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Macondo, parábola sobre la Argentina

Domingo, 01 de agosto de 2021 02:36

Aureliano Buendía lideró treinta y dos levantamientos armados, esquivó catorce atentados, setenta y tres emboscadas y evadió un fusilamiento. Nació y murió en Macondo; un pueblo erigido tras una selva improbable que sostenía los restos de un galeón español sobre la copa de unos árboles y que floreció tras una ciénaga imposible apartada del mundo.

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Aureliano Buendía lideró treinta y dos levantamientos armados, esquivó catorce atentados, setenta y tres emboscadas y evadió un fusilamiento. Nació y murió en Macondo; un pueblo erigido tras una selva improbable que sostenía los restos de un galeón español sobre la copa de unos árboles y que floreció tras una ciénaga imposible apartada del mundo.

Un lugar donde sus habitantes vivían en una existencia paralela mientras el resto de la humanidad despertaba a la vida en otro lado. "En el mundo están ocurriendo cosas increíbles", decía el padre de Aureliano Buendía a su mujer; consciente del atraso de su pueblo. Esa aldea tan magistralmente retratada por Gabriel García Márquez en "Cien años de soledad".

Uno de los grandes hitos de Macondo fue el establecimiento de una compañía bananera; una empresa que llevó al caserío desde un pasado prehistórico a un futuro inexistente. El epítome de su perversión fue la masacre de 3.508 pobladores reunidos frente a la estación de tren, todos agolpados en una plazoleta mientras esperan, impasibles, el resultado de una negociación tras una huelga.

 

Muy pocos años después la versión oficial había cumplido su propósito. "Los mayores repudiaban la patraña de los trabajadores acorralados en la estación, y del tren de doscientos vagones cargados de muertos, e inclusive se obstinaban en lo que después de todo había quedado establecido en expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca". Ni la compañía. Ni los muertos apilados como racimos de bananos llevados en doscientos vagones al mar. Ni la masacre. Ni siquiera el coronel Aureliano Buendía, otrora elevado a la categoría de Prócer de la Patria por varios presidentes de ese país jamás nombrado pero tan reconocible como querible y que ahora era olvidado también y considerado un invento. Una ilusión de la historia.

No tenían cómo saberlo en ese momento, pero Macondo se habría de quedar sin pasado. Así, sus habitantes quedaron condenados, generación tras generación, a una repetición incansable primero y a un olvido piadoso al final.

Un pasado verdadero

Necesitamos de la memoria. La memoria persiste en las palabras. Si las palabras son ciertas y no son resignificadas la memoria permanece inalterada. Si las palabras se revisionan con anacronismos y categorías antes inexistentes, la historia se tergiversa y se pierde en los laberintos de las ideologías. Se prostituye en los burdeles de las ideas.

Sin memoria no hay presente ni futuro posibles. Sin pasado solo nos queda esa porfiada repetición a la que fueron sometidos los habitantes de Macondo. Sin pasado nos quedamos atrapados en esta Argentina circular que se sigue haciendo desde hace más de 200 años las mismas preguntas. Peor aún, que sigue probando las mismas soluciones mágicas que ya se mostraron como estrepitosos fracasos. Sin saberlo, nos estamos quedando sentados en la plaza dejando que nos apilen como racimos de bananos y que nos lleven en los vagones al mar; para que luego enseñen a las generaciones futuras -en los libros de historia reescritos para la ocasión- que eso jamás sucedió. El contexto lo es todo; la historia descontextualizada queda mutilada, se vuelve falaz. Argentina corre el riesgo, como Macondo, de perder su historia. Empezando por sus próceres.

Sarmiento es hoy tildado de racista y de misógino. Roca de genocida. Mitre de instrumento del imperialismo. Rosas es hoy un prócer de la Patria y la Mazorca un detalle menor; algo necesario para contener la voracidad de las elites conservadoras. Las de Belgrano y Güemes son hoy batallas improbables que van deviniendo en leyendas urbanas; batallas perdidas incluso antes de haber sido libradas. Enfrentamientos conducidos por otros tantos inverosímiles coroneles Aureliano Buendía y que, inexorablemente, podrían terminar siendo inventos en una modernidad tardía. San Martín está a pasos de convertirse en un pedófilo que sometió a Remeditos al abuso de menores, y que, seguramente, pronto correrá el riesgo de ver todas las calles antes nombradas en su honor convertidas en recordatorios de un pasado oprobioso y opresivo.

No solo con anacronismos se reescribe el pasado. También con errores. Alberto Fernández, conmemorando un nuevo aniversario de nuestra independencia, dijo: "En ese ejército del norte Belgrano tuvo un lugarteniente, un comandante que lo acompañó, un hombre joven, don Miguel Martín de Güemes, un hombre que sabía de la debilidad que tenía para combatir con las fuerzas que acababan de vencer a las fuerzas de Napoleón en Europa, y organizó un ejército popular, con sus gauchos, y armó una suerte de guerra de guerrillas por orden de San Martín, que decía "ataque y escape, ataque y escape", y lo hizo muy bien. Lo hizo acompañado por una mujer, por varias mujeres, Macacha, su esposa, pero por una mujer emblemática para la libertad de América Latina, se llamaba Juana Azurduy, una mujer nacida en el Alto Perú, y que se sumó a Güemes para proteger la frontera norte".

El presidente de la Nación, solo en este párrafo, comete siete errores históricos. El Ejército del Norte, en ese momento se llamaba Ejército Auxiliar del Perú; Güemes no fue lugarteniente de Belgrano ni batallaron juntos; Martín Miguel Juan de la Mata de Güemes Montero Goyechea y la Corte no fue comandante sino general y se llamaba Martín Miguel y no Miguel Martín; no seguía indicaciones ni órdenes de San Martín; Macacha Güemes no era su esposa sino su hermana y Juana Azurduy nunca peleó con Güemes. Siete errores en solo un párrafo de 126 palabras. Imaginemos en qué podría devenir nuestra historia con otros diez años de ignorancia y relato. 

Urgencias del presente 

Necesitamos un presente venturoso. Pero uno creíble; no uno inventado ni hijo del relato. 
Un presente que vacune y que eduque en serio; que saque a la gente de la pobreza en vez de seguir sumergiéndola en ella; que solucione el drama de la inflación, de la pérdida de poder adquisitivo y de la falta de empleo. Uno que resuelva el atraso secular que nos atraviesa y que elimine los subsidios, intercambiándolos por trabajo genuino. Un presente que deje de penalizar el ahorro y la inversión. Que deje de ahogar con impuestos. Un presente que no expulse a sus jóvenes ni le quite sabiduría a los mayores; que decida abrirse al mundo y no cerrarse a él. No somos un país insular. No podemos serlo. 
Necesitamos un presente que comience a sorprendernos. Está todo tan pasmosamente naturalizado que ya nada nos asombra. Perder la capacidad de sorpresa es señal de apatía. De falta de sensibilidad. 
Necesitamos dejar de prohibir. La prohibición se está convirtiendo en la única forma de gobernar. Debemos comenzar a imaginar soluciones distintas, creativas y eficaces. 

  Un futuro viable

“La vida está en otro lado”, escribió alguna vez Milan Kundera. La vida siempre está en otra parte cuando se vive en Argentina. Un país sin moral es un país que está perdido en su propio laberinto. Un país donde todo vale y en el que “el fin justifica los medios” no es un país viable.
En un fallo memorable por lo desalmado la jueza María Eugenia Capuchetti archivó “por inexistencia de delito” la causa en la que se investigaba el circuito irregular que quedó establecido desde los primeros días del plan de vacunación. Peor. “La conducta moralmente reprochable de un funcionario, que realiza una gestión para que personas allegadas reciban un trato especial en la aplicación de la vacuna, encuentra un gran problema relacionado con la carga emocional con la que percibimos esos hechos”, justificó la jueza. 
Como siempre la culpa no es de un funcionario del gobierno que saca una vacuna de alguien que la necesitaba para dársela a otro, bajo la forma de un privilegio y de manera irregular, incurriendo en delitos como “incumplimiento de los deberes de funcionario público” o de “malversación de bienes públicos”; sino que la culpa es nuestra por “la carga emocional con la que percibimos esos hechos”. Se reasigna la culpa. Ahora es toda nuestra, de nuestra carga emocional y de nuestra percepción. Hoy en Argentina es legítimo ser inmoral. Y, de ahora en más, la inmoralidad queda avalada por la ley.

Macondo y Argentina

Al final, tal y como la historia de los Buendía, “La historia de Argentina es un engranaje de repeticiones irreparable, una rueda giratoria que podría seguir dando vueltas hasta la eternidad, de no ser por el desgaste progresivo e irremediable del eje”. Un país “cuyo aniquilamiento no se consuma, porque sigue aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás”. 
Macondo. Argentina. Los Buendía. Nuestros próceres. Un país irrealizable construido en una ciénaga tras una selva improbable que sostiene en la copa de los árboles los galeones de los barcos españoles en los que habríamos de venir y de los que habríamos de descender. Un país que también transita, como Macondo, una travesía desde un pasado prehistórico a un futuro inexistente. 
Argentina, un país que tal vez nunca existió, que tal vez no existirá jamás y donde los ciudadanos que lo habitamos no somos más que espectros de un futuro soñado e inacabado que jamás podremos llegar a concretar.

 

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