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El régimen cambiario que confunde

Por los Dres. Karina Castellano y Emilio Cornejo Costas 
Lunes, 07 de septiembre de 2020 02:27

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Hace un año, el Poder Ejecutivo Nacional reestableció el régimen de control cambiario (DNU 619/2019) según el cual, en forma resumida: (i) las divisas correspondientes al cobro de exportaciones de bienes y servicios deben ingresarse y liquidarse en el mercado de cambios, en las condiciones y plazos establecidas por la normativa dictada por este organismo; (ii) la compra de moneda extranjera para ahorro fue restringida a US$ 200 por persona física y (iii) en, ciertas situaciones, las transferencias de divisas al exterior requieren la autorización previa del BCRA.

Tratándose de un sistema de control, su contracara son sus sanciones, de índole penal.

¿Pero cuál es el valor que amerita tanto control y tamaña sanción? Ese bien, conocido por todos es la moneda extranjera, difícil de obtener en momentos de escasez y en ciclos económicos con pocas expectativas de crecimiento y por añadidura, el valor de la moneda local también se intenta proteger.

Dicho esto, si algunos sujetos están obligados a entregar las tan preciadas divisas al mercado y otros están condicionados para adquirirlas, el otro interrogante que surge es ¿a quién le pertenecen esas divisas? ¿al mercado? ¿al BCRA? Ya sea al primero o al segundo, lo cierto es que el BCRA administra su disponibilidad con absoluta discrecionalidad y quién no cumple es pasible de una sanción penal.

En otras palabras, aquel sujeto que es generador de un ingreso genuino en moneda extranjera ¿tiene la libertad de disponer de ella.  La respuesta a este cuestionamiento depende de la interpretación que se haga en cada caso de las normas jurídicas emitidas por el BCRA y ahí es en donde nos encontramos con una tarea titánica, con el agravante de que un mínimo incumplimiento deriva en una sanción de índole penal.

Y es por ello que lo primero que se advierte en los delitos cambiarios, en comparación con otra clase de delitos, es la drástica diferencia con que se evalúa el contenido o sentido de algunas garantías constitucionales fundamentales. Inmediatamente uno comprende a lo que se refieren algunos autores extranjeros cuando hablan de la administrativización o expansión del derecho penal, queriendo significar con ello la desnaturalización que, en aras de alcanzar determinado nivel de eficiencia en su persecución y represión, sufren algunos principios constitucionales que solían ser considerados inmutables en el marco del derecho penal clásico.

En el caso, ello es reconocido desde la misma exposición de motivos de la ley penal cambiaria cuando dice que “los principios del derecho común sufren una severa distorsión en razón de la distinta naturaleza de los bienes jurídicamente protegidos que constituyen su materia”.

Principios como el de “culpabilidad”, “presunción de inocencia” y sobre todo el de “legalidad” sufren esa distorsión de la que habla el legislador sin reparar en que, cuando el legislador opta por los cañonazos y no por las balas, debe ser consciente que el derecho a imponer una pena, por la intensidad de dicha sanción, tiene sus reglas y límites que no deben ni pueden ser sobrepasadas y menos desconocidas.

En ese orden, el principio de legalidad, receptado en el Art. 18 de nuestra Constitución Nacional al disponer que nadie puede ser “penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”, exige que la ley sea previa, escrita y precisa (cabría agregar también estable). Ello por un motivo lógico: los sujetos deben saber de antemano qué está prohibido y qué permitido. Subyacen al mismo, innegables exigencias de seguridad jurídica y garantía de libertades individuales que se verían seriamente afectadas si un sujeto pudiera ser castigado penalmente con una ley que no tuvo en cuenta en el momento de realizar el hecho; ya sea porque no existía o por qué era incomprensible.

La razón es evidente y también involucra al principio de culpabilidad: cualquier ciudadano para poder motivarse en una norma, debe saber y comprender de antemano el núcleo de lo prohibido. Por lo tanto, a quién no conoce la desaprobación jurídico penal de su comportamiento por falta de precisión, no puede reprochársele una conducta dolosa.

Ahora bien, la ley penal cambiaria es una ley penal en blanco que se complementa día a día con las confusas y cambiantes disposiciones del BCRA, dando lugar a un enmarañado e incluso contradictorio régimen cambiario. Hoy es prácticamente imposible que los exportadores, importadores o cualquiera que opere en el mercado de cambios, puedan saber con la claridad que exige el derecho penal que es realmente lo que está prohibido. Vale el siguiente paralelismo: es como si el legislador modificara todas las semanas el Código Penal; al fin de cuentas, nadie podría saber que se puede y que no se puede hacer y por ende difícilmente podría hablarse de conductas dolosas.

Por eso es altamente llamativo que ante una materia tan oscilante y sujeta a las profundas crisis y emergencias, se emplee como técnica legislativa una ley penal en blanco complementada por un sistema impreciso, que se modifica, corrige y aclara permanentemente con el agravante de que un mínimo incumplimiento, por más leve que sea, se traduce en una sanción penal.

El legislador debió haber optado por un régimen administrativo, con sanciones administrativa y juzgado por jueces administrativos o, en su defecto, echar mano a otra técnica legislativa más precisa y más estable que sólo castigue conductas extremadamente dolosas y no cualquier incumplimiento normativo hasta llegar al absurdo de castigar la mera compra de US$ 300 por mes de cualquier persona física que pretenda ahorrar en dólares para mantener el valor de sus ahorros. 
 

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