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Toma de tierras: la violencia como método

Miércoles, 23 de diciembre de 2020 01:00

La legislación sobre los derechos comunitarios de los indígenas tiene muchos claroscuros, quizá porque en general entre los legisladores prevaleció el oportunismo, o el deseo de mostrar criterios “progresistas” o “inclusivos”, sin preocuparse en conocer la verdadera realidad de los pueblos originarios.

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La legislación sobre los derechos comunitarios de los indígenas tiene muchos claroscuros, quizá porque en general entre los legisladores prevaleció el oportunismo, o el deseo de mostrar criterios “progresistas” o “inclusivos”, sin preocuparse en conocer la verdadera realidad de los pueblos originarios.

Por eso introdujeron conceptos como “propiedad comunitaria”, que ni siquiera está abordado en el nuevo Código Civil, o el de “autopercepción”, que habilita a descendientes de alemanes a convertirse en caciques diaguita calchaquí.

Lo que la ley dice, y es claro, es que las comunidades indígenas reconocidas como tales son las que vivieron en los lotes que reclaman desde antes de la llegada de los españoles, que conservan su lengua, su religión y su cultura. Ninguna de esas condiciones puede ser demostrada por los supuestos diaguitas calchaquíes que hoy provocan situaciones de violencia ocupando chacras y tratando de delincuentes a los legítimos propietarios. Entre otras cosas, porque nadie habla la lengua cacán y, en general, son devotos de la Virgen de Urkupiña u otros credos de origen caucásico.

La irresponsabilidad de las autoridades del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas y de los operadores locales hace posible este atropello. Y un atropello que cuesta vidas. Porque el INAI no tiene facultades para adulterar derechos constitucionales.

No hay un solo párrafo de la legislación que altere el derecho de propiedad, ni uno. No hay forma de suponer que alguien que es propietario pierda sus bienes sin una ley específica que lo ordene y que, además, establezca la correspondiente indemnización.

Pero lo que nadie puede encontrar es resquicio alguno para suponer que las comunidades (auténticas o inventadas) pueden ocupar lotes y reclamarlos como propios. 

Las leyes hablan de “las tierras que ocupan desde antes de la llegada de los españoles a América”. Los operadores políticos lo traducen como “las tierras que ocupan”. Y la orden es “ocupen las tierras y reclamen”.

Esa orden, en esta cuarentena quedó claro, coincide casi al milímetro que con la estrategia del Proyecto Artigas dirigido por el abogado Juan Grabois, oriundo de San Isidro, vinculado a los mapuches, asesor del ex Consejo Pontificio de Justicia y Paz, y fundador del Movimiento de Trabajadores Excluidos y de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular.

La ocupación de tierras es para esta tendencia un método, y quedó demostrado este año, en plena pandemia, cuando aprovechando un problema intrafamiliar, y apoyado por funcionarios del gabinete nacional, ocuparon una finca en Entre Ríos.

El ataque a la médica Florencia Wayar en Cachi, así como el que el lunes sufrió Federico Dávalos en Molinos son incidentes metodológicamente planificados. Este último no llegó a mayores, pero un grupo de desconocidos acusó al propietario de cometer delitos, no probados, por supuesto. El delito es trabajar la tierra de la que es dueño.

En primer lugar, el INAI designa territorio indígena a las zonas donde los chacareros trabajan desde hace un siglo. Está claro que eso no es lo que marca la ley.

Además, esas demarcaciones arbitrarias eluden cuidadosamente los lotes que son propiedad de los activistas, que lejos de ser calchaquíes, son más bien los dueños de gran parte de Cachi, La Poma o cualquier otra localidad vallista.

Está claro también que se trata de una ficción. Una ficción con objetivos políticos, en primer lugar y como la legislación de propiedad comunitaria es un híbrido, deja el lugar para que los “caciques” se conviertan en propietarios de tierras cuyo valor inmobiliario futuro es apetitoso, por el turismo, por la producción primaria y por la ubicación geopolítica.

Entre tanto, mientras que autopercibidos calchaquíes intentan legitimar la usurpación, con la anuencia del IPPS hoy presidido por el vallisto Héctor Fabián, que no habla la lengua cacán, los indígenas reales que habitan el Chaco salteño sufren las peores condiciones de exclusión. El INAI no se ocupó jamás de verificar la historia de traslados de las comunidades wichi en las últimas décadas. Si lo hiciera, debería indagar quiénes fueron los funcionarios y legisladores que las impusieron con mentiras.

De los wichi, el INAI solo se acuerda cuando hay crisis de mortandad por desnutrición como ocurrió en enero pasado, pero que se repite desde 2011 y, si no se toman los recaudos, ocurrirá de nuevo en los próximos días. Por lo pronto, ya hubo un caso en San Martín.

Tampoco se solidarizó el INAI con los quom, que entre 2011 y 2014 denunciaron una docena de muertes por represión en Formosa y Santiago del Estero.

Ninguna de estas comunidades necesita del criterio de “autopercepción”, simplemente porque conservan su cultura (no siempre su religión), su etnia y su lengua. Por tratarse de pueblos migrantes es muy difícil aplicar el criterio de “las tierras que ocuparon ancestralmente”. Pero si el país tuviera políticas de inclusión serias, sin apetencias inmobiliarias de los dirigentes y punteros, todo se podría resolver con decisión política: ¿cuántos pozos de agua se podrían hacer en el Chaco salteño con lo que se gasta anunciando promesas en cotillones de campaña oficialista?

Porque la situación de los indígenas es grave; pero se contextualiza en un momento de inflexión social: los dos millones de niños que pasaron hambre este año muestran la dimensión gravísima de un deterioro al que los gobiernos no dan respuestas.

El Proyecto Artigas, las declaraciones de la ministra de Seguridad, Sabrina Frederic, la desvalorización de la educación, el desconocimiento del mérito como valor de superación y la exaltación del odio de clases demuestran claramente que no hay conciencia de la gravedad de la crisis social, ni soluciones en agenda.

En un país en quiebra económica, el modelo chavista -basado en el petróleo es inaplicable. Y tampoco sería solución, como hoy lo demuestra Venezuela. 

Lo que está pasando en los valles no es espontáneo; es parte de una estrategia basada en ficciones y por delante solo se vislumbra un horizonte: primero la anarquía y luego, la deriva autoritaria.

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