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Putin y la añoranza de la URSS

Martes, 04 de enero de 2022 00:00

Cuando en diciembre de 1991 se oficializó la disolución de la Unión Soviética, la Federación Rusa quedó erigida internacionalmente como la sucesora del imperio desaparecido y las otras quince "repúblicas socialistas" que dependían del Kremlin enfrentaron el desafío de construir su propio destino.

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Cuando en diciembre de 1991 se oficializó la disolución de la Unión Soviética, la Federación Rusa quedó erigida internacionalmente como la sucesora del imperio desaparecido y las otras quince "repúblicas socialistas" que dependían del Kremlin enfrentaron el desafío de construir su propio destino.

Treinta años después, la crisis de Ucrania puso de manifiesto la estrategia del presidente ruso Vladimir Putin de encarar la reconstrucción de la hegemonía de Moscú sobre los territorios que desde mucho antes de la revolución bolchevique de 1917 pertenecían al imperio zarista, tanto en sus posesiones europeas como en sus confines asiáticos.

En el flanco europeo del antiguo imperio, por un imperativo geográfico y una larga tradición histórica, Ucrania es una pieza clave. Para Moscú, la asociación ruso - ucraniana es innegociable. Lo que hoy conocemos como Rusia tuvo origen en el siglo IX en el Principado de Kiev. Después de la anexión de Crimea en 2014, la población ruso - parlante, minoritaria a escala nacional pero mayoritaria en el este, creó las repúblicas independientes de Donetsk y Lugansk, que no son reconocidas por la comunidad internacional pero están protegidas por tropas del Ejército ruso. El actual gobierno ucraniano pretende un acuerdo defensivo con la OTAN. Putin advirtió que esa opción sería un "casus belli".

La contrapartida de Ucrania es su vecina Bielorrusia, que merecía considerarse la más fiel heredera de la vieja URSS. Alexander Lukashenko, su presidente desde 1994, fue el único miembro del Parlamento local que votó en contra de la disolución de la URSS. El 70% de la economía sigue en manos del Estado. También es uno de los países con mayor cantidad de policías por habitante y el único estado europeo que mantiene la pena de muerte. En 2020 Lukashenko se presentó para su sexto mandato y anunció haber ganado con el 80% de los votos. La candidata opositora, Svetlana Tijanovskaya, quien se había postulado en lugar de su esposo detenido, denunció fraude y tuvo que partir hacia el exilio.

Moldavia, que hasta la segunda guerra mundial era parte del reino de Rumania, un país con el que comparte idioma y fuertes lazos históricos y culturales, es al igual que Ucrania, un territorio en disputa. En 2001 se convirtió en la única ex república soviética en la que volvió a gobernar el Partido Comunista, pero desde 2009 un nuevo gobierno optó por acercarse a la Unión Europea. En represalia, Moscú impuso restricciones a la importación de productos agrícolas moldavos y en las siguientes elecciones obtuvo la presidencia Igor Dodon, un reconocido admirador de Putin. Pero desde 2020 gobierna Maia Sandu, que derrotó a Dodon y promueve los vínculos con Occidente.

A diferencia de Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, los tres países europeos que Moscú quiere mantener bajo su tutoría, Lituania, Letonia y Estonia están lejos de esa pretensión. Los tres estados bálticos fueron los primeros en abandonar la órbita de Moscú aún antes de la disolución oficial de la URSS. Luego se incorporaron a la OTAN y a la Unión Europea. Su historia es distinta a la de los otros doce miembros de la URSS. Fueron parte del imperio zarista pero se independizaron con la revolución bolchevique y recién en 1940 fueron anexados por Moscú. Por ese motivo, consideran al período soviético como una ocupación militar de medio siglo y proclaman su alineamiento con Occidente.

La frontera asiática

De las nueve repúblicas asiáticas que integraron la URSS, Georgia, Armenia y Azerbaiyán, situadas en la región del Cáucaso, tuvieron transiciones traumáticas, con guerras civiles derivadas de las tensiones étnicas. Georgia, que al igual que Moldavia adoptó su idioma local como único oficial, afrontó el conflicto con las minorías rusas asentadas en Osetia del Sur y en Abjasia, que a semejanza de lo ocurrido en Ucrania, declararon unilateralmente su independencia, sólo reconocida por Rusia, Nicaragua y Venezuela. Armenia, en principio un sólido aliado de Moscú, condicionó sus alineamientos externos en función de su controversia por el control de Nagorno Karabaj, una región territorialmente considerada como parte de la vecina Azerbaiyán pero con mayoría armenia. Su actual presidente, Nikol Pashinián, ensaya ahora un delicado equilibrio entre Rusia y Occidente

Azerbaiyán constituyó una experiencia singular, en alguna medida similar a la protagonizada en Bielorrusia por Lukashenko. Iljam Aliyev gobierna desde 2003 y fue reelecto tres veces consecutivas, siempre con más del 75% de los votos, mientras las organizaciones de derechos humanos denuncian la persecución política y el fraude electoral. El actual mandatario es hijo de Gueidar Aliyev, que lideró la Azerbaiyán soviética entre 1969 y 1982, volvió al poder en 1993 y lo retuvo por diez años hasta su muerte, con un giro desde la retórica comunista hacia un nacionalismo encendido y beligerante. Su heredero tiene a su favor las enormes reservas de gas, que le garantizan prosperidad económica, y el prestigio ganado por sus éxitos militares en la contienda con Armenia por Nagorno Karabaj.

Ninguno de los cinco países de población musulmana de Asia Central había sido independiente hasta 1991.

En Kazajistán, Turkmenistán y Uzbekistán permanecieron en el poder quienes encabezaban el Partido Comunista local.

En Kazajistán, Nursultán Nazarbaiev, que gobernaba desde 1984, ganó las cuatro subsiguientes elecciones presidenciales, nunca con menos del 81% de los votos. En 2019 delegó el gobierno pero conservó la jefatura del partido oficial y la presidencia del Consejo de Seguridad Nacional. 

En Turkmenistán, Saparmurat Niyazov gobernó desde 1985 hasta su muerte en 2006 y fue sustituido por Gurbanguli Berdimujamedov, quien reemplazó los monumentos de autohomenaje construidos por Niyazov por otros consagrados a sí mismo.

 En Uzbekistán, Islam Karimov también gobernaba el país antes de la desaparición de la URSS y lo hizo hasta 2016, cuando lo sucedió Shavkat Mirziyoyev, reelecto en octubre pasado con el 80% de los votos. 

En Tayikistán, la república más pobre de la antigua URSS, apenas seis meses después de la independencia estalló una guerra civil que enfrentó al gobierno interino con el Partido del Renacimiento islámico. En 1994 asumió el poder Emomali Rajmón que gobierna hasta hoy con una mano férrea justificada en la represión del terrorismo islámico. Esa estabilidad contrasta con su convulsionado vecino Kirguistán, protagonista de una extraña experiencia constitucional en medio de las autocracias de la región con un régimen parlamentario que en los últimos diez años tuvo como saldo dos presidentes depuestos y quince primeros ministros. 

 Putín y la democracia 

Para Putin, la disolución de la URSS, fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Sostiene que en su país “quien no añora a la Unión Soviética no tiene corazón, pero quien la quiere de vuelta le falta cabeza”. 

Su estrategia reside en cubrir ese vacío con una asociación de los estados que formaban parte del antiguo imperio zarista. En Europa, ese objetivo tropieza con la resistencia de la OTAN. En Asia Central, afronta el desafío del fundamentalismo islámico, pero cuenta con el beneplácito de China, interesada en recrear un eje Beijing-Moscú para contrapesar a la incipiente “alianza de las democracias” propuesta por el presidente estadounidense Joe Biden. 

* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

  

 

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