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El regreso al pago de la “Gringa Peluca”, la fundadora de la carpa “La Cerrillana”

Fue leñatera, basquetbolista, mujer solidaria, pero por las empanadas conoció otro mundo.
Domingo, 16 de agosto de 2020 01:42

Aunque su nombre es Blanca Rosa Montañez, en Cerrillos siempre fue “La Gringa”, mote que cuando se casó en 1967 con Carlos “Peluca” Renfijes, pasó a ser “Gringa Peluca”, como aún la llaman pese a los años de ausencia. Siempre fue una mujer inquieta, rebelde, dinámica, dicharachera y de múltiples iniciativas y ocupaciones.

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Aunque su nombre es Blanca Rosa Montañez, en Cerrillos siempre fue “La Gringa”, mote que cuando se casó en 1967 con Carlos “Peluca” Renfijes, pasó a ser “Gringa Peluca”, como aún la llaman pese a los años de ausencia. Siempre fue una mujer inquieta, rebelde, dinámica, dicharachera y de múltiples iniciativas y ocupaciones.

“Yo tenía 18 años cuando resolví levantar una carpa de carnaval en un baldío de Cerrillos, ahí donde siempre acampaban los parques de diversiones y lo circos que llegaban al pueblo. La instalé en la esquina de la calle principal (Gral. Güemes) y el camino al cementerio (Avda. San José), frente al viejo correo y la farmacia de don Ricardo Albesa. El primer año tuve un socio, don Carlos Abán que también solía tener su carpa en Cerrillos, ‘La Albaqueña’, más precisamente en Villa Los Tarcos. En esa sociedad, además de la iniciativa, yo aporté, gracias a mis amistades, sillas, mesas, bebidas, lonas, alambrados y puntales, en tanto Abán se ocupó de la música y contratando un conjunto de cumbia de Córdoba. Cuando fuimos a firmar el contrato en Salta, el escribano preguntó sobre el nombre que le íbamos a poner a la carpa y entonces le dije: ‘La Cerrillana’. Abán me preguntó ¿y si le ponés Cerrilleña? Yo insistí, y quedó nomás La Cerrillana. En ese momento ni pensé en la zamba de Marcos Tames que a poco sería famosa. Como siempre había querido tener algo mío, al salir del escribano tuve la sensación de que con las manos estaba tocando el cielo. Es que de chica sufrí necesidades aunque a decir verdad, nunca me faltó un plato de comida en la mesa de mis padres adoptivo, don Balbino Valentín López y doña Juana Yapura. Eran los dueños de la ‘Fonda de López’. 

López decía: ‘si no hay leña, no hay comida’ y entonces teníamos que ir por ella al cerro. Y de tanto trajinar por leña me agarró el gusto de andar campeando por los cerritos con otros chicos de mi edad que también iban por lo mismo. Y así fue que en una de las tantas caminatas por los cerros, fuimos para el lado de La Merced y desde lo alto pude ver una carreta que al parecer estaba en la finca de don Adolfo Aranda, el padre de Quico Aranda. Era un carruaje antiguo que según contaban, era de la época de la Independencia. Y como decían eso, los chicos la mirábamos desde arriba con mucha curiosidad, imaginando las cosas de Historia que enseñaban en la escuela.

Pero a decir verdad, yo fui poco a la escuela. Llegué solo a cuarto grado. Primero estuve en la Gobernador Manuel Solá y de ahí, por revoltosa, mi papá me mandó a la de Villa Los Tarcos, donde según él, había una directora que me iba a enderezar. El hecho es que llegué solo hasta cuarto aunque para mí, las obligaciones siguieron siendo las mismas de siempre. Después, como a los doce o trece años me agarró, como casi a todos los chicos de Cerrillos, el gusto por el básquet. Eso fue por 1960, cuando en el Club Municipal que hasta entonces solo tenía pileta y vestuarios, el intendente Jora le agregó una cancha de básquet iluminada y con piso de mosaico. Recuerdo que tanto me entró a gustar ese deporte que por las noches, después de las tareas de la fonda, en lugar de irme a dormir, me escapaba hasta el Club Municipal. Ahí, un grande del básquet salteño, el famoso ‘Patudo’ Ramos del Club Policial, tenía con su mamá el bufet, y además enseñaba a varones y mujeres a jugar al básquet, deporte que era nuevo en el pueblo. Pasó el tiempo y un día me le rebelé, pues aunque ya jugaba bastante bien, nunca me ponían en los partidos. Me enojé y le dije a Ramos que yo no le iba a ayudar más a su mamá en la cocina -ese era el trato que teníamos- si no me hacía jugar en los partidos. Ese día supe la verdad. Me reconoció que jugaba bien pero dijo algo que me dolió hasta el alma: ‘Gringa, no podés jugar con alpargatas’. Y claro, yo no tenía para comprarme una par de zapatillas de básquet. Esa vez lloré tanto que la mamá de “Patudo” me consoló y prometió conseguirme un par. Y así fue que comencé a jugar en partidos amistosos y de campeonatos. Aquí en Cerrillos jugué en el Club Güemes que dirigía don Juan Córdoba y después me vendieron al Club Policial de Salta. En mi carrera deportiva integré dos veces el seleccionado salteño y una vez el seleccionado nacional de básquet femenino. De aquellos años de la fiebre basquetbolista recuerdo a Carmen Ahanduni, Adela Castiella, Dora Prada, Dorita Demborensky, Felicidad Cruz, Marisa Abud, la Ñata Delgado, Juana Santos”. 

De sindicalista a carpera

Pero volvamos a La Cerrillana, esa carpa que fue la más importante del Valle de Lerma, incluido los “bailables” de la ciudad de Salta. Los ranking que por aquellos años solía publicar El Tribuno para los carnavales, son el fiel testimonio de la hegemonía carpera que llegó a tener “La Cerrillana”, fundada por la “Gringa Peluca”. 

 “Todo comenzó en la primera mitad de los años 60. Por ser jugadora del Club Güemes, las chicas nos juntábamos en el sindicato de Fatre. Entonces fue que me enteré que el sindicato daba cursos gratuitos de redacción y dactilografía. De inmediato y a escondidas de mis padres, me inscribí y comencé ir a clase. Al final, como Fatre necesitaba una secretaria administrativa, organizó entre los alumnos, un concurso para cubrir el cargo. Me presenté, gané y me convertí en la secretaría rentada de Fatre Cerrillos, a los 16 años de edad. Eso me costó una reprimenda de mi padre, pero como era testaruda, me fui nomás a trabajar y así comencé a ganar mi platita. En el sindicato aprendí mucho. Hacía actas de reuniones y también de las inspecciones a las fincas cuando acompañaba a los abogados que de la Dirección de Trabajo. Ese trajín diario me permitió relacionarme con los finqueros de la zona. Un día, al ver tanta miseria y pobreza entre la gente del campo, les propuse a los dirigentes de Fatre, hacer un baile de beneficencia en su sede. Aceptaron mi propuesta y de inmediato me puse manos a la obra. En el patio del sindicato armé la carpa con lonas, alambres y postes que los mismos finqueros me prestaron. La bebida me la dio en consignación doña Josefina Isa de Rojas y la música la puso Rosita y Carlos ‘Peluca’ Renfige, mi futuro marido. El baile fue todo un éxito, y con lo recaudado compré mercadería para repartir entre la gente del campo.

Cuando vino el golpe militar que volteó a Illia, el sindicato fue intervenido y yo me quedé en la pampa y la vía. Ahí fue que me vino la idea de hacer una carpa para el carnaval. Por tres años puse la carpa en la misma esquina, en un terreno que creo que era del Dr. Ernesto Bavio, de Tres Acequia. En 1967 me casé y a partir de entonces mi marido, Carlos ‘Peluca’, tomó las riendas de la carpa, negocio que a poco pasó a manos de un socio que tenía más dinero que nosotros, don Antonio Abud. El siguió hasta que en los años de la dictadura tuvo que cerrar definitivamente. Nosotros con mi marido seguimos trabajando un tiempito más con Abud, pero ya como empleados. Después hicimos bailes en El Chañarcito y en la carpa de Valdez en Campo Quijano, en tanto La Cerrillana se transformaba en la más importante de los carnavales.

Después de esos años hicimos de todo para poder sobrellevar la casa y criar nuestros tres hijos: Natalia, Ramiro y Soledad”.

“No pude con el genio y un día me fui no más”

“No sé si la necesidad, u otra cosa, hizo que en mi casa las cosas no marcharan bien”. 

La Gringa sigue su relato: “Mi marido dejó de trabajar en HyR Maluf y comenzó a llevar especialidades de una panadería de Cerrillos a Cafayate. Un día que él estaba de viaje, enfermó muy mal mi hermana y tuve que ir a cuidarla de noche al hospital San Bernardo. Así fue que cuando él regresó a casa no me encontró. Nunca me creyó lo del hospital pese a la evidente gravedad de mi hermana, por lo que me tuve que ir con lo puesto a la casa de mi hija. A la noche siguiente volví al hospital y ahí, contando mis cuitas a mi hermanita, la señora que compartía la pieza, me ofreció ayuda. Y así fue que cuando mi hermana dejó el hospital, yo seguí cuidando a esta señora que era de El Galpón, doña Estela María Pérez de Peñalba. Ella me pagaba por la compañía. Cuando le dieron el alta, me ofreció trabajo con ella en El Galpón. Y me fui nomás. Trabajé un tiempo con doña María que para mí fue como un ángel venido del cielo. Un día me preguntó si quería ir a trabajar a Estados Unidos con su hija Liliana que acababa de ser mamá. Le dije que sí, y luego de hacer los trámites, con cien dólares en la cartera, ropa, zapatos y pasaje regalados, me tomé el avión a Estados Unidos. En Florida me esperaba doña Liliana. Era el día del bautismo de Nicol, su chiquita. Mi trabajo fue de niñera pero a poco no pude con el genio y me metí en la cocina mientras aprendía ingles. Y como era una casa donde siempre hacían reuniones con amigos, yo comencé a hacer empanadas salteñas. Luego de un tiempo, de la casa de Liliana me fui a trabajar a una “Pastichería” (panadería) que de 200 docenas de empanadas por semana pasó a mil. Yo ya tenía gente a mi cargo y con lo que ahí gané pude comenzar a ver un mundo que en mi vida había soñado conocer. Viajé y pude conocer París, Holanda, Suiza y Alemania, incluso haciendo turismo en cruceros. Ahora estoy jubilada y allá tengo un departamento donde vive mi hija, Soledad. Ahora estoy de vuelta por Cerrillos, arreglando mi casa donde conviví con mi difunto marido. Aquí tengo dos hijos, mis nietos y la pandemia que me retiene. Pero Cerrillos es el pueblo donde nací.

 En fin, como dice la zamba de don César Perdiguero: ‘Y aquí Salta estoy de vuelta’. No sé hasta cuándo pero ando con ganas de hacer algo aquí, poner un restaurante, enseñar básquet, no sé. ¿Vos que decís?”.

 

 

 

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