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El inolvidable viaje a Cachi en un “forcito” de Marcos Rueda

En enero de 1961, conocimos el bello pueblo de Cachi que aún iluminaba sus esquinas con lámparas Petromax. 
Domingo, 27 de junio de 2021 01:02

En el verano de 1961, un entrañable amigo y compañero del Colegio Nacional, Jorge Manuel “Quirquincho” Solá, volvió a Cerrillos luego de su primer año como estudiante de la Universidad de Buenos Aires. Y lo hizo con unas ganas bárbaras de visitar lugares de Salta que solo conocía por boca de su padre.

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En el verano de 1961, un entrañable amigo y compañero del Colegio Nacional, Jorge Manuel “Quirquincho” Solá, volvió a Cerrillos luego de su primer año como estudiante de la Universidad de Buenos Aires. Y lo hizo con unas ganas bárbaras de visitar lugares de Salta que solo conocía por boca de su padre.

Y a “Quirquincho” Solá poco le costó convencerme que lo acompañara a Cachi, pueblito que yo tampoco conocía pero que, según mi padre, era un lugar maravilloso. Quizá eso sirvió para que me permitiera viajar con solo 15 años. 

Sacamos pasaje en Marcos Rueda, empresa que a diario salía de Salta a las siete de la mañana desde Esteco y Mendoza. El itinerario era Cerrillos, La Merced, El Carril, Chicoana, Payogasta, Cachi, Seclantás y Molinos.

Y así fue que dos días después de Reyes de 1961, nos largamos a Cachi. En la plaza de Cerrillos esperamos el colectivo rojo y blanco de Rueda, un guapo Ford V8 modelo 1940. Teníamos reservados los dos asientos delanteros y eso nos permitió admirar el camino casi como el chofer, nada menos que don Marcos Rueda. Como diría el “Cuchi” Leguizamón, exprofesor de “ambos dos”, partimos “más contentos que opa en sulky”, pues no conocíamos nada más allá de Los Laureles.

Paramos en La Merced y El Carril y llegamos a Chicoana por Las Moras. Allí el colectivo levantó en la plaza dos o tres pasajeros y luego siguió hasta el mercado, donde paró más de media hora. La demora nos impacientó, pero observamos que el resto del pasaje ni se inmutaba. Parecía que el plantón era parte del viaje.

Y así fue. Luego de una dilatada espera, al menos para nosotros, regresaron el chofer y guarda, cargados de envoltorios. No eran grandes, pero como por entonces no había polietileno, algunos estaban en bolsas de papel y otros envueltos en diarios. Prolijamente, los acomodaron en el interior de un cajón con tapa acolchada que hacía de asiento.

Camino a las alturas

Por fin, ya acomodados los bártulos, partimos rumbo a Cachi. La vieja traza de la ruta nacional N°59 salía del pueblo por Los Los, donde según el afamado coplero Pichuquín -de valorada voz atiplada- allí “se acuesta uno y amanecen dos”.

Lentamente cruzamos Los Los, un callejón que por entonces parecía la calle de un pueblito español. De a poco, parecía que los cerros, cada vez más altos, se nos venían encima. Un trecho más allá y después de una curva amplia en subida, llegamos a Los Laureles. A partir de ese bello paraje, el colectivo se introdujo en una especie de garganta verde hasta que, pasando el arroyo Astudillo, nos engulló completamente. 

Inmensos y corpulentos árboles se abrazaban en lo alto del sinuoso y angosto camino, casi sin dejar pasar la luz del sol. Luego de unos kilómetros y cuando el forcito comenzaba a salir de la espesa sombra, vislumbramos el lecho de un río barroso, pero que dejaba ver lenguas de tierra rojiza. 

El camino continuó zigzagueante hasta Chorro Blanco, donde el colectivo vadeó el río hasta alcanzar la otra banda. Ahora repechando hacia el poniente, el Ford trepó una recta hasta El Nogalar, primera parada desde Chicoana. 

Una señora salió al camino, hizo seña y paramos. El guarda, levantando la tapa de su asiento, extrajo uno de los tantos paquetes prolijamente acomodados, leyó el escrito y, muy solícito, alcanzó el bulto a la señora diciéndole: “Aquí está su pedido doña, medio de puchero y uno de blando común”.

Y seguimos camino, trasponiendo la quebrada de Escoipe. Vadeamos varias veces el río, pero el cruce más largo fue en el campamento de Vialidad Nacional, después del Mal Paso y la Cueva del Gigante. 

Y así continuamos por la hermosa quebrada, parando, entregando encargos, dando el vuelto y hasta repartiendo unos cuantos diarios. Pero además del increíble paisaje que íbamos descubriendo, el viaje nos deparaba sorpresas cada tanto. Entre Los Laureles y la hostería de El Maray repartimos casi todos los encargos, salvo dos o tres que quedaron para la Cuesta del Obispo.

A la hostería de El Maray llegamos cerca de las 10 de la mañana, luego de andar un buen trecho por el lecho del río. Paramos un cuarto de hora que aprovechamos para caminar y admirar por primera vez el imponente torreón de El Maray.

Luego de un bocinazo, nuevamente comenzamos a repechar una pedregosa recta que nos llevó hasta el pie de la cuesta. Pero antes hicimos un último alto en Guanuco. Allí dejamos un paquete de carne y un trecho más adelante, por fin el Ford encaró la majestuosa Cuesta del Obispo, de la que tanto habíamos escuchado hablar. 

Ahí estaba, impecable, majestuosa, sin una sola nube, con sus aterciopelados tonos verdes y sus luces y sombras. Y, a medida que subíamos, cada curva nos aproximábamos más al techo del imponente torreón. Ahora podíamos ver que por sus agrietadas paredes rojizas corrían platinadas hebras de agua.

Con mi amigo estábamos como hipnotizados por el paisaje cuando casi a mitad de la cuesta, salió al camino un changuito con un perro negro. Hizo señas y paramos. El guarda abrió la puerta y el pequeño, bajo la atenta mirada de su perro, desde el estribo, gritó con buen pulmón: “Dice mi mamá ¿quihora es?‘.

Don Marcos, muy tranquilo, consultó su reloj pulsera y le dijo: “Decile a tu mamá que ya son las once”. El chango se dio media vuelta y respondió: “Dice mi mamá que gracia”. Y se alejó corriendo con el negro a los saltos por atrás. Como si nada, y arrancamos de nuevo.

Piedra del Molino

Y seguimos como los cóndores, con cada vuelta más y más alto. Y así hasta que después de casi una hora de disfrutar del viaje, el colectivo aminoró su marcha mientras el guarda dijo: “¿Alguien quiere que paremos en Piedra del Molino?”. 

Levantamos la mano y el Ford estacionó cerca de la mole redonda, como olvidada, allá arriba. Bajamos, nos acercamos a la piedra misteriosa, la palpamos y, después de observarla por todos lados, nos asaltaron las preguntas. 

Quizás las mismas que se hacen todos los que llegan a esos 3.670 metros y se topan con ella, solo acompañada por el silbar del viento, ya que por entonces no estaba el oratorio. Extraviados en nuestros pensamientos estábamos cuando la bocina nos apuró. Era hora de seguir viaje. 

Hicimos un trecho corto y el colectivo estacionó frente a un caserón bajo con galería al frente. Era la que por muchos años se conoció como la “Casa de los Herrera”, una vieja posada donde se podía hacer noche, desayunar, comer, hacer una picada criolla y hasta comprar alguna mercadería. 

La parada duró un cuarto de hora, tiempo suficiente para que en un corral de adobe pudiésemos ver a tres lugareños esquilar con pasmosa práctica y velocidad decenas de ovejas.

Y seguimos viaje. Las curvas, contracurvas y subidas quedaron atrás, pero el camino de ripio aún nos depararía sorpresas. Luego de unos kilómetros en bajada, enfilamos hacia el poniente y, por primera vez, se nos presentó el majestuoso nevado de Cachi. 

Ahí estaba, extendido de norte a sur como una resquebrajada barra de hielo. Nunca habíamos visto un nevado y el espectáculo nos llevó hasta el límite del asombro. De pronto, en una pendiente en bajada divisamos una gran laguna, Cachipampa, por entonces con abundante agua de lluvia. 

Su alrededor parecía un paisaje lunar, hasta que sorpresivamente luego de una lomada la dejamos de ver e ingresamos a Cajoncillo. Ahora el Ford zigzagueaba por un camino que, de golpe, nos había introducido en el Lejano Oeste y donde solo faltaban las carretas, los indios y los “cowboys”. 

En eso, las curvas terminaron e ingresamos a otra recta en bajada que, de nuevo, nos puso cara a cara con el imponente Nevado. Pero al final, otra curva nos mostró, como un hachazo en la tierra, la recta del Tin Tin. 

Estábamos asombrados y maravillados, pues en poca distancia habíamos visto un paisaje lunar, el Lejano Oeste y ahora una recta colmada de cardones y casi infinita. 

A todo esto, el colectivo, levantando polvareda, seguía con su regular traqueteo ganando distancia. Así hasta que llegamos a un lugar donde el campo del Tin Tin se tapizó de color amarillo. Era enero y los amancay (hieronymiella aurea) habían florecido. El guarda de nuevo se paró y preguntó: “¿Alguien quiere recoger flores? Son las únicas del año”, agregó. Paramos y cuatro o cinco pasajeras recogieron algunos manojos. 

Llegando a destino

Salimos del campo del Tin Tin y, bajando del cruce con el camino de La Poma, se nos presentó Payogasta. El camino ingresó por una callecita angosta, sin veredas, con casitas blancas a los costados y un inmenso castillo de barro al fondo. 

Luego de una breve parada, seguimos el viaje entre largas pircas de barro. Más adelante descubrimos el río Calchaquí, en tanto comenzábamos a sentir el aroma de los molles y pájaros bobos. Ahora el camino discurría entre subidas, bajadas, curvas y contracurvas. 

Aparecieron las primeras casas hasta que el Ford comenzó a sofrenar su marcha y de a poco se fue introduciendo en las aguas del río. Pasamos a la otra banda y por un callejón angosto ingresamos a Cachi. A poco, el colectivo estacionó en el hotel El Nevado, junto a un añoso molle de generosa sombra. Nuestro viaje había terminado apenas pasado el mediodía y solo nos faltaba conocer el pueblo y alrededores. Pero esa será otra historia.

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