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El fin de las certezas

Domingo, 06 de junio de 2021 02:01

El universo del conocimiento puede dividirse en tres partes para nada iguales.

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El universo del conocimiento puede dividirse en tres partes para nada iguales.

Una fracción, minúscula, lo que sabemos. Otra porción, mayor, lo que creemos que sabemos. El resto, un infinito inasible e inabarcable, lo que ni siquiera podemos imaginar que no sabemos.

La vida así concebida es un océano vasto en posibilidades y en conocimientos por descubrir. Se podría decir, sin temor a equivocarnos, que es infinitamente más lo que ni siquiera logramos imaginar que no sabemos que lo que creemos que sabemos y, por supuesto, mucho más que lo poco que sabemos a ciencia cierta. "Sólo sé que no sé nada" es una frase más profunda de lo que nos gusta aceptar. Hiere nuestro narcisismo irrefrenable.

Pero durante siglos nos hemos programado a nosotros mismos -sin saberlo- a ser deterministas. Lo que hoy es ley lo fue ayer y lo será mañana. Algo similar ya se recitaba en el Eclesiastés. Sir Isaac Newton encarna ese determinismo a la perfección y lo traduce en tres leyes, abrumadoras y geniales, fundando las bases de la física clásica moderna. Su libro "Philophiae Naturalis Principia Mathematica", escrito en 1687 es, probablemente, uno de los hitos del pensamiento humano y resultó ser su motor impulsor durante los últimos tres siglos. Si conocemos la ubicación de una partícula en un momento dado, su masa, velocidad, aceleración, dirección y sentido, es posible calcular toda su trayectoria futura y pasada, la clave de la reversibilidad. Sirvió para establecer las órbitas de los planetas, para bombardear ciudades en la Segunda Guerra Mundial, para impulsar el programa espacial y para poner a un hombre en la luna. Y nos sigue sirviendo a diario en nuestra vida macroscópica y normal.

Esa obra se convirtió en una pieza basal de la Iluminación. El triunfo de la ciencia y de la razón por sobre el oscurantismo medieval y religioso, ese festival de certezas falaces por excelencia. Sin embargo, a decir verdad, solo reemplazamos una certeza por otra. La inefabilidad de Dios por la certidumbre y la claridad de la ciencia. Hasta que la ciencia misma se volvió -también ella- menos predecible. Más difícil de entender. Demasiado compleja. Peor, irreversible.

El fin de las certidumbres

Yllia Prigogine, premio nobel de Química en 1977 (otorgado por sus trabajos sobre la irreversibilidad) escribió un libro maravilloso: "El fin de las certidumbres". El título de este libro ya nos remite a algo distinto. Una nueva era. Un tiempo marcado por los cuantos de energía de Max Planck, por el principio de incertidumbre de Heisenberg, por la paradoja del gato de Schr"dinger, por los trabajos monumentales de Richard Feynman; todas mentes geniales, curiosas y perplejas que sentaron las bases de la física cuántica. Contraintuitiva; un universo donde todo es posible a la vez y todo entonces es incierto. Un universo en el que la existencia no es más que una superposición de funciones de onda de probabilidad y donde el universo se decanta por una u otra alternativa cuando el observador interfiere. El fin de toda posible certidumbre. El fin de la idea de la reversibilidad. Un nuevo universo que prueba al determinismo como una fantasía y en el que la mera observación altera el resultado de lo que se pretende medir. Enojado con las consecuencias que planteaba esta teoría, el propio Einstein diría: "Dios no juega a los dados". La física cuántica es parte de ese océano inimaginable y apenas surcado. Aún así, ya es con todo derecho otro hito en la evolución de la mente humana y una muestra de las cumbres intelectuales que podemos alcanzar. Solo pensando. Dudando. Preguntándonos.

La física cuántica abre la puerta a computadoras cuánticas capaces de resolver en apenas tres minutos problemas que a la computadora más potente del mundo hoy, le llevaría 10.000 años resolver. Una era de satélites en órbita que configurarán una red cuántica de internet. Una era donde ya nos planteamos cómo y cuándo colonizar la luna, terraformar Marte y comenzar a construir naves que puedan viajar a velocidades relativistas. A velocidades que sean fracciones de la velocidad de la luz. Nos encontramos en el umbral del hombre interestelar.

Y, para ello la clave fue y sigue siendo preguntar. Encarar una búsqueda tan implacable e incesante donde no se espere encontrar respuestas sino solo alguna respuesta y muchas más preguntas. Pero, por desgracia y muy paradójicamente, estamos perdiendo esa avidez por preguntar. Esa curiosidad. Esa pulsión vital por saber. Es lógico entonces que, así, nos estemos convirtiendo en consumidores de certezas.

El fin de la curiosidad

Ante lo complejo nos replegamos. Nos dejamos de preguntar.

Así, comenzamos a creer y a venerar a los mercaderes de certezas. Vendedores de utopías, falsas pretensiones y dudosas fantasías. Los mismos que antaño iban de pueblo en pueblo vendiendo productos defectuosos, medicinas que eran placebos en el mejor de los casos y que se iban con la misma velocidad con la que habían aparecido antes que nadie se diera cuenta de la estafa. Son los mismos que hoy, desde los medios de comunicación masiva y en las redes, regalan afirmaciones temerarias y falaces revestidas de confianza a una velocidad envidiable.

Porque la velocidad y la escasez de tiempo o de espacio son cómplices inefables de la superficialidad, de la ignorancia y hacen que cualquier afirmación sea irrefutable.

Ante lo complejo nos replegamos. Nos dejamos de preguntar.

La certeza es estafa y empobrecimiento intelectual: dudo, luego existo. 
La certeza mata a la curiosidad. La certeza nos adormece. Nos convierte en seres pasivos que, ávidos, solo consumimos respuestas procesadas y aderezadas al gusto de cada uno como si se tratara de hamburguesas. Y con la misma falta de interés. 
La certeza nos apaga como individuos y como sociedad. 
Aquellos que esperan de estas líneas certezas les aviso que vinieron al lugar equivocado. Este es el sitio de las preguntas. Acá uno se sabe ignorante y se pregunta cómo salir de esa ignorancia. En este punto uno se topa una y otra vez con las limitaciones de nuestra propia educación, intelecto, prejuicios o ignorancia. Pero, donde se trata de tener la honestidad intelectual requerida para reconocer estas limitaciones y la humildad para reconocer errores e intentar hacer del aprendizaje un camino hacia alguna forma de conocimiento y una forma de vida. 

Para los perezosos intelectuales, para los consumidores de certezas, slogans y falacias, para los creadores de grietas, para todos ellos, crucen la calle y vayan a comprar respuestas a los puestos de los mercaderes de certezas. Se encuentran por todos lados. En casi todos los medios de comunicación masiva, en cualquier mitin político, en cualquier pelea mediática y en cualquier tweet. Los encuentran con posiciones tomadas y firmes. Los encuentran ignorantes pero muy abrazados a su ignorancia recitando cosas que no entenderían ni en una vida si no se empeñan en querer hacerlo. Los encuentran militantes en las trincheras de la sociedad mediática. Esa que no es real pero que resulta tan presente.

Pero tengamos cuidado porque las certezas, siempre, solo inspiraron ignorancia y provocaron un atraso medular al entronizar la mediocridad, el feudalismo educativo, sanitario y de la infraestructura. Nos retrotrae al Medioevo y nos condena a más años de rezago, de pobreza y de mayor subdesarrollo. 
En un mundo que busca desarrollar redes cuánticas de internet, computadoras cuánticas y se pregunta cuándo y cómo colonizar la Luna y terraformar Marte, nosotros buscamos -decididos- retroceder a la pretendida seguridad medieval. En parte gracias a esos mismos repartidores de ignorancia, a la banalización de la cultura y a la pauperización educativa. Al culto a la ignorancia. 

Lamentablemente veo cola en los puestos de estos mercachifles. Aún así no quiero vender certezas, solo quiero hacer preguntas para todos los que nos animamos a hacerlas y enfrentar la angustia de saber que no hay una única respuesta válida. Ni una única verdad. 
Y que es tarea de todos el construirla. 
De eso se trata, al fin, el querer volver a ser una sociedad que quiera progresar.

 

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