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El estallido de la convertibilidad

Opinión.
Lunes, 20 de diciembre de 2021 01:57

Cuando en 1991 el gobierno de la Argentina decidió transitar los caminos de la convertibilidad, me encontraba trabajando en España y desde allí observé con una mezcla de esperanzas y dudas los empeños de aquel gobierno -y también de amplios sectores sociales y económicos- por aferrarse a una herramienta que parecía en condiciones de resolver viejos problemas.

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Cuando en 1991 el gobierno de la Argentina decidió transitar los caminos de la convertibilidad, me encontraba trabajando en España y desde allí observé con una mezcla de esperanzas y dudas los empeños de aquel gobierno -y también de amplios sectores sociales y económicos- por aferrarse a una herramienta que parecía en condiciones de resolver viejos problemas.

Nada indicaba que años más tarde (en 1994) ingresaría al gabinete de ministros del presidente Carlos Menem; ni que, hacia 1997, presenciaría las primeras fisuras del edificio de la convertibilidad en construcción. Mucho menos podía imaginar siquiera que en el año 2001 sería convocado por el presidente Fernando de la Rúa para desempeñar nuevas responsabilidades políticas.

Reflexionar con sentido crítico

Han transcurrido veinte años desde el estallido de la convertibilidad y es útil recordar sin acritud lo acontecido, y ensayar evaluaciones críticas de lo que sucedió entonces. Este enfoque crítico es -a mi modo de ver- una de las tantas deudas que tiene la clase dirigente argentina con la ciudadanía.
Antes de acometer esta tarea, siento la necesidad de expresar mi dolor por tantos sufrimientos y desencantos que experimentó la mayoría de argentinos.
Aquel estallido, más allá de consideraciones partidistas, sumió a la Argentina en un trienio signado por la pobreza, el desempleo, las expropiaciones y cepos, la emigración forzada de jóvenes y no tan jóvenes agobiados por el desastre, y la regresión a los tiempos del aislamiento y la autarquía. 
Pienso que los primeros logros de la convertibilidad han de atribuirse a la conducción política de entonces y a su capacidad de comunicar objetivos y de asignar responsabilidades a los ciudadanos negociando el contenido de las mismas con las entidades representativas.
En el caso de la convertibilidad, nacida en los años de 1990, el derrumbe final respondió a maniobras políticas y económicas que operaron sobre el creciente cansancio de los argentinos ante los problemas e incertidumbres que crecían día a día. Respondió también a errores políticos tales como la incapacidad para introducir las rectificaciones que imponían el escenario internacional y otros factores condicionantes.

El contexto político de las decisiones Las democracias funcionan razonablemente bien cuando los actores políticos conducen los procesos de gobierno y logran prevalecer sobre los intereses sectoriales que pugnan por imponer decisiones de tinte corporativo aun cuando estas resulten social o colectivamente dañinas.
La convertibilidad, como cualquier otra estrategia económica que procure la estabilidad y el desarrollo, funciona cuando se inscribe dentro del marco de la Constitución de cada país y cuando las corporaciones acatan las decisiones de la política. Su éxito depende, también, de la solidez de los gobiernos y del comportamiento responsable de la oposición. Alcanzar aquellos objetivos estratégicos económicos y sociales reclama una eficaz comunicación pública, consensos y transparencia, así como evidencias acerca de la equidad de los sacrificios y beneficios que se esperan de aquella estrategia.

El fracaso de la política

Hacia finales de 1997 el gobierno del presidente Menem perdía energías y apoyos; le abandonaban también la claridad y las certezas que le dieran buenos resultados en el quinquenio anterior.
A su vez, y pese a la enfática defensa que el presidente De la Rúa venía haciendo del “uno a uno”, sus sucesivos equipos de gobierno no acertaron en el diseño de las medidas imprescindibles para mantener esta paridad monetaria ni crear las condiciones para superar el estancamiento y repartir equitativamente costos y beneficios.
La división del partido radical (UCR), el oportunismo de ciertos gobernadores de provincias, la pérdida del apoyo internacional, la evolución de los términos de intercambio, y la incapacidad para llegar a acuerdos de rentas negociados con los sindicatos y con las organizaciones empresariales, son algunos de los factores que inexorablemente condujeron al estallido.
Ya a comienzos de 2001 parecía evidente que el gobierno del presidente De la Rúa recaía en la histórica incapacidad del partido radical para articular sus relaciones con el peronismo sindical y territorial. El radicalismo oscilaba entre las posturas antiperonistas y la tentación de crear la “pata peronista” de una imaginaria nueva mayoría.
Puede que la suerte de la convertibilidad estuviera echada al momento de su nacimiento, o quizá su crisis terminal fue definiéndose entre el final del menemismo y la ruptura de la Alianza UCR-Frepaso.
En cualquier caso, pienso que en el 2001 las corporaciones (industrial y financiera) habían ganado espacios y fuerzas frente a un gobierno que languidecía y había perdido la solidez necesaria para negociar con los actores políticos (gobernadores peronistas, jefes radicales) y sociales (empresas y CGT).

Dos experiencias personales

Tengo la certeza de que el presidente De la Rúa y algunos de los integrantes de su equipo de gobierno eran sabedores de la necesidad de un plan social que paliara las aristas más terribles de la indigencia y la pobreza. Participé en el diseño contrarreloj de una ayuda de emergencia -universal y bancarizada-. Pero esta no llegó a implementarse por las aludidas debilidades y fracturas internas.

El segundo acontecimiento al que quiero referirme para cerrar esta breve nota es la reunión que mantuve hacia noviembre de 2001 con una alta delegación de la Unión Industrial Argentina, a la que recibí en las inmediaciones de la Residencia de Olivos por indicación del presidente de la República. En la oportunidad, los jefes industriales me entregaron -en formato ultimátum- un escrito conteniendo las medidas económicas que exigían.
El presidente se negó a acceder a esta imposición. Lo que vino después, en diciembre de 2001, ratificó la debilidad del gobierno, la fortaleza de la coalición bonaerense y la eficacia del ultimátum de la gran patronal.

El nudo del conflicto

En uno de los momentos más agitados de la crisis de 2001 el presidente y el ministro de Economía tomaron una medida drástica: colocar todos los dólares que respaldaban los pesos corrientes en los cajeros automáticos para que los tenedores de pesos pudieran retirar su equivalente en billetes dólar. Participé en una reunión donde los administradores de las redes de cajeros explicaron que ello requería rediseñar las cubetas donde se colocan los billetes, lo que llevaría su tiempo. La decisión del gobierno, aunque trunca, implicaba llevar la convertibilidad a sus límites permitiendo el canje de moneda prometido por la ley. En esos momentos pregunté al ministro de Economía si podía afirmarse que el conflicto que hacía temblar los cimientos de la Argentina era, precisamente, quién se quedaría con los dólares: o los tenedores de pesos o los acreedores. Me respondió qué así era. Como quedó pronto patente el estallido se saldó con el triunfo de los acreedores.
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