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Misericordia quiero, no sacrificios

Sabado, 03 de abril de 2021 02:35

Las grandes religiones del libro, judaísmo, cristianismo y el islam tienen como denominador común rituales vinculados al sacrificio, el sufrimiento o autosacrificio como forma de relacionarse con la trascendencia y como modo de expiación de culpas y pecados. El tiempo de cuaresma para el cristiano es un tiempo signado por privaciones o sacrificios que realizan para asimilarlos al sufrimiento de Jesús en su pasión y muerte, y a la vez, como preparación a la resurrección, que es la clave de su fe; “si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe” (I Cor. 15,14). 
El sacrificio es un símbolo de renuncia a los lazos terrenales por amor al espíritu o a la divinidad. En las tradiciones religiosas más antiguas se encuentra el símbolo del hijo o la hija inmolados, el ejemplo de Abraham e Isaac es el más conocido. El sacrificio está ligado a la idea de un intercambio, al nivel de la energía creadora o al de la energía espiritual. Por ello, cuanto más precioso sea el objeto ofrecido, más poderosa será la energía o bendición recibida en contrapartida, sean cuales fueren sus fines purificadores o propiciatorios. Esta relación que aparece a lo largo de la historia de la humanidad también puede pervertirse. Un bien material que se sacrifica trae como recompensa un bien espiritual. La magia pervierte esta relación materia-espíritu, cuando se cree que se puede actuar por las fuerzas materiales sobre las fuerzas espirituales. 
La fe de Abraham lleva al sacrificio de Isaac, inmolación detenida por Dios, que reconoció la entrega del patriarca por encima de todo afecto terrenal, y fue mudando de un sacrificio humano a la ofrenda de un animal.
En la fe hebraica de Abraham, padre de la religión cristiana, el sacrificio posee un sentido muy particular, la vida está sobre la muerte. El martirio solo tiene valor si va a testimoniar una vida superior en la unidad divina. El sacrificio no es nunca una mutilación de la naturaleza, porque hay unidad entre el cuerpo y el alma, en el pensamiento judeo-cristiano. Nunca puede el sacrificio derivar en masoquismo. 

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Las grandes religiones del libro, judaísmo, cristianismo y el islam tienen como denominador común rituales vinculados al sacrificio, el sufrimiento o autosacrificio como forma de relacionarse con la trascendencia y como modo de expiación de culpas y pecados. El tiempo de cuaresma para el cristiano es un tiempo signado por privaciones o sacrificios que realizan para asimilarlos al sufrimiento de Jesús en su pasión y muerte, y a la vez, como preparación a la resurrección, que es la clave de su fe; “si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe” (I Cor. 15,14). 
El sacrificio es un símbolo de renuncia a los lazos terrenales por amor al espíritu o a la divinidad. En las tradiciones religiosas más antiguas se encuentra el símbolo del hijo o la hija inmolados, el ejemplo de Abraham e Isaac es el más conocido. El sacrificio está ligado a la idea de un intercambio, al nivel de la energía creadora o al de la energía espiritual. Por ello, cuanto más precioso sea el objeto ofrecido, más poderosa será la energía o bendición recibida en contrapartida, sean cuales fueren sus fines purificadores o propiciatorios. Esta relación que aparece a lo largo de la historia de la humanidad también puede pervertirse. Un bien material que se sacrifica trae como recompensa un bien espiritual. La magia pervierte esta relación materia-espíritu, cuando se cree que se puede actuar por las fuerzas materiales sobre las fuerzas espirituales. 
La fe de Abraham lleva al sacrificio de Isaac, inmolación detenida por Dios, que reconoció la entrega del patriarca por encima de todo afecto terrenal, y fue mudando de un sacrificio humano a la ofrenda de un animal.
En la fe hebraica de Abraham, padre de la religión cristiana, el sacrificio posee un sentido muy particular, la vida está sobre la muerte. El martirio solo tiene valor si va a testimoniar una vida superior en la unidad divina. El sacrificio no es nunca una mutilación de la naturaleza, porque hay unidad entre el cuerpo y el alma, en el pensamiento judeo-cristiano. Nunca puede el sacrificio derivar en masoquismo. 


Todo sacrificio es una victoria interior, es el triunfo de la naturaleza espiritual del hombre sobre su animalidad y así lo concibieron los celtas y los egipcios, quienes fueron mudando de sacrificios de humanos a sacrificios de animales. En el cristianismo, se profundizó el concepto de autosacrificio, como lucha contra las pasiones del cuerpo. El ayuno o privación de determinados alimentos que representan placeres o excesos fue consagrado como sacrificio emulando el ayuno de Jesucristo durante los cuarenta días en el desierto. Y esta práctica tuvo su auge en la Edad Media con los grandes místicos, y antes en los primeros cristianos de las comunidades cenobitas. En la sociedad actual, las prácticas religiosas del ayuno fueron vaciadas de contenido, al punto que se utilizan más bien como parte de regímenes alimentarios para verse o estar mejor, que como forma de ofrenda a Dios. Las flagelaciones o azotes corporales, usos de cilicios o cintos con púas se mantienen en algunas comunidades como ofrenda de expiación propia y ajena y como dominio del cuerpo y sus pasiones desenfrenadas. La iglesia de occidente puso mucho acento a lo largo de su historia en este tipo de prácticas y ofrendas centrando el tiempo de cuaresma en el sacrificio de Cristo y su muerte en la cruz, más que en el misterio de la Resurrección, haciendo de la fe un camino tedioso y no pocas veces de mero cumplimiento. Un sacrificio vacío de contenido espiritual para satisfacer el propio ego o degenerar la fe en magia. En cambio, la iglesia de oriente ponía su acento en la Pascua, con sacrificios más fuertes de privaciones y mortificaciones corporales, pero con la mirada firme en la Resurrección, desde donde se justifica el sentido de cualquier ofrenda. Es como decir, no sólo vivamos en el tiempo de penitencia en cuaresma, sino vamos en camino hacia la pascua. Cuando el pueblo de Israel comenzaba a alejarse de Dios, y hacían que sus sacrificios lo padecieran los más vulnerables de la comunidad, Dios les reprochaba con una sentencia clara, “Misericordia quiero y no sacrificios” (Oseas 6, 6; Mt. 12, 7). Este pasaje del profeta Oseas es citado por Jesucristo con la fuerza de un principio vital que engloba su mensaje. 
En tiempos de pandemia florecieron las cosas más interesantes del corazón humano, desde ese sentido de piedad y misericordia que se tradujo en solidaridad, sentimientos de miedo e incertidumbre, y también, sentimientos de un profundo egoísmo del “sálvese quien pueda”. 
En medio de una inédita crisis económica y el descontrol de una justa distribución de las vacunas se vivieron y se viven situaciones de injusticia contra la población más vulnerable, los niños y los ancianos. 
Da la sensación de que pusieron nuevos Isaac o algunos ancianos en la piedra o altar sacrificial. Masas de jóvenes y no tan jóvenes desempleados o con sueldos de miseria, explotados sin ningún escrúpulo. Nuevos coronados de espinas y nuevos crucificados. Achiques impúdicos de los salarios, abandono de personas en materias de salud y seguridad social, no sólo por la crisis, sino por el afán de acumular ganancias o mantener estándares de vida o simplemente por cuidar el poder mostraban la cara más cruel de la pandemia.
A muchos hombres y mujeres que practican la religión en éste tiempo, cabría recordarles que para llegar a la Pascua, deben hacer ellos mismos el sacrifico aceptable a los ojos de Dios. “Cuando ofrezcan al Señor un sacrificio de comunión, lo harán de tal manera que les sea aceptado”, sentencia el libro del Levítico capítulo 19, donde recuerda que el sacrifico sin caridad y sin justicia, no es agradable a Dios. “No oprimirás a tu prójimo ni lo despojarás; y no retendrás hasta la mañana siguiente en tu casa, el salario del trabajador”.
 

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