¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

22°
20 de Abril,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Camino a Brealito entre vientos, puna y arenales

En 1963 cuatro changos fueron a pie y a dedo, de Cerrillos al Luracatao. Aquí, algunas de las peripecias que vivieron.  
Domingo, 29 de agosto de 2021 01:45

La visita que dos amigos realizamos en 1961 a Cachi nos llevó dos años después a organizar una excursión a la laguna de Brealito. Ahora los expedicionarios seríamos cuatro: Julio “Yaravigo” Ruiz, Jorge “Quirquincho” Solá y mi hermano “Nano” Borelli. Y nos impusimos como condición que el viaje fuera a pie o a dedo, sin pretensiones ni exigencias. No queríamos ir en colectivo. 
Y así fue que luego de las fiestas de fin de año de 1962, nos alistamos para partir el 21 de enero del nuevo año. Y lo haríamos sin el permiso que debíamos portar para poder ingresar a la laguna de Brealito. Por varios días lo campeamos al entonces administrador del Luracatao, don Fredy Saravia. Y lo hicimos hasta que nos enteramos que justamente andaba por allá y que su regreso era incierto. Y nos largarnos nomás, pensando que lo podríamos encontrar, sin tener idea de las dimensiones de aquella hacienda de los Patrón Costas. 
Según nuestro proyecto, el viaje sería en tres etapas. De Cerrillos a Mal Paso en el camión de don Antonio Abud, contratista de Vialidad Nacional, quien nos dejaría en el campamento vial en plena quebrada de Escoipe. El segundo tramo sería Mal Paso Cachi; y el tercero, Cachi Brealito.

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

La visita que dos amigos realizamos en 1961 a Cachi nos llevó dos años después a organizar una excursión a la laguna de Brealito. Ahora los expedicionarios seríamos cuatro: Julio “Yaravigo” Ruiz, Jorge “Quirquincho” Solá y mi hermano “Nano” Borelli. Y nos impusimos como condición que el viaje fuera a pie o a dedo, sin pretensiones ni exigencias. No queríamos ir en colectivo. 
Y así fue que luego de las fiestas de fin de año de 1962, nos alistamos para partir el 21 de enero del nuevo año. Y lo haríamos sin el permiso que debíamos portar para poder ingresar a la laguna de Brealito. Por varios días lo campeamos al entonces administrador del Luracatao, don Fredy Saravia. Y lo hicimos hasta que nos enteramos que justamente andaba por allá y que su regreso era incierto. Y nos largarnos nomás, pensando que lo podríamos encontrar, sin tener idea de las dimensiones de aquella hacienda de los Patrón Costas. 
Según nuestro proyecto, el viaje sería en tres etapas. De Cerrillos a Mal Paso en el camión de don Antonio Abud, contratista de Vialidad Nacional, quien nos dejaría en el campamento vial en plena quebrada de Escoipe. El segundo tramo sería Mal Paso Cachi; y el tercero, Cachi Brealito.

La partida

Partimos de Cerrillos el lunes 21 de enero a las 6 de la mañana y dos horas más tarde estábamos en Mal Paso, luego de vadear varias veces el río Escoipe. Desde allí comenzamos a caminar rumbo a la Cuesta del Obispo. Pasado el mediodía arribamos a la hostería de El Maray, que por entonces la habían transformado en puesto sanitario. Y como el calor apretaba y estábamos muy cansados, aprovechamos su galería para cobijarnos del sol y echar algo de comer.
Durante ese alto pasaron dos colectivos de la empresa Marcos Rueda, el que iba a Cachi y Molinos y el que regresaba a Salta. Como a las cuatro de la tarde intentamos seguir viaje, pero el sol aún pegaba fuerte, así que resolvimos esperar hasta que amainare el calor. Craso error.
Y mientras esperábamos que baje el sol, un lugareño a caballo acertó pasar ante nosotros. Lo paramos al buen hombre para preguntar si conocía un atajo que nos permitiera cortar camino a la Piedra del Molino. Amablemente nos contó que había un sendero de herradura que salía “justo antecito de Piedra del Molino”. Nos dio detalles de cómo dar con la huella: “Vayan por la ruta hasta la casa de los Guanuco, de ahí crucen el río y en la otra banda, detrás del único ranchito que van a encontrar, nace el camino de herradura”, dijo. Preguntamos con quién hablábamos y con sencillez nos respondió: “Anastasio Guanca para servirlos”. Se acomodó el sombrero alón, miró el sol y continuó camino rumbo a la cuesta.

El velorio

Por fin, cuando el calor amainó un poco, y según las indicaciones de Guanca, retomamos camino cuesta arriba por la pedregosa ruta 59. Casi una hora nos llevó llegar a los Guanuco, pues la puna y el repecho cada vez se sentían más. Allí hicimos un alto y cuando nos recuperamos encaramos el paso del río que, por suerte, no venía crecido. De todos modos, cruzar las playas y el cauce nos llevó casi otra hora, cuando ya comenzaba el atardecer. 
Por fin llegamos al ranchito donde fuimos recibidos en el antepatio por perros que nos salieron a “ochar” y, tras ellos, dos o tres personas. La pobre gente estaba de velorio y, creyendo que llegábamos por el difunto, ahí nomás nos invitaron con cigarrillo suelto y ginebra. Al fondo desollaban dos corderos cerca de una hoguera y una olla grande hervía a todo vapor, liberando un fragante olor a cocina criolla. Más allá, dos parroquianos lidiaban con maderas para el cajón del finado que, de reojo, lo vimos largo a largo extendido sobre una mesa, rodeado de velas incrustadas en botellas envueltas en papel oscuro.
Pasar frente a un finado justo cuando estábamos por iniciar un camino desconocido y al anochecer, la verdad, no nos gustó nada. Del convite solo aceptamos un traguito de ginebra pues, con la noche casi encima también había llegado el frío. Un rato después, a un allegado le preguntamos por la huella de herradura y el hombre, acompañándonos unos metros y llegando al sitio, se paró y nos indicó: “Ahí tá la huella. Siganlá cuesta arriba nomás. A buen tranco en tres horas pueden alcanzar la cruz de don Artemio Guitián, que en paz descanse, y ahicito nomás se van a topar con el camino a Cachi. Solo tengan cuidado con el sayal porque se pueden “refalar” y eso puede ser jodido, ah?”.

Camino de herradura

Velorio y sayal nos dejaron mal predispuestos, de manera que pusimos suma atención al zigzagueo en subida. Con la luz de un fósforo vimos la hora y nos dimos que recién eran las nueve de la noche. Echamos cálculo y nos dijimos que despacio, en tres horas daríamos con el camino nacional.
La luna estaba alta y aunque ya había cruzado el cenit, alumbraba bien la huella y también nos mostraba una perspectiva distinta de la imponente Cuesta del Obispo que hasta de noche es extraordinariamente bella. A casi una hora de trepar pudimos ver que aún se distinguía el farol del ranchito del velorio. Continuamos subiendo y admirando el paisaje que la luz de la luna nos regalaba en una noche tan clara que, pese a la distancia, podíamos ver el caprichoso serpenteo del camino entre los cerros del frente.
De pronto tomamos conciencia de que nos cansábamos cada vez más y necesitábamos descansar seguido. Era la puna. Dos compañeros comenzaron con dolores de cabeza y luego con mareos, por lo que debimos hacer un alto para recobrar fuerzas. Ahí nos quedamos un buen rato mirando un cielo colmado de estrellas, pero sin tener en cuenta que pronto la luna dejaría de alumbrar. 
Cuando los apunados mejoraron, seguimos el repecho y a casi ya a tres horas de subir y subir, logramos alcanzar la cima del cerro Colorado, dueño del tan temido sayal. En fila india nos largamos a caminar sobre su filo hasta que nos golpeó un sorpresivo viento de costado. No nos tumbó de pura casualidad, pero esa primera ráfaga nos llevó los sombreros. 
El ventarrón que bramaba y soplaba con tanta fuerza nos hizo seguir por una huella más baja, paralela a la cima y donde el viento no se sentía tanto. Por ese desvío cruzamos aterrorizados y casi gateando el temido sayal de arenisca.
Seguimos hacia el sur mientras los más apunados imploraban parar pues los apuraban las “aguas mayores”. Hicimos un trecho más hasta alcanzar el punto donde el cerro por el cual íbamos se unía a otro que en la penumbra parecía un inmenso murallón. De pronto, la luna se escondió tras los cerros y rápidamente perdimos la claridad que nos había ayudado a seguir el sendero. A duras penas y casi a tientas alcanzamos el cerro del murallón.

El viento y la cruz

El mal estado de los apunados nos hizo buscar un reparo pues el viento era cada vez más fuerte y frío. En un rincón junto a una piedra grande nos acurrucamos para tratar de pasar lo mejor posible el resto de la noche. Decidimos no movernos de ahí hasta el alba, pues temíamos perder pie y caer al precipicio del lado oscuro desde donde soplaba y bramaba el viento. Ahora con la noche tan negra, ya ni la huella podíamos distinguir. 
Acurrucados, nos tapamos con las mantas y dormitamos hasta que el bramido del viento helado nos despabiló. Lo hizo con tanta violencia que debimos aferrarnos con fuerza para que no nos arrebate las mantas. El frío nos caló hasta los huesos y lo peor fue sentir que se nos enfriaba la cabeza, algo que nunca experimentamos. 
Ignoramos el tiempo que peleamos por las cobijas mientras, ansiosos, esperábamos el amanecer. Y así fue, con el alba el ventarrón comenzó a amainar. A poco la claridad nos cambió el ánimo y eso nos impulsó a reiniciar la marcha y trepar el cerro que de noche nos parecía un murallón. Ahora la huella estaba patente mientras el sol ya quería asomar por el lado de Escoipe.
El camino nos llevó a pasar cerca de un ranchito de altura bien defendido por una media docena de perros. El barullo que armaron hizo salir al dueño de casa, con quien entablamos conversa. Le contamos de nuestra odisea nocturna y nos invitó con mate cocido y bollo, lo que nos ayudó a continuar camino, ahora con rumbo seguro pues el hombre reiteró que llegando a la cruz de “don Lauriano Guitián” debíamos ir hacia el poniente. 
Y eso hicimos. Zigzagueando en subida llegamos a la cruz que aún lucía flores del Día de las Almas. Era el final del repecho. Seguimos la senda que nos llevó hasta una lagunita, antesala del Valle Encantado, y del cual ignorábamos su existencia. Su belleza nos impactó y nos dio la sensación que caminábamos por un campo marciano, aunque la tierra rojiza estaba tapizada por un aterciopelado pastizal verde. 
Unas dos horas tardamos en empalmar con el camino nacional (59) que nos llevó hasta la Piedra del Molino, a casi 3.700 m. Ahí descansamos mientras admirábamos a nuestros pies la imponente Cuesta del Obispo. Después de un rato continuamos cuesta abajo por el camino nacional hasta el puesto de los Herrera. Allí hicimos otro alto, echamos algo de boca y al rato el chofer de un flamante camión Bedford accedió llevarnos hasta Cachi, meta de nuestra segunda etapa. Ese generoso chofer era nada menos que don Marcos Rueda, el dueño de la empresa de ómnibus que todos los días hacía el servicio Salta - Cachi - Molinos, ida y vuelta. Nos dejó en la puerta del Hotel “El Nevado de Cachi”, también de su propiedad. Habíamos tardado 32 horas en llegar a Cachi y aún nos quedaba hacer el segundo tramo de la expedi    ción a Brealito, etapa que    dará para un próximo relato.
 

Temas de la nota

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Temas de la nota

PUBLICIDAD