 30 de octubre de 2020 02:33

Las denuncias por delitos informáticos han aumentado hasta un 80% durante el período de aislamiento social obligatorio en nuestro país. Paralelamente, la desinformación a través de noticias falsas y contenidos con discursos de odio avanzan sin control legal alguno.

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Las denuncias por delitos informáticos han aumentado hasta un 80% durante el período de aislamiento social obligatorio en nuestro país. Paralelamente, la desinformación a través de noticias falsas y contenidos con discursos de odio avanzan sin control legal alguno.

Delitos informáticos

Se entiende por delitos informáticos a aquellas conductas ilícitas que se cometen a través del uso de tecnologías informáticas y de comunicación (TIC), sea que dicho medio sea necesario para consumarlas (en sentido estricto) o bien, sin ser necesario, se haya utilizado para su comisión (en sentido amplio).

En nuestro país, los delitos informáticos son regulados por la Ley 26.388 como así también por la Convención de Budapest sobre Ciberdelitos (Ley 27.411), siendo ambos instrumentos los que definen qué conductas deben ser penadas. Entre ellas, destacamos las infracciones contra la confidencialidad, la integridad y la disponibilidad de los datos y sistemas informáticos (vgr. hacking o acceso indebido y cracking o daño informático), la estafa informática, y las infracciones relativas al contenido (vgr. pornografía infantil y violación a derechos de propiedad intelectual).

Evolución normativa

Pese al avance legislativo en la materia desde 2008 al presente, el mismo ha resultado demasiado lento, y no ha sido más que una mera declaración de buenas intenciones en la lucha contra el ciberdelito, puesto que no han existido prácticamente medidas legislativas o de otra índole propias de los Estados Nacional y Provinciales que permitan una investigación penal eficaz. Dicho de otro modo, se ha dictado una ley que establece cuáles son los delitos informáticos, pero no se ha formado una estructura de recursos humanos y tecnológicos para combatirlos.

Es recién a fines de 2017 que la Argentina se adhiere a la Convención de Budapest, y que se obliga formalmente frente a la comunidad internacional a tomar medidas más profundas, entre las cuales se destacan la cooperación y colaboración transfronteriza a través de redes con permanente disponibilidad y la adopción de medidas procesales vinculadas a la recolección de pruebas informáticas. En relación a este último punto, no obstante, cabe mencionar que la Argentina aún no cuenta con una ley nacional (en rigor, existe la Ley 25.783, pero fue declarada inconstitucional en el fallo "Halabi" por la Corte Suprema de Justicia de la Nación) que permita obligar a los prestadores de servicios de Internet a conservar datos de las conexiones de sus usuarios para una posterior remisión a los distintos Ministerio Públicos o a los Poderes Judiciales, sean de orden federal o provincial, lo cual significa que cualquier empresa privada puede negarse a colaborar con una investigación penal en la cual es necesaria, por ejemplo, la geolocalización de un ciberdelincuente.

Va de suyo resaltar que sin una herramienta tan básica como ésta, no hay investigación penal posible.

El crecimiento delictivo

La vinculación entre aislamiento y mayor índice de ciberdelincuencia parece explicarse a priori de manera sencilla: se debe a un aumento exponencial del volumen de las transacciones comerciales y del consumo de contenido prohibido. En otras palabras, el aislamiento social produce mayores interacciones en Internet, y ese mayor tráfico se traduce en más denuncias de conductas ilícitas. Por ejemplo, en materia de delitos informáticos vinculados con el contenido, tal el caso de los delitos de explotación sexual infantil, los números han resultado preocupantes: en marzo de este año registró a nivel nacional un total de 2.692 casos, mientras que en abril fueron 4.879 y en mayo 4.175; lo que significó un aumento del 80 % entre el primer y segundo mes; y del 55 % entre el primero y el tercero.

Si bien esta explicación suena bastante racional, no podemos afirmar con seguridad que la comisión de una mayor cantidad de delitos informáticos se vea inmediatamente impactada en el número de denuncias que forman parte de la estadística oficial.

De hecho, una tendencia contraria a la lógica se da en el ámbito empresarial, en particular en el sector financiero y bancario, donde la gran mayoría de incidentes de seguridad no se denuncian por temor a la pérdida de confianza de sus clientes, y tratan de resolverlos interna y confidencialmente, aún cuando las pérdidas económicas pueden ser considerables.

Otras posibles explicaciones parciales del incremento delictivo en el mundo virtual sostienen que, por ejemplo, en materia de estafas informáticas, suplantación de identidad y robo o secuestro de datos, muchas organizaciones criminales de delitos como el narcotráfico, venta de armas o tráfico de personas, al existir mayor presencia estatal en el control de la circulación física de personas y cosas, apuestan y emprenden en el negocio delictivo informático, donde la inversión es baja, las ganancias son tentadoras y la monetización instantánea.

Noticias falsas y desinformación

En lo que refiere a ciertas conductas cuya ilicitud es debatida permanentemente en todas las democracias occidentales, esto es, la confección y propagación de noticias falsas (fake news) y discursos de odio (hate speech), cabe destacar que si bien no constituyen delito en la Argentina, si se encuentran penadas en jurisdicciones como Francia y Alemania.

Su aumento durante la pandemia, del cual obviamente no existen registros ni estadísticas oficiales pero sí una abrumadora evidencia en redes sociales, donde es obvia la intencionalidad de ciertos contenidos patrocinados, también puede explicarse por dos grandes causas: 
a) es una herramienta de moda para influir en la política, sobre todo luego de su probado éxito en las pasadas elecciones norteamericanas y en el referéndum de Gran Bretaña para salir de la Unión Europea (Brexit),
 b) salvo los países citados, no existe legislación específica ni control estatal dada la vigencia de leyes que protegen la libertad de expresión y prohiben la censura previa en Internet.
Debe advertirse que esta última causa es un arma de doble filo para las democracias débiles con tendencias hacia el autoritarismo, dado que, por un lado, una falta de control camuflada de abstencionismo estatal motivado por el respeto a la libre expresión significa vía libre para que el propio Estado genere y propague fake news y discursos de odio, mientras que, por otro lado, implementar una legislación del tipo europeo y traspolarla a una realidad de concentración de poder, significa la obtención de un férreo control del contenido que circula por la red, y, de esta forma, la facultad de censurar a la oposición o bien de influir notoriamente en la opinión pública.
En nuestro país, hace unos pocos días, se anunció la creación del Observatorio de la Desinformación y la Violencia Simbólica en Medios y Plataformas Digitales (conocido como “Nodio”), y ya ha generado preocupación entre organizaciones como la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa) y la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Por el momento, nos cuesta entender porqué se creó un órgano sin una legislación de fondo dictada por el Congreso -entendemos que sería el único órgano facultado para regular derechos de base constitucional- que determine qué contenidos serán susceptibles de control, de qué forma, qué procedimiento debe seguirse ante una infracción, qué penas aplicar, entre tantas garantías que debieran existir para que la desinformación no sea un concepto variable.

Conclusiones

Los desafíos que plantean los delitos informáticos y las noticias falsas en cuanto a su regulación legislativa y una eventual aplicación ulterior se vieron agravados por el aislamiento social, puesto que la repentina asimilación que debimos hacer de las TICs a prácticamente todos los ámbitos de nuestras vidas, aceleró cualquier plazo -si es que existe alguno- para estar a la altura de la era digital -si es que alguna vez podremos estar al día-. 
Ahora bien, esa improvisada preparación, cuyos flojos resultados vemos a diario en la realidad nacional y local en materia de telemedicina, educación a distancia, gobierno y justicia electrónica, medios de pago virtuales, teletrabajo, comercio electrónico, entre otras áreas donde la tecnología es excluyente, no puede resignarnos a pensar que el futuro es mañana, y que cuando vuelva todo a la normalidad -lo cual no pasará, al menos tal como la concebíamos a comienzos del presente año-, habremos solucionado todo. Aún así, el optimismo es el oro del caótico siglo XXI.

* John Grover Dorado (h) es abogado y Magister en Derecho de las TIC (Hannover, Alemania)
 

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