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Sputnik V, arma estratégica

Martes, 16 de febrero de 2021 01:57

Bajo la férrea mano de Vladimir Putin, Rusia quiere retomar su añeja tradición imperial y terciar en la nueva puja geopolítica planetaria. Los historiadores bautizaron como el "momento Sputnik" al impacto mundial provocado por la Unión Soviética en octubre de 1957 con el lanzamiento al espacio de su primer satélite artificial, que llevaba ese nombre.

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Bajo la férrea mano de Vladimir Putin, Rusia quiere retomar su añeja tradición imperial y terciar en la nueva puja geopolítica planetaria. Los historiadores bautizaron como el "momento Sputnik" al impacto mundial provocado por la Unión Soviética en octubre de 1957 con el lanzamiento al espacio de su primer satélite artificial, que llevaba ese nombre.

Aquel acontecimiento evidenció un salto tecnológico que descolocó transitoriamente a Estados Unidos en la feroz competencia que ambas superpotencias libraron durante todo el desarrollo de la guerra fría.

El hecho de que Moscú haya denominado "Sputnik V" a la primera vacuna contra el COVID 19 aplicada internacionalmente ratificó la relevancia estratégica otorgada por Moscú a una carrera científica en plena marcha. Rusia tenía ya sobrados galardones para reclamar un lugar de privilegio en el mundo científico internacional. El Instituto Gamaleya, protagonista de las investigaciones que desembocaron en la elaboración de la Sputnik V, nació en 1891. Su funcionamiento ininterrumpido atravesó el zarismo, la era bolchevique y la etapa postcomunista, en lo que cabría llamarse una "política de Estado" signada por la excelencia.

En la década del 20, aún convaleciente de la guerra civil que sucedió a la caída del zarismo, los bolcheviques fundaron el Instituto de Hematología, responsable de adelantos significativos en la transfusión de sangre. Desde un principio, la cúpula comunista resolvió que la elite científica fuera beneficiaria de los privilegios de la "nomenklatura" gobernante. Por supuesto, esta jerarquización de la actividad científica estuvo asociada al cumplimiento de los objetivos estratégicos perseguidos por los sucesivos regímenes políticos.

El caso emblemático de esa identificación entre ciencia y geopolítica fue la fabricación de la bomba atómica. La explosión del primer artefacto nuclear soviético, ocurrida en 1949, fue la base de sustentación de la bipolaridad que rigió durante los cuarenta años de la guerra fría. Este acontecimiento reveló también otra modalidad distintiva, reiterada por Putin: la utilización del aparato estatal como pilar de un sistema de poder capaz de compensar con su capacidad militar la debilidad de una estructura económica endeble que no estaba a la altura de sus competidores.

Esta continuidad en la definición de la actividad científica como prioridad estratégica está asociada con otra igualmente perceptible: la presencia de los servicios de inteligencia como parte fundamental del sistema de poder político. Putin, un antiguo coronel de la KGB, es una cabal demostración de esa influencia. Porque ese sistema de inteligencia no implicaba únicamente la garantía de la seguridad del Estado. Sus largas antenas le permitían adelantarse incluso a la propia conducción del Partido Comunista en la anticipación de las tendencias mundiales. La desaparición de la Unión Soviética coincidió con el diagnóstico de la KGB sobre que la superioridad tecnológica lograda por Estados Unidos generaba un desequilibrio estratégico imposible de revertir.

Con la Ojrana durante el zarismo, la NKVD y la KGB durante el comunismo y la FSB en la etapa postcomunista, ese protagonismo nunca estuvo oculto. El desarrollo nuclear soviético, sin duda mérito de sus científicos, contó con la inapreciable colaboración de los espías rusos que penetraron en los secretos nucleares estadounidenses. De allí que no cabe extrañarse por las denuncias acerca de que "hackers" rusos intentaron penetrar en los sistemas informáticos de los laboratorios occidentales que trabajaban en la investigación de otras vacunas contra el COVID-19.

Poder y conocimiento

Cuando la competencia por la supremacía mundial estaba centrada en la puja entre Estados Unidos y China por el liderazgo tecnológico en materia de inteligencia artificial, el inédito desafío planteado por la pandemia obligó a focalizar la atención en otro punto neurálgico: la preservación de la salud de la población mundial ante la expansión del virus como requisito para garantizar la supervivencia de la especie humana. Putin tuvo la clarividencia de apreciar la ventaja competitiva que ese escenario abría para Rusia y empeñó todos los recursos económicos y políticos necesarios para aprovecharla.

La desesperada búsqueda de una vacuna eficaz contra el virus en un tiempo increíblemente breve puso sobre el tapete a cuatro grandes jugadores globales: Estados Unidos, con Pfizer y Moderna, Gran Bretaña, con AstraZeneca, China, con Sinovac y Sinopharm, y Rusia con la Sputnik V. Ni la Unión Europea ni Japón tuvieron un papel significativo en este tema. El mapa geopolítico muestra entonces una dicotomía entre Occidente, encarnado por el eje anglo - estadounidense, y Oriente, representado por China y Rusia.

La disputa de mercado entre estos protagonistas de la campaña mundial de la vacunación tiene una significación equivalente a la batalla entablada entre Estados Unidos y China alrededor de la tecnología 5-G. En esta pelea, Putin aprecia que Rusia, que por su atraso relativo en el desarrollo de la inteligencia artificial no está en condiciones de participar en la competencia por la 5-G, tiene una oportunidad irrepetible para incrementar su influencia internacional.

La popularidad de Putin entre sus compatriotas está fundada en el renacimiento de Rusia como potencia mundial. Para el líder ruso, “quien no extraña a la Unión Soviética no tiene corazón, quien la quiere de vuelta no tiene cabeza”. Su objetivo es transformar a Rusia en el “tercer actor” en la nueva bipolaridad forjada por Estados Unidos y China. El obstáculo es que su país no tiene espaldas económicas para asumir esa responsabilidad y carece del poder militar con que la Unión Soviética suplió ese déficit durante la guerra fría. 
Sin la posibilidad de utilizar las herramientas económicas y financieras que disponen Estados Unidos y China, la estrategia de Putin es eminentemente política y está anclada en tres piezas fundamentales. En primer lugar, la consolidación de un bloque euroasiático, que englobe desde los países de Europa Oriental hasta los las repúblicas del Asia Central y reconstruya el “hinterland” forjado por el imperio zarista y continuado por la Unión Soviética. 
En segundo término, la promoción de los movimientos de la “derecha alternativa” del viejo continente, con el fin de neutralizar a la Unión Europea, que por derecho propio puede aspirar en asumir ese papel de “tercer actor”. Por último, la ampliación de su cabecera de playa en América Latina, establecida a partir de su implantación en Cuba y Venezuela.
Con total pragmatismo, la estrategia de Putin no se guía por preferencias ideológicas sino por necesidades prácticas. En Europa Occidental, el Kremlin usa su mano derecha y apoya a las formaciones de ultraderecha nacionalista que sustituyen el papel que cumplían los viejos partidos comunistas, anquilosados tras la desaparición de la Unión Soviética. 
En América Latina, emplea su mano izquierda y, a partir de su sólido asentamiento en Caracas y La Habana, respalda a los sectores políticos que quedaron huérfanos de protección desde la caída del muro de Berlín. La “diplomacia de la vacuna”, expresión del renovado software (“poder blando”) de Rusia, es un prometedor instrumento de esa nueva política imperial.

 * Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico 
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