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Una nueva OTAN en Medio Oriente

Martes, 01 de diciembre de 2020 02:12

Las repercusiones del viaje secreto a Arabia Saudita protagonizado por el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, acompañado por el jefe de la Mossad, Yossi Cohen, en coincidencia con la presencia en Ryad del Secretario de Estado norteamericano Mike Pompeo, ocasión en que los tres visitantes se reunieron con el primer ministro y príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, abre un nuevo escenario político en Medio Oriente y signa el comienzo de un realineamiento de fuerzas por el que antiguos enemigos buscan articular un frente común contra una nueva amenaza, encarnada por el Irán chiita, cuya acelerada expansión regional preocupa con igual intensidad a Tel Aviv y a las monarquías petroleras -islámicas, pero sunitas- del Golfo Pérsico.

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Las repercusiones del viaje secreto a Arabia Saudita protagonizado por el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, acompañado por el jefe de la Mossad, Yossi Cohen, en coincidencia con la presencia en Ryad del Secretario de Estado norteamericano Mike Pompeo, ocasión en que los tres visitantes se reunieron con el primer ministro y príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, abre un nuevo escenario político en Medio Oriente y signa el comienzo de un realineamiento de fuerzas por el que antiguos enemigos buscan articular un frente común contra una nueva amenaza, encarnada por el Irán chiita, cuya acelerada expansión regional preocupa con igual intensidad a Tel Aviv y a las monarquías petroleras -islámicas, pero sunitas- del Golfo Pérsico.

Los tiempos de este episodio están directamente asociados con el inminente cambio de guardia en la Casa Blanca. El impulso estadounidense fue un factor primordial para posibilitar que los Emiratos Árabes Unidos, Omán y Bahréin normalizaran sucesivamente sus relaciones con Israel. Pero la coronación de este viraje estratégico, que modifica radicalmente el mapa geopolítico regional, exigía que ese camino fuera homologado por la monarquía saudí.

Aunque la alianza estratégica entre Washington y Tel Aviv es una constante inalterable de la política estadounidense desde la creación del Estado judío en 1948, Donald Trump fue de lejos el más pro - israelí de los presidentes norteamericanos. Un símbolo acabado de esa condición fue su decisión de trasladar a Jerusalén la sede de la embajada estadounidense. En esa determinación jugó un papel significativo el movimiento evangélico, que constituye la columna vertebral de su electorado y tiene una identificación con Israel de carácter bíblico, o sea absoluto e irrenunciable.

A partir de la denuncia por Trump del tratado con Irán sobre el tema nuclear suscripto por Barack Obama, Estados Unidos volcó toda su influencia en el objetivo de modificar drásticamente la relación de fuerzas en Medio Oriente. A tal fin, buscó persuadir a Arabia Saudita, su principal socio político, económico y militar en el mundo árabe, para avanzar en el establecimiento de lazos con Israel. Pero mientras la Casa Blanca intentaba acercar a Israel y las monarquías petroleras para contrarrestar al régimen iraní, la irrupción de ISIS en Siria e Irak le otorgó a Teherán una inesperada posibilidad de expansión regional.

Las tropas de la Guardia Republicana iraní cumplieron un rol protagónico en la lucha contra el bastión territorial del terrorismo sunita. De esa forma, consolidaron una fuerte presencia en Siria, donde fueron un sostén fundamental para la estabilidad del régimen de Bashar al-Assad, en Irak, como aliadas del gobierno de coalición de Bagdad, con hegemonía chiita, y en El Líbano, en sociedad con las milicias chiitas de Hezbollah. El resultado es que, por primera, vez Irán pasó a tener bases militares en Siria y El Líbano, dos países limítrofes con Israel.

Esa inédita e inquietante vecindad obligó a las diplomacias de Tel Aviv y Washington a multiplicar sus esfuerzos para conjurar esa amenaza a la existencia misma del Estado judío, que para el régimen de Teherán carece de razón de ser y también de existencia jurídica, hasta el punto que en sus documentos oficiales sigue siendo caracterizado como el "ente sionista", por lo que su desaparición resulta no sólo posible sino también justa y necesaria.

Dos coaliciones

El escenario político de Medio Oriente empezó a girar entonces hacia la configuración de dos grandes coaliciones. La primera, liderada por el régimen chiita de Irán, involucra a sus aliados en los gobiernos de Siria, Irak, El Líbano, Yemen y Qatar y a la milicia de Hamas, que ocupa la franja de Gaza y desconoce la Autoridad Nacional Palestina (ANP), encabezada por Mahmud Abás. La segunda, patrocinada por Washington, tiene como epicentro el incipiente acuerdo entre Israel y Arabia Saudita, agrupa a los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Omán, Egipto, Jordania, Sudán y Marruecos y en los hechos se plantea como una suerte de "OTAN anti-iraní".

Pero el punto neurálgico en este cambio en el mapa de alianzas es Arabia Saudita, cuyo singular ascendiente en el mundo musulmán no obedece solamente a su formidable poderío económico sino a la relevancia simbólica que le otorga su condición de custodia de los santos lugares del Islam. Por ese motivo, Bin Salman, artífice de un audaz plan de modernización de la monarquía saudí, resultó el principal protagonista de esta nueva construcción regional, aún a costa de roces con parte de la familia real, incluso su propio padre, Salmán bin Abdulaziz.

Las prevenciones originarias del anciano monarca saudí no eran tanto una cuestión de principios como de realismo político. La opinión pública árabe fue tradicionalmente anti-israelí y el rey temía que este reacomodamiento generase un declive de su influencia regional. Pero el tiempo demostró que las circunstancias habían cambiado y las encuestas revelaron que la llamada "calle árabe" en los últimos años había variado progresivamente su percepción de Israel.

Esta modificación en la opinión pública árabe obedeció principalmente al ascenso de una nueva generación que, a través del uso de las redes sociales, empezó conocer a Israel más allá de la propaganda agitada por sus respectivos gobiernos.

La traducción automática, que permite leer en idioma árabe sitios web en hebreo, desmontó muchas suposiciones. 
La creación del Estado palestino, definido por la prédica anti-israelí como “el problema palestino”, pasó a ser más una carga que una reivindicación histórica convocante. 
De hecho, muchos jóvenes árabes deletrean hoy “el problema” de una manera que expresa un cierto cansancio por la cuestión. 

Una nueva atmósfera

Conocedor de esa nueva atmósfera, Bin Salman ya había escandalizado a sus críticos con algunas manifestaciones marcadamente condescendientes con el pueblo judío. 
Esos juicios controvertidos adquirieron autoridad cuando Abdel Rahman al - Sudais, un reputado predicador islámico que en el pasado había generado controversias por sus imprecaciones anti-judías, desató una tormenta a raíz de un sermón pronunciado en la ciudad santa de La Meca donde ensalzó el acercamiento del profeta Mahoma con personas de otras religiones, en particular a los judíos. 
En ese contexto, las monarquías petroleras, que además de sentir el avance iraní como una amenaza a su subsistencia tienen una visión de largo plazo fundada en el inevitable agotamiento de la era de los combustibles fósiles, vieron la alternativa de generar una alianza estratégica entre sus inmensos recursos económicos y el formidable desarrollo tecnológico israelí para transformar a Medio Oriente en un actor económico relevante en el escenario global.
El triunfo de Joe Biden y la consiguiente posibilidad de que la futura administración demócrata promueva una renegociación de los acuerdos entre Estados Unidos e Irán movieron a los actores de este replanteo a acelerar la velocidad de su concreción. La confluencia de Netanyahu y Pompeo en Ryad deja abierta la hipótesis de que el principal e inesperado legado de la presidencia de Trump sea la apertura de una vía de entendimiento y cooperación entre el mundo árabe e Israel.

* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico
 

 

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