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Literatura y falta de olfato: cómo es la noche de las narices muertas

Según la Organización Mundial de la Salud, la anosmia afecta al 5% de la población mundial. Un escritor salteño cuenta cómo vive con esta poco conocida discapacidad sensorial.
Sabado, 28 de noviembre de 2020 10:09

En un momento de la oscarizada “Parásitos” (2019) Da-song, el hijo menor de los Park, está al borde de emparentar, por el olor, a su niñera Ki-jeong; al maestro particular de su hermana, Ki-woo; al ama de llaves, Chung-sook; y a Ki-taek, el chofer de su padre, como miembros de una misma familia. Los Kim viven en un pequeño departamento ubicado en un semisótano, donde entran la lluvia y las aguas cloacales. Los Park en una lujosa mansión. A ambos relacionó el director Bong Joon-ho en una tragicomedia que se constituyó en un hito en la historia de los Premios de la Academia el año pasado. Fue el primer largometraje de habla no inglesa en ganar la estatuilla a Mejor Película y, en simultáneo, la de Mejor Película Internacional.
“Cuando nos presentan a alguien, de forma instintiva reparamos en la ropa que viste, en si su teléfono es de gama alta o si su reloj o su bolsa son caros. Y, si nos acercamos lo suficiente, incluso nos fijamos en cómo huelen. Todo, hasta nuestro olor corporal, es un asunto de clase”, dijo el realizador audiovisual surcoreano en una entrevista.
Por ello, no fueron los lauros cosechados por “Parásitos” los que impresionaron al escritor anósmico Daniel Medina (39), sino el giro en el guión, sobre el final, cuando Ki-taek asesina al señor Park, al ver cómo este gesticula para expresar su desagrado ante el olor de Geun-sae, un hombre que había vivido una existencia ilegal y secreta en el sótano de la casa por años y cuyo olor se derivaba de aquella situación.
El olor es tan antiguo que tendría casi 13.750 millones de años y habría surgido del propio Big Bang. 
El primigenio probablemente haya sido un olor condensado de todos los que seríamos capaces de sentir como raza hasta hoy, y de los que ha sido privado de percibir un 5% de la población mundial según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
“Carecer de olfato es estar imposibilitado de acceder a una capa de la realidad. Cada vez que alguien menciona una fragancia o un hedor, se me hace evidente que hay una porción del mundo que está velada para mí. Que los demás puedan oler y yo no me hace sentir en desventaja: pueden saber cosas que yo no sé. Pueden saber, incluso, cosas sobre mí que yo no sé: qué comí, si pisé la hez de algún perro o qué estuve haciendo. Hay cosas que no puedo esconder de los otros, porque ni siquiera sé que están ahí”, define Daniel Medina.
Curiosamente él escribió una novela, “Detrás de las imágenes” (2018), sobre un apocalipsis zombie. 
Durante el proceso de escritura podría haberse detenido en los focos de fetidez esperables de hallar en un panorama en ruinas. Rancios, acres, a cloaca, vapores irradiados por la materia en descomposición perenne, exhalaciones de zonas pantanosas, aguas estancadas y emanaciones humanas, aumentadas por el calor y la humedad, haciendo descender el umbral de la tolerancia abruptamente hasta instigarnos al dolor de cabeza y a las náuseas como solo consigue hacerlo una muela podrida. 
Pero no, en la novela, objeto de estudio de Victoria Rodríguez Rea, una tesista de la Licenciatura en Letras de la Universidad Nacional de La Rioja, y de la cátedra de Literatura Regional de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades de la UNSa, a cargo del Dr. en Letras Hernán Sosa, se nos sumerge en una anestesia olfativa imposible de disipar.
“Carecer de olfato es otra falencia en mi escritura. En las buenas novelas el narrador despliega todos los sentidos y cuando yo escribo sobre olores siento que estoy construyendo una historia sobre cimientos endebles: que alguien va a descubrir que puse algo que más bien ignoro”, se sincera, con humildad, al referirse a su primera novela publicada, muy virtuosa en sus muchas otras aristas.
“Mil olores flotaban en el aire, cada uno conectado a mil pensamientos, esperanzas, alegrías y preocupaciones hace tiempo olvidadas”, escribió Charles Dickens en “Canción de Navidad” (1843) y es este el don natural -o sobrenatural- ante el cual Daniel se rinde.
“Siempre me han impresionado las referencias a los olores en los libros. En la ‘Educación Sentimental’, de Gustave Flaubert (1868), uno de los personajes jura que quiere ser buena persona y ayudar a los más necesitados, pero cuando visita a un trabajador no puede contener las arcadas ante el hedor de lo que el narrador llama pobreza y enfermedad, por lo que tira a la basura sus planes. O en una novela de Philip Roth, su alter ego tiene una novia alemana y él va a conocer a los padres de ella. La chica le asegura que no son antisemitas, que no tiene nada de que preocuparse. Y la comida va de maravilla, todos son muy afables con él, hasta que la abuela dice que huele a judío, con una mueca de repugnancia. Eso lo cambia todo”, detalla.
Pero de entre los elixires comunes entre las personas dedicadas a las letras existe uno -aparentemente pequeño en su especie, pero que se magnifica por su género- de lo más lamentable para Daniel. 
Este placer es citado por Federico Kusko en “Odorama” (2019). “Dos libros, como dos personas, nunca huelen igual. No es lo mismo uno recién impreso que uno antiguo. Ni uno publicado en la Argentina que uno hecho en Estados Unidos. A muchos nos es imposible evitar la tentación de abrir un libro y sumergir la nariz entre sus páginas en lo que algunos han denominado bibliosmia, una manera, al menos imaginaria, de aspirar historias e ideas, de absorber la cultura”, escribe este periodista científico bonaerense, especializado en historia de la ciencia.

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En un momento de la oscarizada “Parásitos” (2019) Da-song, el hijo menor de los Park, está al borde de emparentar, por el olor, a su niñera Ki-jeong; al maestro particular de su hermana, Ki-woo; al ama de llaves, Chung-sook; y a Ki-taek, el chofer de su padre, como miembros de una misma familia. Los Kim viven en un pequeño departamento ubicado en un semisótano, donde entran la lluvia y las aguas cloacales. Los Park en una lujosa mansión. A ambos relacionó el director Bong Joon-ho en una tragicomedia que se constituyó en un hito en la historia de los Premios de la Academia el año pasado. Fue el primer largometraje de habla no inglesa en ganar la estatuilla a Mejor Película y, en simultáneo, la de Mejor Película Internacional.
“Cuando nos presentan a alguien, de forma instintiva reparamos en la ropa que viste, en si su teléfono es de gama alta o si su reloj o su bolsa son caros. Y, si nos acercamos lo suficiente, incluso nos fijamos en cómo huelen. Todo, hasta nuestro olor corporal, es un asunto de clase”, dijo el realizador audiovisual surcoreano en una entrevista.
Por ello, no fueron los lauros cosechados por “Parásitos” los que impresionaron al escritor anósmico Daniel Medina (39), sino el giro en el guión, sobre el final, cuando Ki-taek asesina al señor Park, al ver cómo este gesticula para expresar su desagrado ante el olor de Geun-sae, un hombre que había vivido una existencia ilegal y secreta en el sótano de la casa por años y cuyo olor se derivaba de aquella situación.
El olor es tan antiguo que tendría casi 13.750 millones de años y habría surgido del propio Big Bang. 
El primigenio probablemente haya sido un olor condensado de todos los que seríamos capaces de sentir como raza hasta hoy, y de los que ha sido privado de percibir un 5% de la población mundial según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
“Carecer de olfato es estar imposibilitado de acceder a una capa de la realidad. Cada vez que alguien menciona una fragancia o un hedor, se me hace evidente que hay una porción del mundo que está velada para mí. Que los demás puedan oler y yo no me hace sentir en desventaja: pueden saber cosas que yo no sé. Pueden saber, incluso, cosas sobre mí que yo no sé: qué comí, si pisé la hez de algún perro o qué estuve haciendo. Hay cosas que no puedo esconder de los otros, porque ni siquiera sé que están ahí”, define Daniel Medina.
Curiosamente él escribió una novela, “Detrás de las imágenes” (2018), sobre un apocalipsis zombie. 
Durante el proceso de escritura podría haberse detenido en los focos de fetidez esperables de hallar en un panorama en ruinas. Rancios, acres, a cloaca, vapores irradiados por la materia en descomposición perenne, exhalaciones de zonas pantanosas, aguas estancadas y emanaciones humanas, aumentadas por el calor y la humedad, haciendo descender el umbral de la tolerancia abruptamente hasta instigarnos al dolor de cabeza y a las náuseas como solo consigue hacerlo una muela podrida. 
Pero no, en la novela, objeto de estudio de Victoria Rodríguez Rea, una tesista de la Licenciatura en Letras de la Universidad Nacional de La Rioja, y de la cátedra de Literatura Regional de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades de la UNSa, a cargo del Dr. en Letras Hernán Sosa, se nos sumerge en una anestesia olfativa imposible de disipar.
“Carecer de olfato es otra falencia en mi escritura. En las buenas novelas el narrador despliega todos los sentidos y cuando yo escribo sobre olores siento que estoy construyendo una historia sobre cimientos endebles: que alguien va a descubrir que puse algo que más bien ignoro”, se sincera, con humildad, al referirse a su primera novela publicada, muy virtuosa en sus muchas otras aristas.
“Mil olores flotaban en el aire, cada uno conectado a mil pensamientos, esperanzas, alegrías y preocupaciones hace tiempo olvidadas”, escribió Charles Dickens en “Canción de Navidad” (1843) y es este el don natural -o sobrenatural- ante el cual Daniel se rinde.
“Siempre me han impresionado las referencias a los olores en los libros. En la ‘Educación Sentimental’, de Gustave Flaubert (1868), uno de los personajes jura que quiere ser buena persona y ayudar a los más necesitados, pero cuando visita a un trabajador no puede contener las arcadas ante el hedor de lo que el narrador llama pobreza y enfermedad, por lo que tira a la basura sus planes. O en una novela de Philip Roth, su alter ego tiene una novia alemana y él va a conocer a los padres de ella. La chica le asegura que no son antisemitas, que no tiene nada de que preocuparse. Y la comida va de maravilla, todos son muy afables con él, hasta que la abuela dice que huele a judío, con una mueca de repugnancia. Eso lo cambia todo”, detalla.
Pero de entre los elixires comunes entre las personas dedicadas a las letras existe uno -aparentemente pequeño en su especie, pero que se magnifica por su género- de lo más lamentable para Daniel. 
Este placer es citado por Federico Kusko en “Odorama” (2019). “Dos libros, como dos personas, nunca huelen igual. No es lo mismo uno recién impreso que uno antiguo. Ni uno publicado en la Argentina que uno hecho en Estados Unidos. A muchos nos es imposible evitar la tentación de abrir un libro y sumergir la nariz entre sus páginas en lo que algunos han denominado bibliosmia, una manera, al menos imaginaria, de aspirar historias e ideas, de absorber la cultura”, escribe este periodista científico bonaerense, especializado en historia de la ciencia.

Daniel dice ser consciente de que se encuentra al otro lado del cristal de los olores. Walter Echazú

El origen

Según especialistas, las alteraciones en la forma como se perciben los olores son multicausales como la rinitis alérgica, la rinosinusitis aguda, los traumatismos de cráneo y las afecciones neurocognitivas como el Parkinson o el Alzheimer. Asimismo existen profesiones que comportan un riesgo por el tipo de sustancias que manipulan quienes las ejercen como los estilistas, los bioquímicos y los odontólogos.
El inicio de la anosmia de Daniel, asegura él, es irresoluble. “Me debo de haber percatado de esta carencia mía recién cuando tenía nueve o diez años, gracias a bromas sobre flatulencias que hacían en el colegio al que iba. Me llevó tiempo aceptar que los pedos, además de ser sonoros, venían acompañados de algo que hacía que mis compañeros se taparan la boca y la nariz, y no pudieran disimular un gesto de repugnancia o asco”, cuenta.
Precisamente Kusko refiere en “Odorama” que la antropóloga australiana Kirsten Bell reflexionó acerca de los gases expelidos por los humanos. 
Para ella, “la razón de la naturaleza ofensiva de las flatulencias a lo largo de varias culturas y sociedades radicaría no solo en su olor desagradable, sino en el hecho de ser considerado un ataque de un ser humano a otro, una invasión de los sentidos y una violación del espacio personal”.

El peligro

Según una revisión de estudios publicada en 2012 en The Journal of Allergy and Clinical Immunology, la anosmia puede venir asociada a la depresión y a la falta de apetito.
“He pasado algunos momentos horribles que me han hecho dar cuenta de que, más allá de la broma sobre ser un superhéroe capaz de cazar zorrinos, carecer de olfato es peligroso para mí y para las personas que me rodean”, define Medina. Por ello la noche de las narices muertas puede cobrar ribetes terroríficos e inverosímiles.
“Una vez, cuando trabajaba en un hotel de recepcionista nocturno, noté a eso de las tres de la mañana que la máquina de café se había apagado. Y yo percibía un sutil sonido que me hacía creer que el gas seguía saliendo. Lamenté que al gas, además de ponerle un olor, no le hubieran agregado un color”, relata. Añade que empeoraba la situación que el petit hotel acompañaba esta condición de establecimiento con pocos cuartos con una acotada planta de trabajadores. 
“El mozo recién llegaba a las seis y ese día debía servir desayuno a 27 personas. Me desesperé: en el peor de los casos todos ellos, que dormían, podían morir por mi culpa. Fui hasta la puerta con el plan de pedirle a la primera persona que pasara que me hiciera el favor de entrar a ver si había olor a gas. Pasaron mujeres jóvenes y me di cuenta de lo absurdo e inverosímil que sonaba lo que les iba a plantear”, rememora. Zanjó el problema abriendo las ventanas y puerta de la confitería y cerrando la llave de paso del gas. Por supuesto, a Daniel ya le ha pasado apagar una hornalla sin percibirlo hasta que le escuecen los ojos.

Una vida diferente

Psicólogos advierten que los anósmicos ven severamente afectada su calidad de vida, porque la falta de olfato resuena en sus relaciones interpersonales, los mantiene en una duda perpetua respecto de la limpieza y el autocuidado personal, la calidad de los alimentos y el disfrute en la comida.
“He intentado con los años tomarme con humor mi falta de olfato. El humor sirve, a veces, para tapar una carencia. Lo he pensado como un superpoder: ahí donde hay un mal olor, yo puedo ir. Ahora soy un cambiador bastante efectivo de pañales, aunque para saber si mi hija ha ensuciado sus pañales con la necesidad número dos, debo pedirle a mi esposa que la huela (eso, o bajarle los pantaloncitos y abrirle el pañal)”, detalla. De hecho, su hija de un año ha desarrollado desde los seis meses la singular habilidad de levantar sus dos piernitas al mismo tiempo para indicarle a su papá, cuando se quedan solos en el hogar, que le pesan los hedores de sus propias evacuaciones.
Según el informe “Estudio sobre la frecuencia de la disfunción olfativa” (publicado por la American Laryngological, Rhinological and Otological Society), el 5% de las personas tiene anosmia (olfato nulo) y el 16% por ciento hiposmia, es decir, una alteración de la capacidad olfativa. Así, más del 20% de la población mundial sufre complicaciones en el sentido del olfato. Además, este es el responsable del 80% de la percepción del ser humano sobre el sabor de las comidas. “Solo distingo sabores básicos: dulce, salado y amargo. Una vez habían llegado dos docenas de empanadas a casa y yo me adelanté a comer, hasta que el resto de la familia se sentara. Iba por la cuarta, cuando mi hermana dio un mordisco a una y escupió, un segundo después, todo lo que estaba por tragar. ‘La carne está echada a perder’, dijo. Los restantes probaron y llegaron al mismo veredicto. Ese día tuve muchos retorcijones, pero no me morí”, comenta Daniel.

Covid-19

El Ministerio de Salud de la Nación determinó el 8 de junio que es presunta infectada de Covid-19 toda persona con dos o más de los siguientes síntomas: fiebre de 37,5 grados o más, tos, dolor de garganta, dificultad respiratoria, falta de olfato o gusto (anosmia/disgeusia). Por lo tanto, haya o no fiebre, con al menos dos de esas señales de alerta, hay que dar aviso al sistema de salud.
La pérdida total del olfato después del Covid-19 se da hasta en el 40% de los casos, según comunicó la Sociedad Británica de Rinología. La presidenta de esa sociedad, Claire Hopkins, y sus colegas, que difundieron un trabajo reciente en Lancet Infectious Diseases, expresaron: “El paciente transita por esta discapacidad y, más allá de la incomodidad lógica, lo grave es que se pierde el estado de vigilancia o de alerta que brinda el sentido del olfato: no se puede, por ejemplo, sentir el olor del humo en un incendio. Si bien ya está claro que la pérdida de la capacidad olfatoria puede ser un aviso de contagio de Covid-19, ahora se estudian los tiempos de recuperación de este sentido una vez superada la enfermedad”.

La hija

A Daniel no le preocupa saltearse a la fuerza este síntoma, sino que comparte un poema de Fabio Cardarelli, para él ininteligible, que guarda como una tortura secreta.

“Olí a mi hijo cada vez que nació,
quien haya olido a un hijo
se hunde en su cuerpo hasta esperarlo
cuatro veces lo vi nacer
y yo -que solo había escrito recetas de cocina panfletos horóscopos- me entró
como sable de faquir por la nariz
el lento caracol del universo
y tembló
nacía cada vez nacía
en la penumbra de la habitación me acercaba en puntas de pie y a milímetros de su carita dormida olía su cuerpo, su respiración,
quien no haya olido a un hijo saque urgente un boleto
al campo al mar a la montaña al supermercado casa de cambio templo obrador
o donde crea
que encuentre a la esperanza
intimídela, sedúzcala, móntela con honestidad, sin temor
y al cabo de algún tiempo
huela el fruto concebido en ella
olerá como mi hijo
el timón de la carne
la celebración de un verbo sucedido
el útero tibio y recuperado al fin, el poderoso amor, la sed”.
Y se consuela en que su hija tiene un olfato hiperdesarrollado y preciso, tan necesario para la supervivencia en esta etapa de su vida que cabe imaginar que emula al de un hombre paleolítico. “A los pocos meses de nacida, ella dormía y le pasamos cerca de sus fosas nasales la tetina de su mamadera. Movimos la mamadera de izquierda a derecha y pudimos ver cómo seguía su rastro y se saboreaba. Me sentí muy feliz por ella”, expone y no se ahorra la broma final: “Suelo decir que esta nariz grande que tengo y que no me sirve para oler ni para respirar bien es una prueba irrefutable del sentido del humor retorcido de Dios”.
 

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