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Chile, entre el hastío y el miedo

Martes, 07 de diciembre de 2021 02:15

Chile, un país que por más de treinta años fue un verdadero paradigma regional de moderación política, protagoniza hoy una polarización que en la segunda vuelta de su elección presidencial enfrenta a José Antonio Kast, un candidato de derecha que elogia a la dictadura militar de Augusto Pinochet, con Gabriel Boric, un ex líder estudiantil, candidato de un frente izquierda integrado por el Partido Comunista, tradicionalmente el más fuerte en su tipo de América del Sur, y reivindica la memoria de Salvador Allende, el mandatario socialista derrocado por el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.

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Chile, un país que por más de treinta años fue un verdadero paradigma regional de moderación política, protagoniza hoy una polarización que en la segunda vuelta de su elección presidencial enfrenta a José Antonio Kast, un candidato de derecha que elogia a la dictadura militar de Augusto Pinochet, con Gabriel Boric, un ex líder estudiantil, candidato de un frente izquierda integrado por el Partido Comunista, tradicionalmente el más fuerte en su tipo de América del Sur, y reivindica la memoria de Salvador Allende, el mandatario socialista derrocado por el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.

Si bien las encuestas de opinión le otorgan una ventaja a Boric, los resultados de la primera vuelta revelan que ninguno de los postulantes tiene chances de ganar por la adhesión a sus propuestas sino más bien por el rechazo que genera su adversario. Kast obtuvo el 28% de los votos contra el 26% de Boric. El resto se dispersó entre media docena de candidatos. Apenas acudió a las urnas un 47 % del electorado, el porcentaje más bajo para una elección presidencial desde la restauración de la democracia en 1990. El Congreso electo, sin mayorías claras, presenta sí una hegemonía de la derecha que dificultaría un eventual gobierno de Boric.

La atomización

La atomización del espectro político ya había quedado exhibida el año pasado en la elección de la convención constituyente encargada de reformar el texto dictado en 1988 por el régimen de Pinochet. En esa oportunidad, la concurrencia fue del 43%. La consecuencia fue la conformación de una asamblea fragmentada, con predominio de la izquierda, que impuso como presidenta del cuerpo a Elisa Loncón, una representante de la comunidad mapuche. La multiplicidad de bancadas minoritarias hace que las deliberaciones tropiecen con la dificultad de forjar consensos mínimos para avanzar en su misión.

En la superficie política, ese proceso de dispersión fue producto de la ruptura de la Concertación Democrática, una alianza entre la democracia cristiana y el Partido Socialista que piloteó la transición desde la salida del régimen militar y después se alternó en el gobierno con una coalición de centro-derecha encabezada por el actual presidente Sebastián Piñera. Pero el trasfondo fue la crisis del "milagro chileno", patentizada en 2019 con las movilizaciones de protesta callejera que forzaron a Piñera a promover una reforma constitucional, concebida como una fórmula para descomprimir una situación de extrema tensión.

Crecimiento y desigualdad

El estallido social cayó como un balde de agua fría sobre una clase dirigente orgullosa de un modelo económico que había posibilitado a Chile décadas de crecimiento y lo transformaron en un paradigma de éxito en América del Sur. Una pujante economía de mercado, unida a una apertura internacional que le permitió suscribir acuerdos de libre comercio con Estados Unidos, la Unión Europea y China y una alta tasa de inversión nacional y extranjera directa, fueron los pilares de una experiencia que generaba admiración en los países vecinos. El ingreso por habitante chileno es hoy cercano al argentino, cuando en 1980 era de apenas un 25%.

La contracara de esa performance económica fue un progresivo aumento de las desigualdades sociales. El 1% de la población acumula el 22% del producto bruto interno. Esa concentración del ingreso no impidió que el porcentaje de la población bajo la línea de pobreza descendiera drásticamente al 8,6%, junto con Uruguay el índice más bajo de la región. De esa aparente dicotomía surgieron dos diagnósticos contrapuestos: la izquierda puso el ojo en el fenómeno de la concentración, la derecha en la reducción de la pobreza.

Ninguna de ambas interpretaciones acierta con la naturaleza del fenómeno, derivado de lo que los politólogos latinoamericanos definen como la "revolución de las expectativas crecientes", algo que sucede cuando los sectores populares que logran salir de la pobreza generan expectativas de ascenso social que son defraudadas por los hechos. Un ejemplo paradigmático es Brasil, donde la nueva clase media impulsada durante las presidencias de Lula y Dilma Rousseff cimentó la base electoral de Jair Bolsonaro.

La nueva clase media chilena, resultado del crecimiento económico, tiene reclamos mucho más exigentes en materia de vivienda, salud y educación. El ex presidente socialista Ricardo Lagos narró su sorpresa cuando al visitar uno de los barrios populares construidos durante su gobierno los vecinos lo criticaron por no haber previsto un lugar de estacionamiento para sus automóviles. En las capas juveniles, una demanda sobresaliente es el elevado costo de la matrícula en las universidades privadas. Boric es precisamente uno de los emergentes de esa reivindicación.

Paralelismo histórico

Ese estado de disconformidad colectiva modificó sustancialmente la geografía partidaria. Si en la centroizquierda ese cambio en las expectativas de la sociedad provocó la descomposición de la Concertación Democrática y el avance de una tendencia más combativa, con epicentro en el electorado joven y en la ciudad de Santiago y sus zonas aledañas, en el centro - derecha el resultado fue un progresivo descrédito de sus expresiones más moderadas, encarnadas por Piñera.

También facilitó y la irrupción de un ala radicalizada, expresada por Kast, cuyo fuerte está en el interior y en las regiones rurales.
El bastión electoral del candidato derechista está en el sur, donde asoma la amenaza del separatismo mapuche. 
El balotaje de diciembre es la elección más trascendente que ha tenido Chile desde 1970, cuando la Unidad Popular liderada por Allende se impuso al candidato conservador Arturo Alessandri. 
La diferencia (una de ellas) es que hoy los dos contrincantes intentan capitalizar un clima de disconformidad generalizada con la “clase política”. La confrontación se manifiesta más en términos de rechazo al adversario que de apoyo a una propuesta determinada. En esa ardua competencia por el voto de la amplia franja de los indecisos, más que sobre sus programas de gobierno ambos candidatos alertan sobre la necesidad de conjurar el peligro encarnado por el otro. La mayoría del electorado optará por el “mal menor”, o contra el “mal mayor”.
Este panorama presenta puntos de semejanza con las recientes elecciones presidenciales en Ecuador y en Perú. En Ecuador, el conservador Guillermo Lazo que derrotó a Andrés Arauz, el candidato bendecido por el expresidente Rafael Correa, había obtenido en la primera vuelta un 20% de los votos contra un 32 % de su rival. 
En Perú, Pedro Castillo, el candidato izquierdista que derrotó en el balotaje a Keiko Fujimori, logró en la primera vuelta el 19% contra el 13% de su adversaria. En ambos casos surgieron sendos gobiernos débiles, sin mayoría parlamentaria. 
Pero la situación chilena presenta una particularidad adicional: el presidente y el Congreso que asuman el 11 de marzo coexistirán con una convención constituyente que tiene como plazo para sancionar la nueva Carta Magna el 4 de julio, aunque algunos convencionales plantearon ya la alternativa de una prórroga. Los poderes constituidos coexisten con un poder constituyente que tiene potestad legal para delimitar las atribuciones de las autoridades electas. Es difícil imaginar un escenario más propicio para el estallido de una crisis política de grandes dimensiones. 
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

 

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