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El populismo se extiende y socava la democracia

Domingo, 15 de noviembre de 2020 02:16

El mundo observa con asombro y descreimiento la resistencia de Donald Trump a aceptar una derrota electoral, que es evidente. Sin embargo, genera mayor preocupación aún su negativa para iniciar la necesaria transición republicana de un gobierno a otro.
Ese trámite es imprescindible, porque si bien el mandato del actual presidente concluye el 20 de enero, hasta entonces, el equipo de gobierno del presidente electo, Joe Biden, necesita interiorizarse del cuadro de situación del país que deberán administrar durante los próximos cuatro años. Además, Trump intenta aprovechar la probable mayoría republicana en el Senado para obstruir no solo la gestión de su sucesor sino, incluso, condicionar las designaciones de los próximos ministros. Probable, porque falta definir los senadores de Georgia.
No se trata de una cuestión psicológica o de las limitaciones políticas de un megalómano, como algunos observadores señalan, sino del desconocimiento de los límites que impone a todo dirigente el sistema democrático. Es decir, una estrategia en la que se pone la ambición personal por sobre la ley y la nación.
Hoy, observadores de todo el mundo recomiendan no equivocarse al centrar las críticas o, simplemente, el análisis en la personalidad del presidente derrotado; de un empresario muy exitoso, que logró liderar un partido bicentenario, como el Republicano y que, durante cuatro años, presidió el país ajustándose más a su voluntad que a la ley, pero que ahora, aunque perdió la elección aumentó diez millones de votos con respecto a 2016. 
Trump es un populista, un concepto que abarca estrategias políticas de acumulación de votos a través de un líder carismático, que percibe los flancos débiles del sistema político y las demandas insatisfechas de la sociedad y promete satisfacerlos. Pero esa estrategia se apoya en la construcción de un enemigo (un sector empresario, un país rival, una etnia y, casi siempre, la prensa profesional) al que se atribuyen las causas de los males que irritan a la gente.
El populismo, en Estados Unidos, en Venezuela, en Brasil, pero también en la Argentina y en Gran Bretaña, necesita dividir a la sociedad, y tiene éxito provisorio cuando detecta problemas reales, aunque su interpretación sea, siempre, basada en la mentira.
La sociedad global enfrenta hoy insatisfacciones profundas. La percepción de “desigualdad” y la verificación de la concentración extrema de los ingresos genera tensiones en la política nacional e internacional. Esa vivencia colectiva, con rasgos de desesperación y resentimiento pone en crisis la confianza en la democracia republicana, que se sostiene en la división de poderes, el acatamiento de la ley y la clara conciencia de que el Estado no es propiedad del ocupante transitorio de una magistratura o una banca.
De este modo, muchas democracias se vuelven “democraduras”, un neologismo que hace referencia a los autoritarismos que se ejercen desde el poder obtenido por el voto popular. Hoy, el escenario mundial aparece condicionado por el crecimiento económico y tecnológico de China, un país sin democracia representativa, y en menor medida, por Rusia, donde el poder de Vladimir Putin se sustenta en un régimen autocrático. El populismo, en tanto, se multiplica gracias al quiebre de los partidos políticos tradicionales.
También en nuestro país. La resistencia a dejar el poder no es ajena a nuestra experiencia. Además, el avance del gobierno sobre la propiedad privada y las políticas basadas en la distribución arbitraria de fondos públicos generados con una presión tributaria insostenible son indicio de esa subordinación de los intereses de la nación a las mezquinas aspiraciones de la política.
Por eso, las advertencias no deben caer en saco roto. La crisis del sistema democrático representativo es real. Sobre ella, las alternativas populistas pueden lograr éxitos transitorios, pero sin solucionar los problemas de fondo. Ese es el caso de Donald Trump, y también la amenaza que se cierne sobre Joe Biden a partir del 20 de enero. 
Y, por cierto, es la realidad de nuestra región, a cuatro décadas de la recuperación progresiva de las democracias donde la pobreza y la incertidumbre alimentan el auge autoritario. 

 

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El mundo observa con asombro y descreimiento la resistencia de Donald Trump a aceptar una derrota electoral, que es evidente. Sin embargo, genera mayor preocupación aún su negativa para iniciar la necesaria transición republicana de un gobierno a otro.
Ese trámite es imprescindible, porque si bien el mandato del actual presidente concluye el 20 de enero, hasta entonces, el equipo de gobierno del presidente electo, Joe Biden, necesita interiorizarse del cuadro de situación del país que deberán administrar durante los próximos cuatro años. Además, Trump intenta aprovechar la probable mayoría republicana en el Senado para obstruir no solo la gestión de su sucesor sino, incluso, condicionar las designaciones de los próximos ministros. Probable, porque falta definir los senadores de Georgia.
No se trata de una cuestión psicológica o de las limitaciones políticas de un megalómano, como algunos observadores señalan, sino del desconocimiento de los límites que impone a todo dirigente el sistema democrático. Es decir, una estrategia en la que se pone la ambición personal por sobre la ley y la nación.
Hoy, observadores de todo el mundo recomiendan no equivocarse al centrar las críticas o, simplemente, el análisis en la personalidad del presidente derrotado; de un empresario muy exitoso, que logró liderar un partido bicentenario, como el Republicano y que, durante cuatro años, presidió el país ajustándose más a su voluntad que a la ley, pero que ahora, aunque perdió la elección aumentó diez millones de votos con respecto a 2016. 
Trump es un populista, un concepto que abarca estrategias políticas de acumulación de votos a través de un líder carismático, que percibe los flancos débiles del sistema político y las demandas insatisfechas de la sociedad y promete satisfacerlos. Pero esa estrategia se apoya en la construcción de un enemigo (un sector empresario, un país rival, una etnia y, casi siempre, la prensa profesional) al que se atribuyen las causas de los males que irritan a la gente.
El populismo, en Estados Unidos, en Venezuela, en Brasil, pero también en la Argentina y en Gran Bretaña, necesita dividir a la sociedad, y tiene éxito provisorio cuando detecta problemas reales, aunque su interpretación sea, siempre, basada en la mentira.
La sociedad global enfrenta hoy insatisfacciones profundas. La percepción de “desigualdad” y la verificación de la concentración extrema de los ingresos genera tensiones en la política nacional e internacional. Esa vivencia colectiva, con rasgos de desesperación y resentimiento pone en crisis la confianza en la democracia republicana, que se sostiene en la división de poderes, el acatamiento de la ley y la clara conciencia de que el Estado no es propiedad del ocupante transitorio de una magistratura o una banca.
De este modo, muchas democracias se vuelven “democraduras”, un neologismo que hace referencia a los autoritarismos que se ejercen desde el poder obtenido por el voto popular. Hoy, el escenario mundial aparece condicionado por el crecimiento económico y tecnológico de China, un país sin democracia representativa, y en menor medida, por Rusia, donde el poder de Vladimir Putin se sustenta en un régimen autocrático. El populismo, en tanto, se multiplica gracias al quiebre de los partidos políticos tradicionales.
También en nuestro país. La resistencia a dejar el poder no es ajena a nuestra experiencia. Además, el avance del gobierno sobre la propiedad privada y las políticas basadas en la distribución arbitraria de fondos públicos generados con una presión tributaria insostenible son indicio de esa subordinación de los intereses de la nación a las mezquinas aspiraciones de la política.
Por eso, las advertencias no deben caer en saco roto. La crisis del sistema democrático representativo es real. Sobre ella, las alternativas populistas pueden lograr éxitos transitorios, pero sin solucionar los problemas de fondo. Ese es el caso de Donald Trump, y también la amenaza que se cierne sobre Joe Biden a partir del 20 de enero. 
Y, por cierto, es la realidad de nuestra región, a cuatro décadas de la recuperación progresiva de las democracias donde la pobreza y la incertidumbre alimentan el auge autoritario. 

 

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