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El presidente con capacidad de atenuar tensiones

Lunes, 15 de febrero de 2021 01:48

A lo largo de estos últimos 20 años escribí muchas páginas acerca del gobierno presidido por Carlos Saúl Menem. Las más exhaustivas integran mi obra sobre la huelga y el derecho de huelga, publicada por Editorial La Ley. Las más recientes están incorporadas al libro que reúne ensayos de varios de sus exministros y que se apresta a poner en las librerías la Editorial Sudamericana. 
A diferencia de las anteriores, esta nota -especial para El Tribuno- no estará centrada en los contenidos de sus políticas y dejará para mejor oportunidad un balance crítico de la década. Comenzaré recordando que mis años vividos (intensamente) en España habían amplificado mis críticas a las distintas variantes históricas del peronismo. Me sentía especialmente distante de los estilos y de la estética peronista que había conocido por experiencias personales vividas, claro está, a partir de los años de 1960 y hasta 1976.
De allí los temores y dudas que me asaltaron cuando el presidente Menem, a finales de 1994, me llamó para ofrecerme el Ministerio de Trabajo. Por ese entonces estaba recién regresado de mi segundo ciclo español y no tenía vínculo alguno con el gobierno de Menem ni con los sectores peronistas que hegemonizaban sus expresiones políticas.
Acostumbrado como estaba al orden democrático de los gobiernos europeos que me tocó conocer y a la sobriedad de los liderazgos en sus versiones socialdemócrata y socialcristiana, sentía un temor muy íntimo de los excesos y de la inestabilidad que caracterizaron a más de un gabinete de raíz peronista. 
Me preocupaban también los rechazos que mi ingreso al ministerio de Menem pudiera provocar en quienes me reprochaban mi experiencia acompañando al presidente Alfonsín en el período 1985/1988.
Así y todo, siguiendo intuiciones positivas y animado por una cierta audacia que generalmente se tiene a los 50 años (y se va perdiendo luego), decidí aceptar el ofrecimiento del presidente que, a estas alturas de su mandato, había logrado estabilizar la economía y las relaciones políticas internas y los vínculos con el principal partido de la oposición, dejando atrás turbulencias y enfrentamientos casi tribales. 

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A lo largo de estos últimos 20 años escribí muchas páginas acerca del gobierno presidido por Carlos Saúl Menem. Las más exhaustivas integran mi obra sobre la huelga y el derecho de huelga, publicada por Editorial La Ley. Las más recientes están incorporadas al libro que reúne ensayos de varios de sus exministros y que se apresta a poner en las librerías la Editorial Sudamericana. 
A diferencia de las anteriores, esta nota -especial para El Tribuno- no estará centrada en los contenidos de sus políticas y dejará para mejor oportunidad un balance crítico de la década. Comenzaré recordando que mis años vividos (intensamente) en España habían amplificado mis críticas a las distintas variantes históricas del peronismo. Me sentía especialmente distante de los estilos y de la estética peronista que había conocido por experiencias personales vividas, claro está, a partir de los años de 1960 y hasta 1976.
De allí los temores y dudas que me asaltaron cuando el presidente Menem, a finales de 1994, me llamó para ofrecerme el Ministerio de Trabajo. Por ese entonces estaba recién regresado de mi segundo ciclo español y no tenía vínculo alguno con el gobierno de Menem ni con los sectores peronistas que hegemonizaban sus expresiones políticas.
Acostumbrado como estaba al orden democrático de los gobiernos europeos que me tocó conocer y a la sobriedad de los liderazgos en sus versiones socialdemócrata y socialcristiana, sentía un temor muy íntimo de los excesos y de la inestabilidad que caracterizaron a más de un gabinete de raíz peronista. 
Me preocupaban también los rechazos que mi ingreso al ministerio de Menem pudiera provocar en quienes me reprochaban mi experiencia acompañando al presidente Alfonsín en el período 1985/1988.
Así y todo, siguiendo intuiciones positivas y animado por una cierta audacia que generalmente se tiene a los 50 años (y se va perdiendo luego), decidí aceptar el ofrecimiento del presidente que, a estas alturas de su mandato, había logrado estabilizar la economía y las relaciones políticas internas y los vínculos con el principal partido de la oposición, dejando atrás turbulencias y enfrentamientos casi tribales. 

Estoy convencido de que Menem era un pacificador, en el sentido del Preámbulo de la Constitución Nacional; pero distinto a Espartero llamado “El pacificador” en la España de la primera mitad del siglo XIX.
A poco de andar en mis nuevas funciones fui advirtiendo los grandes cambios que el presidente Menem estaba imponiendo sobre la forma de gobernar, sobre los modos de hacer política, sobre las reglas para tomar decisiones. Y me preguntaba (presa de prejuicios hoy abandonados) dónde habría aprendido este arte tan sofisticado un líder provinciano de sus características. 
Constaté también que reinaban en la Casa Rosada y en Olivos un orden -compatible con la creatividad y los intercambios de ideas- que poco tenía que envidiar al que había conocido en los alrededores de La Moncloa o en los despachos de los Nuevos Ministerios de Madrid.
La autoridad -indiscutida- del presidente se expresaba en reglas protocolares que impedían desórdenes y que, llegado el caso, amortiguaban conflictos y tensiones. Por multitudinario o informal que fuera el acto, cada pieza del Gabinete tendía su sitio y su cometido.
Las reuniones de gabinete, además de celebrarse con puntualidad, estaban rigurosamente estructuradas para que el presidente informara y recibiera la información de los miembros de su equipo. Asistí a mas de 200 reuniones de este tipo, y recuerdo solo una (celebrada en La Rioja, informalmente y sin la presencia directa de Menem) que terminó abruptamente y con amagos de renuncias intempestivas que luego se dejaron sin efecto. 
Desde mi ingreso a este equipo comprobé que el presidente manejaba con tino la técnica de delegar responsabilidades (dejando, por ejemplo, que cada ministro conformara sus propios equipos y los modificara con plena autonomía), y la de hacer seguimiento de las políticas aprobadas tratando de que estas produzcan los resultados esperados.
Por supuesto, tales resultados no siempre dependen de la capacidad del presidente o de sus ministros. Pero lo destacable, me pareció entonces y me sigue pareciendo, eran las habilidades y aptitudes de Carlos Saúl Menem para cohesionar un equipo integrado por personas de muy distinta procedencia, de talantes muchas veces antagónicos, y de muy distintas especialidades. 
Recuerdo con mucha claridad que cuando un ministro precisaba de una reunión a solas con el presidente, Menem analizaba el pedido y recibía o no al funcionario. Me tocó mantener con él este tipo de reuniones luego de las varias huelgas generales de la CGT y, sobre todo, con motivo de los primeros estallidos del naciente movimiento piquetero.
En cada una de ellas el presidente apareció sereno, preguntó con criterio e impartió las instrucciones necesarias. A sabiendas de que este tipo de reuniones mano a mano con uno de sus ministros servía, de paso, para apuntalar el titular de la cartera cuando los problemas, los conflictos y los embates arreciaban sobre un área determinada.
Permanecí cuatro años al frente del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de la Nación y siempre me sorprendió la capacidad del presidente para atenuar las tensiones propias de la difícil función de gobernar, para procurar consensos internos, para apaciguar fogosidades. Por supuesto, hubo dos o tres momentos en los que el poder arbitral del presidente no logró su cometido y se desencadenaron crisis ministeriales que, vistas a la distancia que dan los años, perjudicaron la marcha de los asuntos públicos.
Pese a que nunca llegamos a tutearnos, el presidente mantuvo conmigo un trato afable y muy comedido; en realidad, eran modos habituales en él. Había aprendido el arte de crear ese clima de cordialidad tan necesario la mayoría de las veces, y contaba con la simultánea aptitud para ejercer sus poderes constitucionales con rigor y sentido de la responsabilidad. 
Esta capacidad de dirección (“conducción” sería la palabra mas grata a las tradiciones peronistas) nunca se desbordó en verticalismos malsanos. El presidente presidía sin exigir pleitesías, y sin alentar el culto a su persona. Sabía escuchar, apoyar y, cuando había falta, rectificar. Cuando entendí que había llegado la hora de marcharme y regresar a la vida civil, hablé con el presidente que comprendió mis razones e insinuó designarme como embajador, honor que decliné inmediatamente pues ya entonces rechazaba la tendencia a la permanencia excesiva en cargos políticos. Antes de concluir esta semblanza centrada en las formas, permítanme destacar dos hechos relevantes de la gestión Menem: en primer lugar, el Pacto de Olivos que alumbró el primer consenso constitucional argentino amplio. Y, en segundo lugar, el acuerdo tripartito que permitió sancionar -en el apoyo de los sindicatos y de las cámaras empresarias- algunas leyes laborales que permanecen aún     vigentes. 
 

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