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Por encima de la refriega

Martes, 04 de enero de 2022 20:42

Una refriega es una batalla de poca importancia que en ocasiones puede derivar en una riña violenta. En estos días los ciudadanos argentinos han visto y oído las peleas, las diatribas y hasta los insultos de algunos políticos y legisladores nacionales con motivo del tratamiento de la ley de Presupuesto nacional o con el pretexto de ello. Es vergonzoso ver esta realidad al servicio de las pasiones de una política infantil; la humanidad y los pueblos en general deberían ser una sinfonía de grandes almas colectivas.

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Una refriega es una batalla de poca importancia que en ocasiones puede derivar en una riña violenta. En estos días los ciudadanos argentinos han visto y oído las peleas, las diatribas y hasta los insultos de algunos políticos y legisladores nacionales con motivo del tratamiento de la ley de Presupuesto nacional o con el pretexto de ello. Es vergonzoso ver esta realidad al servicio de las pasiones de una política infantil; la humanidad y los pueblos en general deberían ser una sinfonía de grandes almas colectivas.

Romain Rolland (1866 1944), escritor francés, publicó un escrito de ocho páginas titulado “Por encima de la refriega” (“Au-dessus de la mêlée”) que hasta hoy se considera un magnífico manifiesto pacifista de la Gran Guerra comparable al J’accuse de Zola publicado en 24 de septiembre de 1914 en Le Journal de Genève donde decía entre otras muchas otras cosas ‘Estoy abrumado. Ojalá estuviera muerto. Es horrible vivir en medio de esta humanidad loca y ver, impotente, la bancarrota de la civilización‘. La humanidad es incorregiblemente irresponsable pero nunca hay que desarraigar la esperanza aunque reine la desesperación. La lógica de la victoria total obstruye el camino de la paz.

El peor enemigo no está fuera de las fronteras, está en todas las naciones, y ninguna nación tiene el coraje de combatirlo. Cada pueblo tiene, más o menos, su imperialismo; cualquiera que sea la forma que adopte, militar, financiera, feudal, republicana, social, intelectual, es el pulpo que chupa la mejor sangre. Un gran pueblo no se venga; restaura la ley. ¡Que los que tienen en la mano la causa de la justicia demuestren ser dignos de ella, hasta el final!

Ya casi nadie de la generación actual y de la anterior cree en la justicia que se inclina habitualmente hacia un lado dejando la injusticia para todos los demás; está demasiado viva la vivencia de todos los desengaños que trajo la miseria en vez de riqueza, amargura en vez de satisfacción, hambre, inflación, revueltas, pérdida de las libertades civiles, esclavitud bajo la férula del Estado, una inseguridad enervante y una desconfianza de todos hacia todos.

Las palabras ajenas y las propias han adquirido un sabor amargo, el sabor del hastío. En las calles se vociferan, cantan y gritan con furia coros que reclaman derechos y reivindicaciones. Es evidente lo fácil que resulta manifestarse con el odio en un estado de exaltación con entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo elegido. La palabra ya no tiene la autoridad de antes, la ha echado a perder la mentira organizada, la propaganda.

Comprender exige un esfuerzo enorme y permanecer fiel a las propias convicciones requiere un coraje inmenso; se llama cobardes y traidores a los prudentes y débiles a los humanitarios sin reconocer y aceptar que frágil, transitorio y destructible es el hombre.

Se promueve un optimismo barato e irreal por profetas sin conciencia o políticos sin escrúpulos. El que expone una duda entorpece su actividad política, al que advierte lo llaman pesimista, al que está razonablemente en contra lo tachan de traidor y luego casi nadie sabe qué hacer ante la crisis o la catástrofe. Los sensatos predican en vano como Jeremías.

Cualquier forma de poder provoca endurecimiento interior y entumecimiento del alma; la derrota agita el alma e imprime en ella profundos y dolorosos surcos. Abusamos de la creencia en la infalible victoria con prematuros gritos y festivales.

Los artículos de primera necesidad son cada día más caros debido a un vergonzoso comercio de intermediarios, los víveres escasean, estamos entrando en la sombría ciénaga de la miseria colectiva, brilla como un fuego fatuo el provocador lujo de los que se aprovechan de la crisis. Una irritada desconfianza se apodera poco a poco de la población: desconfianza hacia el dinero, que pierde valor cada vez más, desconfianza hacia los gobernantes y políticos, desconfianza hacia los comunicados oficiales, desconfianza hacia los periódicos y sus noticias, desconfianza hacia la misma gente que nos rodea y su necesidades.

No hay medida ni valor en este desbarajuste; el dinero se funde y se evapora, quien vende con el precio de compra se perjudica, quien calcula con prudencia es estafado; la virtud actual es ser hábil, flexible, no tener escrúpulos y saltar encima del caballo al galope. Durante el aquelarre de nuestra inflación que dura demasiado y a un ritmo cada vez más acelerado lo único que conserva un valor estable dentro del país es la moneda extranjera. Parece que la voluntad de seguir viviendo en esta tierra es más fuerte que la inestabilidad del dinero en medio del caos financiero.

Es de esperar que retroceda la impaciente oleada de tantos “ismos” muy bien dirigidos y capaces de atraer a jóvenes decididos y osados que suelen convertirse en fanáticos incapaces de negociación y concesión alguna.

Nuestra época, atolondrada y soberbia, del tiempo del derribo y la decadencia, la denuncia y la acusación, la violencia dogmática y la violación sistemática de nuestra inteligencia en manos de muchos ignorantes que pretenden saberlo todo con el avance del sectarismo y de la razón fanática.

Lo que aporta un auténtico bienestar es respirar una atmósfera civil y educada, sin irritación y sin odio. Nada envenena tanto la vida como sentir alrededor el odio y la tensión constantes en el país y en la ciudad, tener que defenderse siempre para no ser arrastrado a cualquier clase de discusiones. La gente debe vivir más tranquila, más contenta y preocuparse más por sus jardines y pequeñas aficiones que por sus vecinos; es insalubre vivir en una tensión crispante sometidos a decisiones en las que no se tiene ni arte ni parte y de cuyos detalles no llegamos a enterarnos, y, sin embargo, disponen así, irrevocablemente, de la vida de las personas.

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