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De la rotativa hasta ahora, la misma pasión

Por Cynthia MolinariPsicóloga 
Miércoles, 13 de octubre de 2021 18:10

El diario llegaba todos los días a casa y entonces mi padre, que ya sufría de insomnio, se levantaba a las 4 de la mañana y comenzaba su ritual: bajaba por las escaleras, se dirigía hacia la puerta de calle y levantaba El Tribuno que el canillita dejaba todos los días a la misma hora, excepto los domingos que llegaba a las 6. Todo lo hacía minuciosamente y en silencio; iba a la cocina, ponía la pava y cuando tenía el mate listo, colocaba el diario sobre la mesa, se acomodaba en su silla y leía detenidamente desde los titulares de la portada hasta la última página. Solo se escuchaba, al dar vuelta la página, la hoja de papel surcando lentamente el aire. 
A veces se exaltaba y mientras leía decía “¡Madonna santa!” y otras, con el ceño fruncido murmuraba en voz baja “porca miseria... porca miseria” . Se quejaba de que los hijos adolescentes no leyeran o que leyéramos solamente la parte de espectáculos o de deportes y que el diario apareciera desmembrado por toda la casa. Mi madre era más tétrica, nos pedía que leyéramos el obituario en voz alta -y como lo que se hereda no se hurta- a veces le hacía creer que fallecían amigos o conocidos de ella, lo que me ha valido unos cuantos coscorrones; pero así me liberé del puesto de “niña cantora de las funerarias”. 

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El diario llegaba todos los días a casa y entonces mi padre, que ya sufría de insomnio, se levantaba a las 4 de la mañana y comenzaba su ritual: bajaba por las escaleras, se dirigía hacia la puerta de calle y levantaba El Tribuno que el canillita dejaba todos los días a la misma hora, excepto los domingos que llegaba a las 6. Todo lo hacía minuciosamente y en silencio; iba a la cocina, ponía la pava y cuando tenía el mate listo, colocaba el diario sobre la mesa, se acomodaba en su silla y leía detenidamente desde los titulares de la portada hasta la última página. Solo se escuchaba, al dar vuelta la página, la hoja de papel surcando lentamente el aire. 
A veces se exaltaba y mientras leía decía “¡Madonna santa!” y otras, con el ceño fruncido murmuraba en voz baja “porca miseria... porca miseria” . Se quejaba de que los hijos adolescentes no leyeran o que leyéramos solamente la parte de espectáculos o de deportes y que el diario apareciera desmembrado por toda la casa. Mi madre era más tétrica, nos pedía que leyéramos el obituario en voz alta -y como lo que se hereda no se hurta- a veces le hacía creer que fallecían amigos o conocidos de ella, lo que me ha valido unos cuantos coscorrones; pero así me liberé del puesto de “niña cantora de las funerarias”. 


Lo curioso es que vivíamos a tres cuadras del cementerio de la Santa Cruz, pero ese es otro cantar.
Cuando el diario llegaba a casa, no sólo traía noticias, también impregnaba su particular aroma de tinta y papel que lo hacía único. Además era una presencia constante; era leído, releído, recortado para la escuela, era de todos y de nadie, desaparecía por partes y aparecía con todas las secciones mezcladas y las páginas al revés.


 ¿Dónde está el diario? se escuchaba por toda la casa y una parte podía estar sobre una silla, otra arriba de la tele, en el jardín, en el auto o con mi madre, usándolo de abanico. El diario era un elemento que circulaba entre nosotros casi como si tuviera vida propia y aunque los adolescentes no lo leyésemos de principio a fin, como hacía mi padre, le dábamos ese día y no más que ese día, un valor especial, tanto que llegábamos a mezquinarlo entre nosotros. “Dame el diario” pedía uno, “No lo terminé de leer” contestaba otro. El diario formaba parte de esos tironeos típicos entre hermanos, porque era el diario (y porque a esa edad, por algo hay que pelear). 
Años después me presenté a un concurso de cuentos en un pequeño certamen cuyo premio mayor fue darme la certeza de que había aprendido a escribir más o menos bien. 
Entonces una empleada de El Tribuno, que solía leer mis textos inéditos, insistió para que trabajara allí, y así fue que conocí la planta editorial ubicada en Limache. 
Al llegar por primera vez, tenía que dirigirme a la sección de Cultura que entonces se llamaba Galería. Atravesé el inmenso hall de entrada, y al fondo vi abierta una puerta hacia un enorme galpón a media luz. Me quedé pasmada al ver una máquina de dimensiones gigantescas y a los costados rollos enteros de papel prensa destilando a raudales ese aroma inconfundible que me transportó a la infancia. En medio de la penumbra, mientras imaginaba aquella enorme maquinaria como una ballena dormida en el fondo del mar, alguien desde el fondo gritó: “¡Está prohibido el ingreso a la Rotativa!”, entonces supe que así se llamaba esa máquina fascinante que horas después y durante tanto tiempo me di el gusto de verla funcionar, ruidosa como un barco a punto de zarpar y perfecta; el ensamble de sus partes, la estampa de la tinta sobre rollos de papel y la repetición incesante de miles y miles de páginas girando sobre cilindros en un sistema perfecto de poleas, ver así el proceso de transformación de rollos de papel y de tachos de tinta convirtiéndose en El Tribuno de cada día.
Tiempo después presenté al Jefe de área un proyecto para desarrollar una página dedicada la juventud, con el propósito de alentar la lectura y el vínculo entre los adolescentes y jóvenes a un medio masivo de comunicación. 
El proyecto fue aprobado y publicamos una página semanal de seis columnas todos los sábados, con una sección dedicada a Psicología, y otras columnas a cultura, libros y espectáculos, consejos saludables, shows y conciertos para jóvenes.
Se llamó Tu Página y tras el éxito que tuvo, El Tribuno colocó en las oficinas de Zuviría 20 un enorme buzón que se llenaba de papeles con mensajes y saludos, creándose así una verdadera red de comunicación, una red social sin tecnología, sin la inmediatez de Whatsapp y que por ello o gracias a ello, los jóvenes lectores esperaban con ansias los sábados, verse publicados en El Tribuno. 
Hoy, gracias a la tecnología escribimos y enviamos nuestras notas en forma virtual. Ya no se escucha el frenético teclear de aquellas máquinas, ni vemos a los reporteros gráficos secando las fotografías bajo la presión de la hora de cierre, cuando la Rotativa despertaba del silencio y la penumbra y encendía todas sus luces, su fuerza, su ruido y su energía.
Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero sigue siendo El Tribuno un recipiente donde reposan el tiempo y la historia, las ideas, los pensamientos, el trabajo, la investigación, las notas, la vocación, el talento y el oficio de decenas de periodistas, fotógrafos, corresponsales, publicistas, editorialistas y de los columnistas que plasmamos allí día a día nuestro compromiso con la ética profesional, con la ciencia y con la verdad. 

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