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Un legado que tambalea 

Martes, 25 de mayo de 2021 01:28

El 25 de Mayo de 1810 es una fecha fundamental para cada uno de nosotros. Y un compromiso de autocrítica como hijos de “una nueva y gloriosa Nación”. 
La crisis del imperio español generó una pérdida de autoridad que impactó en toda la sociedad virreinal. Una crisis terminal, que derivó en cuarenta años de luchas y tensiones por el control del territorio del virreinato que había dejado de existir. La ficción histórica - que cultiva eslóganes como “la historia que te ocultaron” o “los mitos de nuestra historia” - tiende a mostrar virulentos niveles de odio entre criollos y españoles. 
Difícilmente, de no ser por la coyuntura de una guerra, los criollos de entonces creyeran que España era “un vil invasor” y que estuviera poblada por “tigres sedientos de sangre”, como dice la letra original del Himno Nacional.
 La guerra era un recurso ineludible en el marco de una crisis que no daba lugar a otra respuesta. Pero los revolucionarios eran tan españoles como los realistas.
 El objetivo de conformar las Provincias Unidas del Río de la Plata movilizaba a José de San Martín y Manuel Belgrano, ambos educados en España, y a Martín Miguel de Güemes quien, como ellos, pensaba en la construcción de una nueva Nación.
 Es muy arduo imaginar el día a día de una sociedad de principios del siglo XIX.
 Lo que hoy es la Argentina no era una colonia aislada de la realidad del mundo: las ideas dominantes de las que participaban los líderes de la Revolución estaban inspiradas en los principios de la libertad y la igualdad. No todos pensaban igual. Mariano Moreno, Juan José Castelli y Manuel Belgrano fueron la vanguardia (algo jacobina) de una idea de sociedad organizada dentro de los cánones desprolijos heredados de la Revolución Francesa. A la larga, fue la idea que prevaleció. La libertad de vientres en 1813 es hija de esa matriz. El mismo espíritu prevalecería en el Congreso de Tucumán y, luego de tres décadas de caudillismo, guerras civiles y anarquía, se consagraría en la Constitución Nacional y en el legado de los intelectuales de la Organización Nacional, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento, entre ellos. Y más adelante, en la revolución radical. 
 Estamos en otra era. Pero la idea fundacional latente de la democracia liberal suena a utopía por estos días. Tras cuatro décadas de votaciones regulares, el imperio del Derecho, la independencia del Congreso y la majestad de la Justicia están ausentes.
La lógica autoritaria de la dirigencia tiende a la descalificación y al desconocimiento del otro. Aquella idea de Nación exige aceptar al otro como ciudadano y a su libertad, como un derecho y una obligación.
 En la Nación real, el Estado flaquea y la sociedad equitativa que está a la base de la idea de democracia aparece atravesada por las cifras crecientes de pobreza.
Aquella “nueva y gloriosa nación”, la nuestra, castigada por una dirigencia ensoberbecida, soporta una crisis de sus valores fundacionales, mientras se sumerge en una debacle macroeconómica para la que nadie ofrece respuestas.
 

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El 25 de Mayo de 1810 es una fecha fundamental para cada uno de nosotros. Y un compromiso de autocrítica como hijos de “una nueva y gloriosa Nación”. 
La crisis del imperio español generó una pérdida de autoridad que impactó en toda la sociedad virreinal. Una crisis terminal, que derivó en cuarenta años de luchas y tensiones por el control del territorio del virreinato que había dejado de existir. La ficción histórica - que cultiva eslóganes como “la historia que te ocultaron” o “los mitos de nuestra historia” - tiende a mostrar virulentos niveles de odio entre criollos y españoles. 
Difícilmente, de no ser por la coyuntura de una guerra, los criollos de entonces creyeran que España era “un vil invasor” y que estuviera poblada por “tigres sedientos de sangre”, como dice la letra original del Himno Nacional.
 La guerra era un recurso ineludible en el marco de una crisis que no daba lugar a otra respuesta. Pero los revolucionarios eran tan españoles como los realistas.
 El objetivo de conformar las Provincias Unidas del Río de la Plata movilizaba a José de San Martín y Manuel Belgrano, ambos educados en España, y a Martín Miguel de Güemes quien, como ellos, pensaba en la construcción de una nueva Nación.
 Es muy arduo imaginar el día a día de una sociedad de principios del siglo XIX.
 Lo que hoy es la Argentina no era una colonia aislada de la realidad del mundo: las ideas dominantes de las que participaban los líderes de la Revolución estaban inspiradas en los principios de la libertad y la igualdad. No todos pensaban igual. Mariano Moreno, Juan José Castelli y Manuel Belgrano fueron la vanguardia (algo jacobina) de una idea de sociedad organizada dentro de los cánones desprolijos heredados de la Revolución Francesa. A la larga, fue la idea que prevaleció. La libertad de vientres en 1813 es hija de esa matriz. El mismo espíritu prevalecería en el Congreso de Tucumán y, luego de tres décadas de caudillismo, guerras civiles y anarquía, se consagraría en la Constitución Nacional y en el legado de los intelectuales de la Organización Nacional, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento, entre ellos. Y más adelante, en la revolución radical. 
 Estamos en otra era. Pero la idea fundacional latente de la democracia liberal suena a utopía por estos días. Tras cuatro décadas de votaciones regulares, el imperio del Derecho, la independencia del Congreso y la majestad de la Justicia están ausentes.
La lógica autoritaria de la dirigencia tiende a la descalificación y al desconocimiento del otro. Aquella idea de Nación exige aceptar al otro como ciudadano y a su libertad, como un derecho y una obligación.
 En la Nación real, el Estado flaquea y la sociedad equitativa que está a la base de la idea de democracia aparece atravesada por las cifras crecientes de pobreza.
Aquella “nueva y gloriosa nación”, la nuestra, castigada por una dirigencia ensoberbecida, soporta una crisis de sus valores fundacionales, mientras se sumerge en una debacle macroeconómica para la que nadie ofrece respuestas.
 

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