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Recuerdos de Marino Justiniano que hilvanan parte de la historia de Tartagal

En sus memorias resalta la historia del burdel de “doña Hortensia” porque su mamá era la lavandera de las trabajadoras sexuales. También la epidemia de viruela.
Domingo, 24 de octubre de 2021 00:37

Marino Justiniano suele recordar que en su infancia, cuando caía la tarde, con esa inocencia propia de los niños, corría por la calle de tierra con una percha en alto de la cual pendían varios vestidos de colores estridentes, recién planchados y oliendo a limpios para entregárselos a sus destinatarias: las chicas del cabaret, “las mujeres de la vida”, como se llamaba en ese entonces a quienes ejercían el oficio más antiguo del mundo, en el pueblo de Tartagal. 
Es que la mamá de Marino “lavaba ropa ajena al pie del piletón”, como rezan los versos de aquel viejo tango que hace alusión al durísimo trabajo de las mujeres más humildes para asegurar la comida de sus hijos, a quienes no las acobardaba el cansancio demoledor con el fin de lograrlo. 
La humilde vivienda de los Justiniano daba con los fondos de lo que años después sería el club Old Boys de Tartagal -hoy calle Cornejo al 600- y a tan solo un par de cuadras -Belgrano al 700- se ubicaba el cabaret que regenteaba doña Hortensia, la Madama de ese lugar que hoy quedaría más o menos enfrente de la escuela Técnica OEA. 
Doña Hortensia era pareja de uno de los músicos de su casa de citas, de apellido Artaza, quien vivía en la calle Belgrano al 600 en un inquilinato de madera, propiedad de la familia Restom. 
En esos tiempos, los músicos eran quienes amenizaban esas noches de sexo y alcohol que duraban hasta bien entrada la madrugada. Hortensia, según recuerda de su infancia don Marino Justiniano, era una mujer robusta que alojaba a las chicas en su propia casa, la misma que por la noche se transformaba en el burdel más famoso, posiblemente el primero y el único de aquellos años, al que seguramente le siguieron otros como los muy conocidos “La Beatriz” (por el nombre de su madama y que estaba ubicado en la Diagonal República de Siria), “La luz verde” (por el foquito de ese color que identificaba al lugar en el barrio Luján); “Varela” (por el apellido de su propietario, sobre la avenida 24 de Septiembre ) y cuántos otros que muchos recordarán. 
Eso sí, todos lejos del centro, para proteger la intimidad de los clientes. 

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Marino Justiniano suele recordar que en su infancia, cuando caía la tarde, con esa inocencia propia de los niños, corría por la calle de tierra con una percha en alto de la cual pendían varios vestidos de colores estridentes, recién planchados y oliendo a limpios para entregárselos a sus destinatarias: las chicas del cabaret, “las mujeres de la vida”, como se llamaba en ese entonces a quienes ejercían el oficio más antiguo del mundo, en el pueblo de Tartagal. 
Es que la mamá de Marino “lavaba ropa ajena al pie del piletón”, como rezan los versos de aquel viejo tango que hace alusión al durísimo trabajo de las mujeres más humildes para asegurar la comida de sus hijos, a quienes no las acobardaba el cansancio demoledor con el fin de lograrlo. 
La humilde vivienda de los Justiniano daba con los fondos de lo que años después sería el club Old Boys de Tartagal -hoy calle Cornejo al 600- y a tan solo un par de cuadras -Belgrano al 700- se ubicaba el cabaret que regenteaba doña Hortensia, la Madama de ese lugar que hoy quedaría más o menos enfrente de la escuela Técnica OEA. 
Doña Hortensia era pareja de uno de los músicos de su casa de citas, de apellido Artaza, quien vivía en la calle Belgrano al 600 en un inquilinato de madera, propiedad de la familia Restom. 
En esos tiempos, los músicos eran quienes amenizaban esas noches de sexo y alcohol que duraban hasta bien entrada la madrugada. Hortensia, según recuerda de su infancia don Marino Justiniano, era una mujer robusta que alojaba a las chicas en su propia casa, la misma que por la noche se transformaba en el burdel más famoso, posiblemente el primero y el único de aquellos años, al que seguramente le siguieron otros como los muy conocidos “La Beatriz” (por el nombre de su madama y que estaba ubicado en la Diagonal República de Siria), “La luz verde” (por el foquito de ese color que identificaba al lugar en el barrio Luján); “Varela” (por el apellido de su propietario, sobre la avenida 24 de Septiembre ) y cuántos otros que muchos recordarán. 
Eso sí, todos lejos del centro, para proteger la intimidad de los clientes. 

Mirando pasar la vida

Recordaba Marino que “las chicas de doña Hortensia” a las que su madre les lavaba, planchaba y acicalaba las prendas de vestir, solían en las calurosas tardes del norte, antes de sus horas de trabajo nocturno, salir a la vereda a charlar, tomar unos mates, reírse un rato. Algunas habían llegado de Bolivia. Los comentarios de la gente del pueblo decían que más bien eran cruceñas, de Santa Cruz de la Sierra, y que otras habían llegado desde otras provincias, seguramente expulsadas por la pobreza extrema, a una zona que muchos visionarios miraban con mucho interés. Claro que los mal pensados y prejuiciosos decían que en realidad venían a buscar clientes extranjeros de la compañía Standard, que ya en aquellos tiempos ganaban fortunas comparados con el común de la gente del pueblo de Tartagal.
Un día llegó la conmoción a este círculo de vecinos porque Hortensia murió trágicamente. La mató un hombre en tiempos donde nadie consideraba la figura del femicidio, que estaba tan presente como ahora mismo.
Marino relató que “Hortensia tenía ese trabajo como medio de vida. Una vida demasiado difícil como la de todas las mujeres que no habían encontrado otra opción”.
Luego que Hortensia fuera asesinada el cabaret sobrevivió en otro local ubicado en la misma cuadra y en manos de otra regente de nombre Constanza; a quién le siguió doña Sara, hasta que finalmente el local desapareció, al menos de esa cuadra en la década del ‘60, siendo reemplazado por otros burdeles cuyas dueñas tomaban la precaución de alejarse un poco más del centro del pueblo para mantener su condición de actividad marginal, menos expuestas a las miradas indiscretas, cuidando la reputación de sus clientes, seguramente, muchos de ellos padres de familia considerados “respetables”. 

La epidemia de viruela 

Don Marino Justiniano recuerda como si fuera hoy cuando la epidemia de la viruela asoló al pueblo de Tartagal alrededor de 1945. 
“A los enfermos se los atendía en la Diagonal (República de Siria); allí se colocaron las carpas y los tenían aislados”, dijo y agregó: “Yo era chango pero me acuerdo que uno de mis tíos murió de viruela; tenía un amigo, Justino Flores, que siendo grande trabajó conmigo y en ese entonces se salvó pero le quedó toda la cara picada; otro de apellido Barón también se salvó. Recuerdo que no había donde poner los cuerpos porque no alcanzaban las ataúdes”. 
 

Los tartagalenses de aquel entonces 

Marino Justiniano cursó la escuela primaria en la provincial Coronel Vicente de Uriburu y su maestra “fue la señorita Camila Akim. Mi abuela era doña Rosa Vargas Camargo de Santa Cruz de la Sierra y mi abuelo, oriundo de San Luis, era don Nepomuceno Amaya”. 
Según recuerda don Marino, su abuelo vivió durante su juventud en Río Negro pero no faltó quien lo tentara de venirse al norte. 
Nepomuceno agarró a su familia, la cargó en una carreta tirada por bueyes y emprendió su travesía hacia el norte. “Tres meses le tomó a mi abuelo llegar hasta San Victoria Este. ¿Usted escuchó nombrar el paraje La Puntana?” pregunta Marino y da una explicación simple pero muy valiosa para reconstruir la historia de los pueblos del norte. Y es que si no fuera por testimonios como los de Marino, todo se perdería en el olvido: “La hermana de mi abuelo Nepomuceno era de San Luis como él y cuando llegó al chaco puso una ‘sapeada‘, un lugar donde la gente iba a jugar al truco o tomarse un vino. Con el tiempo la gente comenzó a convocarse a la casa de La Puntana y así le quedó el nombre a ese lugar”.
 De parte de su padre que era boliviano, Marino recuerda que “Zoilo Justiniano se vino huyendo de la guerra del chaco y llegó a Tartagal el 17 de octubre de 1923; vino con Mamerto Vaca, un paisano. Donde queda la agencia de El Tribuno (Belgrano esquina España) había una panadería de un viejito de apellido Puga, donde está la comisaría 42 había un baldío grande; ahí un muchacho se colgó de un algarrobo grande, y por la España casi Cornejo vivía la señora Sanmillán, partera del hospital”... Así desovilla recuerdos y más recuerdos de los “changos del ayer” del pueblo de Tartagal y que afortunadamente, Marino se animó a compartir para que esta palabra escrita los proteja del olvi    do. 
 

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