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“La búsqueda de mi voz como escritor se relaciona con el 'tahiel'"

Roberto Acebo, ganador del Concurso Literario Provincial, reflexiona sobre sus primeras lecturas y sus búsquedas en el ámbito de la literatura. 
Martes, 08 de septiembre de 2020 19:14

Recientemente se conocieron los ganadores del Concurso Literario Provincial 2020. En la categoría Cuento le otorgaron el primer premio a Roberto Acebo por “Lo que estaba antes”. Él ya había quedado en primer lugar en 2009, pero en la categoría Novela, por “La cáscara de la nuez”. Roberto se desempeña desde 2010 como corrector de textos en el diario El Tribuno, después de haber sido colaborador para las extintas Agenda Cultural y revista Nexo. Hay en la esencia del corrector de textos amor por las palabras y hasta por los errores. Esta característica deviene de su ejercicio profesional -o es su causa-, acompañada de una gran humildad y discreción. Correctores como Roberto poseen estas cualidades en una época en la que todos quieren ser autores y en que se está perdiendo la generosidad del estudio, que se ajusta difícilmente a la victoria contemporánea de la trivialidad y la superficialidad. Lo conmovedor es que la del corrector es una voz subordinada que se propone escuchar a un autor, aprender de él y ayudarlo a potenciar sus expresiones. Rehuyendo de definiciones rigurosas, es un oficio para pensar en las cosas que jamás pensarán en uno. Por ello es doblemente admirable que desempeñe este oficio un escritor tan singular como Roberto, que puertas afuera de este medio también es tallerista y educador de niños y adolescentes. 

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Recientemente se conocieron los ganadores del Concurso Literario Provincial 2020. En la categoría Cuento le otorgaron el primer premio a Roberto Acebo por “Lo que estaba antes”. Él ya había quedado en primer lugar en 2009, pero en la categoría Novela, por “La cáscara de la nuez”. Roberto se desempeña desde 2010 como corrector de textos en el diario El Tribuno, después de haber sido colaborador para las extintas Agenda Cultural y revista Nexo. Hay en la esencia del corrector de textos amor por las palabras y hasta por los errores. Esta característica deviene de su ejercicio profesional -o es su causa-, acompañada de una gran humildad y discreción. Correctores como Roberto poseen estas cualidades en una época en la que todos quieren ser autores y en que se está perdiendo la generosidad del estudio, que se ajusta difícilmente a la victoria contemporánea de la trivialidad y la superficialidad. Lo conmovedor es que la del corrector es una voz subordinada que se propone escuchar a un autor, aprender de él y ayudarlo a potenciar sus expresiones. Rehuyendo de definiciones rigurosas, es un oficio para pensar en las cosas que jamás pensarán en uno. Por ello es doblemente admirable que desempeñe este oficio un escritor tan singular como Roberto, que puertas afuera de este medio también es tallerista y educador de niños y adolescentes. 

¿Qué cambia en la carrera de un escritor el ganar un concurso?
Ganar involucra, en este caso, publicar el libro. Y eso es muy importante. Publicar es cerrar, terminar tu trabajo, dejarlo para que lo encuentre un lector. El libro toma cuerpo y ese cuerpo es suyo y de quien lo lee. Y a la vez, y esto es relativo, es una validación de tu trabajo y quizás eso te aliente a seguir escribiendo. Lo deseable sería que sirviera para que un editor te lea y quiera publicarte. Claro que eso no ocurre en general. 

¿Cuáles fueron tus primeras lecturas? 
Las lecturas de la escuela. Fui a la 20 de Febrero, de Tres Cerritos, entre el 72 y el 79. Los libros que recuerdo: “Platero y yo”, “El libro de la selva”, cuentos y poemas que las maestras nos dictaban o copiaban en el pizarrón, porque en esa época el dictado era de estricto cumplimiento. ¡Cómo sufrí con “La tortuga gigante” (de Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga)! Y en la casa, mis papás compraban todas las semanas “El libro gordo de Petete”, que venía en fascículos. También teníamos el diccionario Karten, un atlas en dos tomos y unos cuatro libros de historia argentina, y ya que esta nota quizá la lean la Pato y el Rafa, gracias a ellos esos cuatro libros sobrevivieron a mis mudanzas y extravíos, en el 96 o el 97 se los habré dejado. Los otros, gracias a Dios, los tienen mis hermanos en Jujuy, donde viven. A veces pienso en eso, y es como una película policial.

Contame la escena que se te presenta en la mente...
Me persiguen y llego a la casa de unos amigos y les dejo unos libros para que los cuiden unos días, y sigo huyendo, pasan los años y toco la puerta. Es otra casa, por supuesto, -y otro barrio- y Rafa abre, me mira y le grita a la Pato: “¡Mirá quien vino, tu amiguito el mechudo! ¿Querés atenderlo vos o querés que lo atienda yo?”, le dice mientras hace sonar los nudillos (y se escucha desde adentro “el Negrito”...). Y, por supuesto, me da un abrazo tan largo como los años que nos separan. Era escuchar la motito del revistero y salir corriendo a la puerta del alambrado, dejando el trompo o la bici o el partido en la canchita de la esquina. En ese tiempo el barrio eran unas cuantas casas de laburantes desparramadas y muchos baldíos. Nuestro territorio de juego, desde Los Durazneros hasta la avenida y desde Los Crisantemos hasta Las Quinas, el centro para nosotros era Los Manzanos y Los Naranjos, en Tres Cerritos. Y la canchita, nuestra canchita (porque la de encuentros internacionales y que nos quitaban los grandes o los parques quedaba en Los Manzanos y Los Naranjos) estaba en Los Perales y Los Manzanos, al lado de la casa los Zapata. Debo aclararte que tengo dos hermanos con papeles y todo, Carlos y René, y otros tres -hijos de doña Sofía y de don Modesto Zapata y por eso un poco flojos de papeles-: Dani, David y José. Y los amigos del alma: Luis, Tera, Tito, la Chini, la Negra, Oscar, el Mono, Mamadera, Maguila, Pirucho, Pucho... Uy, ¡te puedo hacer un censo de ahora padres y abuelos de muchos lectores! Pensarás, ¿y los libros? Bueno, siendo muy ecléctico te diría que mis primeras lecturas también y sobre todo fueron esas, la cancha, los amigos, los juegos y esa escuela de barrio. 

Cuando pudiste comprar libros con autonomía, ¿qué elegiste?
Habrá sido a los 16 o 17, papá me daba plata para que yo la administrara, puesto que vivía solo en Salta. Mi papá era fotógrafo en El Talar (un pueblo del ingenio Ledesma) y mis hermanos estaban con él, estudiando. No pude irme con ellos porque la secundaria del pueblo era nueva y solo había hasta tercer año y además yo cursaba cuarto en la ENET 2, bueno no resultó y dejé la técnica, los extrañaba mucho, y mi viejo me llevó con ellos. Era el 83, pero tenía que terminar el colegio, de modo que en el 84, mucho más fuerte, volví a Salta. Papá me inscribió en el 2 de Abril, de Villa Las Rosas, para que repitiera 4°, y el régimen del 2 de Abril comparado con el de la técnica era una fiesta, además la alegría de la democracia se respiraba en el aire. Bueno, vuelvo a qué compré. Un casete de Pastoral y otro de Sui Géneris, en HyR Maluf. Salíamos de la dictadura y el rock nacional estaba muy presente, y en ese colegio me encontré con esos aires. En Topografía éramos unos veinte alumnos en 4°, la mayoría de los chicos elegía Ciencias de la Salud, y para colmo muchos de los de Topografía éramos repitentes, ya que siempre había lugar. Entrábamos a las 18.30 y salíamos a las 23, 23.30. Y allí forjé una amistad tremenda con chicos en circunstancias parecidas a la mía. Clau, Jorge, Sandro, Marcelo, Rita y Yaqui. Y estudiábamos, pero a veces nos aburríamos y nos íbamos “a hacer cosas mejores”. Clau y Jorge alquilaban una pieza en el pasaje Las Artes, o no recuerdo si Rita vivía ahí. Lo cierto es que Jorge era porteño y Clau cordobesa y por eso alquilaban. Bueno, allí entraba la música, los derives por Villa Soledad, el parque San Martín, el cerro y las guitarras de Sandro y Marcelo. Y yo, como manejaba plata, compré esos casetes, y transcribíamos las letras y las cantábamos y nos animábamos también a hacer nuestras propias canciones. Y aparecían libros, no me preguntés quién los traía porque no me acuerdo, pero leíamos. Y yo -el potentado del grupo- compraba la Canta Rock, una revista de rock nacional, que aparte de los acordes para guitarra traía artículos muy de esos tiempos de redescubrimientos y experimentaciones. Y por allí Sandro o Marcelo aparecían con alguna Pelo (otra revista de rock), y el delirio era completo.

¿Terminaste la secundaria y te inscribiste en Letras?

No. Terminé el colegio y la opción era estudiar Geología o trabajar, y elegí lo segundo. Papá vendió la casa de la segunda rotonda y me fui a vivir con mis hermanos a El Talar. Y Carlos, mi hermano mayor, laburaba de fotógrafo en ese pueblo, mientras hacía 5° año junto con René, el más chico. Mi viejo ya vivía en Caimancito. Y yo también trabajé de fotógrafo en el ramal. Le cuento por wasap a Ana, hija de Carlos, que su tata nos educó a nosotros haciéndonos escuchar a los Beatles y que colgaba cuadros de Lennon y Marilyn en las paredes. Y me responde “a mí también me tortura”, con un emoji. Y sí. Comprábamos por correo libros del Círculo de Lectores de Emecé. Las obras completas de Borges, "Cerrado por melancolía", de Blaisten, "La agonía y el éxtasis", de Irving Stone, poesía de Alfonsina Storni, de José Portogalo, de Edgar Bayley, novelas de Puzzo, las obras completas de Castilla de ediciones Corregidor, y muchos libros, y la revista Humor y El Gráfico. Ah, otra cosa, mi papá también se prendía y leía muchos de eso. Y en el 85, estaba en 5° año y en Salta, ahora que me puse a recordar, compré “Resurrección de la soledad”, de Gustavo Rubens Agüero. Esa poesía nos duró muchos años. “Arrugué el corazón como un pañuelo”, decía alguno de esos versos. Con mis hermanos, devorábamos libros. Y mi viejo era el cómplice.

¿Cómo hallaste tu voz de escritor?
Eso es inconsciente y no sé si es una sola voz la del escritor. Quizá la atisbo como consecuencia de otras búsquedas. En todo caso, te puedo hablar de algo que aprendí no hace mucho y que un poco le puso palabras a una búsqueda muy personal. El “tahiel” (o tayul), una palabra en mapudungún, la lengua de los mapuches, que refiere al canto propio. Significa canto sagrado, la voz que llevamos adentro y que nos une con nuestros ancestros y nuestra tierra y lo que vendrá y que en algún momento cantamos; también significa hombre libre, a partir de conocer el canto propio... La idea es hermosa.

¿Con qué ancestros te conecta el tahiel?
Mi papá, un hachero, cañero, minero, fotógrafo, que con su trabajo nos compraba revistas y libros y pagaba las cuotas del terreno, era técnicamente ignorante, un indio. Fue solo tres años a una escuela de curas en su pueblito de Potosí porque mi abuelo lo sacó, “ya sabía mucho” le decía y lo necesitaba para trabajar, y terminó yéndose de esa vida y se vino a la Argentina a los 14 años, solo. Terminó la primaria a los 36 años, en La Casualidad, donde nacimos mis hermanos y yo. Alguna vez, ya grande, le hablé del profe de Lingüística de la UNSa Vicente Pérez Sáez, no recuerdo por qué razón y me preguntó: “¿Cómo es? ¿Es un español flaco, alto y de ojos claros?”. “Sí”, le respondí sorprendido. Y me contó: “Creo que fue mi maestro en la mina”. Y me quedó esa pregunta por hacerle al profe Vicente, y nunca se la hice, era simple: “¿Usted trabajó en mina La Casualidad?”. Y ahora no importa la respuesta. Sí, el hecho de que papá había terminado la primaria, y tenía muy claro que quería que los tres estudiáramos. Y vuelvo a lo del tahiel. Papá hablaba quechua, aymara y castellano -y era técnicamente ignorante-, y yo solo hablo castellano -y, técnicamente, soy escritor y otras cosas más a los efectos curriculares-. Y no me gusta, no quiero avalar eso. No quiero que digan que mi papá es ignorante y que yo no lo soy, si sé que es al revés. No quiero un lugar asignado por los que niegan a mis padres, mi memoria. Hace años que busco mi tahiel y sé que va a ser en un castellano muy mestizo. 

¿Como educador creés en la importancia del taller literario como usina?

Como usina, como generadora, creo que es más valioso un taller de lectura. Y pienso en los chicos como asistentes. En una biblioteca popular, un club, un centro vecinal, por ejemplo, esa propuesta debería integrase con otras. Talleres de lectura, pero no solo de libros, sino de cine, historieta, música, danza. Claro, te hablo de espacios en los que los chicos no tengan que pagar o sean mínimas las cuotas y escriban. Y también podés acceder a talleres pagos muy buenos.

En cuanto a talleres de escritura, y pienso en adultos, Liliana Heker ha sido una tallerista permanente, y ha publicado sobre el tema. Por sus talleres han pasado muy buenos escritores, Samanta Schweblin y Pablo Ramos, por ejemplo.

¿Por qué elegís este perfil tan endógeno como escritor?

Muchos amigos me retan por mi bajo perfil como escritor. Y a veces me ven tozudo haciendo cosas que van “en contra de mí”. Empeñarme en ser desprendido con hijos ajenos, dando cosas que no me sobran -mi tiempo “gratis”, por ejemplo-. Y sabés qué pasa, no siento a los chicos con los que trabajo como otros, no soy altruista, son "mis" chicos desde una pertenencia enorme que aprendí con mi papá y después con la militancia que a veces la desarrollás como coordinador de talleres, por ejemplo, o trabajando en una biblioteca popular o, como muchísima gente lo hace, en un comedor. Son lazos que existieron siempre. Cuando estás haciendo una práctica en un taller de radio, por ejemplo, y un chico te pregunta como al pasar: "¿Roberto, yo soy blanco?", lograste algo. Y allí comienza otro trabajo, ya no referido a la lectura en voz alta, a la colocación de la voz o al formato del programa. Muchos amigos sonríen porque siempre que hablo de literatura o educación termino hablando de Jesús Ramón Vera y de la Kuki Herrán, y esta no va a ser la excepción.

¿Qué te enseñaron que se te marcó como huella indeleble?

Ramón me enseñó del indio que está en la ciudad, en la orilla, y que canta su voz en la comparsa, junto a otros indios, y aquí no se trata de color de piel -he conocido indios de perfectos ojos claros y piel blanca en la comparsa-. Es otra cosa, la copla, la caja, el kultrum, los tambores y máscaras africanos tienen que ver con ese canto. Ramón me mira, no recuerdo si en el Madrid o el Roma, y me dice: “Date cuenta”, después de habernos encontrado esa tarde con Carlos Hugo Aparicio, ese chango de La Quiaca que se vino siendo niño con su familia a Salta porque allá no podía estudiar. Y estoy hablando de Carlos y del changuito de “Trenes del sur”, esa novela bellísima que alguna vez se la regalé a un remisero de Vaqueros y que cuando la leyó me devolvió unas gracias enormes porque no sabía que alguien había escrito algo que a él mismo le había pasado. Kuki fue militante y poeta y no negociaba con eso. Conservo dos libros que me regaló -“El hombre unidimensional” y “El fin de la utopía”, ambos de Marcuse-. Me decía: “Tenés que leer esto”. Y le hice caso, y también leí muchas otras cosas para entender que hay algo llamado capitalismo y que Vietnam, Nicaragua, Cuba, África, Palestina no son accidentes, y que estamos en Latinoamérica (con toda la diversidad y mezcla que tenemos) y no en “un pedacito de Europa en América”. Los conocí en la UNSa, donde también conocí esos silencios que no eran incómodos en Teoría I, con Zulma, Amelia y Martina. Y comenzamos un diálogo que aún continua. Cuando te hablo del tahiel, me refiero a eso.

¿La búsqueda del tahiel qué sabiduría te susurró?
Nuestra voz tiene que ver con nuestro lugar y nuestra gente. Todo hombre busca saber de dónde viene. Y creo que la literatura colabora con esa búsqueda. La voz de Occidente ya la tenemos, pero sería muy rico y honesto que escucháramos las voces de los andinos sobre la pacha y el pachakuti, la de los wichis que llaman personas también a los animales y a las plantas, y los respetan, o a los tunpas de los guaraníes, a los qom, las pervivencias de lo africano, y a tanto pensamiento diverso que vive en nuestros lugares, y que no sigamos pensando en términos decimonónicos, en conquistas del desierto y en civilizar a los bárbaros.

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