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La impotencia y la crispación

Miércoles, 10 de febrero de 2021 00:00

El conflicto forzado con el sector rural y el ataque improcedente a la Suprema Corte de Justicia parecen una película en sepia. Son recursos políticos de un gobierno desorientado, fracturado y cuyo objetivo central es liberar a Cristina Fernández de todas las causas que la involucran en hechos de corrupción. Pero son hechos graves que remontan al pasado autoritario que durante más de medio siglo obstruyó la construcción de una democracia representativa.

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El conflicto forzado con el sector rural y el ataque improcedente a la Suprema Corte de Justicia parecen una película en sepia. Son recursos políticos de un gobierno desorientado, fracturado y cuyo objetivo central es liberar a Cristina Fernández de todas las causas que la involucran en hechos de corrupción. Pero son hechos graves que remontan al pasado autoritario que durante más de medio siglo obstruyó la construcción de una democracia representativa.

Alberto Fernández parece ignorar que la Corte es la cabeza de un poder autónomo y que el presidente no puede criticarla en los términos que él utiliza. ¿Qué sucedería si uno de los miembros de ese tribunal, en un reportaje, opinara sobre la calidad del gabinete de ministros, o del mismo presidente? Si el primer mandatario carece de prudencia, ¿qué se puede esperar de personajes erráticos, como Leopoldo Moureau que pide el juicio político contra ese cuerpo colegiado sin aportar un solo elemento acusatorio?

Moureau, como diputado, también debería conocer las responsabilidades que corresponden al Congreso en la democracia. Es cierto: el Instituto Patria considera que la genuina reforma judicial consiste en convertir a los jueces en escribas del Gobierno.

Este "deja vu" de varios capítulos de nuestra historia obliga a preocuparnos por el futuro de las instituciones, de una sociedad castigada por el desempleo, la pobreza y la dependencia de la dádiva oficial, y sobre todo, de la Nación.

El conflicto con el sector rural va más allá de las retenciones. Estas, por supuesto, son un bien sumamente apetecible para un Estado en quiebra y gobernado sin visión de futuro. Responsabilizar al campo por la inflación es una irresponsabilidad. Suponer que los alimentos aumentan porque aumentan los precios internacionales es desconocer las causas de la inflación e ignorar que la mayor carga en la formación de los precios corresponde a los impuestos, el costo financiero y la intermediación. La historia es maestra: la política de retenciones aplicada durante el gobierno kirchnerista no frenó la inflación ni mejoró el salario, porque un impuesto destinado a hacer caja siempre es inflacionario.

La Argentina arrastra un problema estructural que se remonta, al menos, a 45 años atrás. La inestabilidad macroeconómica y la fragilidad monetaria hacen utópico el despegue productivo: la economía del país es parte de la economía mundial y si no se ajusta a sus normas, el futuro más probable nos lo anticipa Venezuela.

La inversión de nuestro país no llega al 10 % del PBI, es decir, es la mitad de la media internacional (19%) y está muy lejos del 24/25% que sería recomendable para salir de la quiebra. Además, el gasto público oscila en el 40% del producto.

El problema es complejo y no se explica por la pandemia, el macrismo, el populismo ni por ninguna otra simplificación. Está vinculado al escenario internacional y latinoamericano, a la economía globalizada y en crisis y al reacomodamiento de las potencias. Pero también es cierto que nuestro país queda muy mal parado en la comparación con los vecinos.

El Gobierno nacional debería definir cuál es su plan de gobierno, aunque para eso debe superar la fractura entre el mesianismo de La Cámpora y las incertidumbres del resto.

De guiarnos por las declaraciones del presidente y sus voceros, además de plan, carecen de diagnóstico. Cuando el país empezaba a salir de la crisis de 2001, los economistas coincidían en la necesidad de desarrollar una estrategia diplomática para ampliar mercados, mostrar vocación exportadora, instrumentar políticas que mejoraran la competitividad y, sobre todo, adecuarse a las exigencias tecnológicas y comerciales del siglo XXI. Optaron por el modelo de "sustitución de importaciones" cuya insuficiencia se había verificado más de dos décadas atrás, y cerraron la economía. Los resultados están a la vista.

El problema es complejo y difícil, pero con buscar culpables en el campo, en la oposición o en la Corte no se resuelve nada.

Los discursos incendiarios solo sirven para aumentar las tensiones y la crispación, y para prolongar la crisis nacional.

 

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