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La música clásica, un bien esencial

Martes, 18 de enero de 2022 21:24

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</OPINION-FIRMA>Por Octavio Groppa

Economista

 

Al comienzo de este 2022 hemos asistido con gran estupor a la desvinculación del director del Departamento Vocal y Coral de la provincia de Salta, maestro Luciano Garay, y a la disolución de hecho del coro provincial (se están juntando firmas solicitando a las autoridades una revisión: t.ly/Qakh). Tal decisión había sido precedida por declaraciones de la secretaria de Cultura de la Provincia, Sabrina Sansone, y del ministro de Turismo y Cultura del gobierno de Jujuy, Federico Posadas, argumentando que los músicos de las orquestas deberían trabajar más y que el gasto en elencos estables no era redituable. 

Se abre aquí por tanto un interesante debate que suele aparecer con cierta recurrencia en distintas latitudes cuando los tecnócratas, versión moderna de los bárbaros, pero con Master Bussines Administratio (MBA) se enfrentan a la restricción presupuestaria y comienzan a investigar dónde recortar gastos. Al fin de cuentas, ¿por qué financiar con “los impuestos que paga la gente” el gusto de unos pocos? La pregunta parece sensata, y por eso vale la pena dedicarle un tiempo a elaborar una respuesta. 

Ciertamente los recursos públicos son limitados y hay que evaluar su mejor destino. En el ámbito de la cultura, y de la música en particular, ¿por qué sostener el estilo clásico y no otros gustos, como el reggaetón, la cumbia u otros géneros populares? ¿O por qué no dejar que las orquestas consigan su propio financiamiento, como lo hace el resto de los géneros musicales y propuso el ministro Posadas? 

Estamos en este punto en una cuestión polémica, discusión que se puede trasladar a otros bienes públicos. En pocas palabras, a la música clásica hay que subsidiarla en la medida en que sea un valor que queramos sostener más allá de los gustos populares y de las directivas del mercado. Si lo hacemos, es entonces porque suponemos que lo amerita, es decir que realizamos un juicio de valor por el que la preferimos respecto de otros géneros a los cuales no les asignamos el mismo presupuesto. 

Doy un paso atrás para sostener esta afirmación. El desarrollo de cualquier realidad supone un proceso de creciente complejización. En el plano cognoscitivo nosotros mismos, una vez que aprendimos algo, nos hacemos nuevas preguntas que nos llevan a enriquecer los juicios previos. Es la esencia de la educación. Este proceso se puede observar desde la biología y los sistemas sociales a la tecnología. Nuestro cerebro es quizá el caso paradigmático.

Si bien la aplicación de este razonamiento al campo de la estética no es directa, aun la belleza que se puede encontrar en la obra de arte aparentemente simple no se logra en general por un déficit de desarrollo. No se trata de una cuestión meramente cuantitativa o acumulativa, sino en todo caso de amplitud de campo, de capacidades o posibilidades de combinación. En esta línea basta con analizar apenas superficialmente las composiciones de la música clásica y las de otros géneros populares para advertir la diferencia de complejidad. Ahora bien, para apreciar y comprender cualquier sistema complejo hace falta dedicación, tiempo, formación. Se requiere un entrenamiento que permita captar esa diferencia. Es bastante obvio que quien no recibió una cierta educación no tenga interés en realidades o explicaciones complejas y pretenda simplificarlas o reducirlas a sus categorías mentales o culturales, cognoscitivas o estéticas, rechazando como extraño o carente de valor lo que no se adecua a ellas. 

Las orquestas sinfónicas constituyen el típico caso de la necesidad de financiamiento público de aquello que se considera un bien que se perdería si se dejara al arbitrio del mercado, esto es si hubiera que poner a las entradas de teatro el precio que cubriera los costos de un equipo de profesionales altamente calificados, más instrumentos (herramientas de trabajo) caros. 

A propósito de este tema, el periodista Santiago Giordano, en una crítica a la gestión de los funcionarios de la Cultura y pretendiendo defender a las orquestas, argumentó el 4 de enero en Página 12 que el problema es de gestión de lo que es parte del Estado: “Los cuerpos artísticos estables existen. Son producto de la cultura política de una época en la que se pensaba al Estado y sus representaciones a partir de instituciones virtuosas y colectivas. Si las épocas cambian, esas representaciones tienen que adaptarse, pero la única herramienta posible para ello es la política”. Más allá de su impronta estatista, el argumento es curioso, pues precisamente podría ser usado por un “progresista” para terminar con el financiamiento de las orquestas. Como las “representaciones” han cambiado, entonces cambiemos también nuestras acciones y el destino de nuestros esfuerzos.

No es por mantener una costumbre, ni porque sean “parte del Estado”, ni por su productividad para la transformación social que debamos sostener orquestas. No es ni por atavismo ni por estatismo ni por alguna utilidad. Lo hacemos por una opción de valor. Por la “virtud” que el periodista citado no quiere reconocer como necesaria. Porque creemos que vale la pena sostener la riqueza de la música clásica. Porque, sin caer en una posición clasicista, las obras “clásicas” permanecen vigentes a lo largo de las épocas justamente porque encarnan ciertos valores que están más allá de las modas y del marketing. 

Ahora, si no estamos dispuestos a valorar a los clásicos, a defender expresamente cierta escala de valores, a marcar un norte de desarrollo cultural de largo plazo que regule (y no sea regulado por) la voluntad de poder y los cálculos mezquinos de los políticos de turno, entonces no nos sorprendamos cuando la barbarie acabe su tarea de descomposición del orden anterior, dejando la tierra arrasada para que sea el capital el artífice de la cultura.

Llegado ese momento, el Réquiem de W. A. Mozart sería ideal como concierto de despedida.

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