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Una forma de rendirle homenaje

El consenso y el diálogo, como una premisa democrática.
Lunes, 14 de febrero de 2022 17:18

Don Roberto Romero, en los años de 1960, era ya un empresario exitoso. Por esos mismos años, mi apreciación de la realidad era la propia de un joven afrancesado que se percibía como integrante de una imaginaria izquierda que no sólo se aprestaba a erigir al “Hombre Nuevo”, sino también a transformar -de raíz- a Salta. Era entonces inevitable que mirase con cierta desconfianza a este empresario que emergía con fuerza, que tejía lazos con factores locales de poder y que incluso contaba con un medio de comunicación muy influyente como El Tribuno. 

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Don Roberto Romero, en los años de 1960, era ya un empresario exitoso. Por esos mismos años, mi apreciación de la realidad era la propia de un joven afrancesado que se percibía como integrante de una imaginaria izquierda que no sólo se aprestaba a erigir al “Hombre Nuevo”, sino también a transformar -de raíz- a Salta. Era entonces inevitable que mirase con cierta desconfianza a este empresario que emergía con fuerza, que tejía lazos con factores locales de poder y que incluso contaba con un medio de comunicación muy influyente como El Tribuno. 

Esta desconfianza, con base puramente intelectual, tendió a atenuarse cuando don Roberto y su familia se avecinaron en la calle Dean Funes, al lado de mi casa paterna. Y se trocó en abierta solidaridad cuando oscuras fuerzas salteñas hicieron estallar un poderoso explosivo en la puerta de la vivienda de la familia Romero que produjo alarma, zozobra y daños en su casa, en la mía y en el vecindario. 

Mas adelante, hacia 1970, fuimos competidores -si cabe la palabra- en el mundo de los medios de comunicación. Él dirigía un medio sólido y bien articulado; yo dirigía lo que fue la breve aventura del diario Democracia. La desigual competencia no impidió que mantuviéramos relaciones normales que, en determinado momento, se tradujeron en el préstamo de bobinas de papel que autorizó don Roberto para que nuestra prensa “militante” pudiera cumplir con su salida.

Las cosas tendieron a complicarse cuando don Roberto decidió desembarcar en la política salteña y hacerlo en el “espacio” del peronismo local. Casi naturalmente él simpatizó con el sector más moderado y tradicional del así llamado movimiento nacional justicialista, enfrentado en términos puramente político - electorales con los grupos más contestatarios y ortodoxos entre los cuales me incluía. 

Pero el motivo principal de este enfrentamiento fueron ciertas ideas mezquinas que portábamos algunos de mis amigos jóvenes y yo mismo. La idea de que el peronismo era una cosa cerrada, propiedad de los que “desde antes” estaban adentro, y la astucia de considerar “infiltrados” a los que pensaban distinto, avivaron una nueva línea de conflictos y tensiones.

No era ya solo el clásico enfrentamiento entre la derecha peronista y la izquierda peronista (que desarrolló muy pronto una subtrama violenta y totalitaria), sino entre los que consideraban que en el peronismo sólo cabían aquellos que superaban la extraña prueba del “peronómetro” y los que, desde otras ópticas, lo consideraban una fuerza capaz de superar el subdesarrollo.

Hasta el golpe militar de 1976 el peronismo de Salta -donde don Roberto ya desplegaba su estrategia y crecía en influencia-, vivió los coletazos del caos nacional, sufrió las consecuencias del asesinato de José Rucci, de la muerte del General Perón y de la espiral de crímenes políticos.

 Es útil a esta reseña recordar que, en los comienzos de la reconstrucción de la democracia (1982), vine desde Madrid y me reunió con él buscando una senda de superación del enfrentamiento entre “amarillos” y “rojos”. 

Cuando, poco tiempo después, le tocó gobernar la provincia mostró no sólo una gran capacidad ejecutiva (inhabitual dentro de la política anterior), sino un fuerte pragmatismo que excluía actitudes sectarias, tan del gusto de mi generación. De hecho, incorporó a sus equipos a muchos dirigentes y profesionales que habían actuado en las filas “amarillas”.

En aquel momento, cuando yo superaba lentamente antiguos sectarismos, esta muestra de apertura me pareció criticable. Hoy la elogio y advierto su contraste con lo sucedido en épocas posteriores en donde un sectarismo de nuevo cuño (plagado de ninguneos y listas negras) dañó la evolución política de Salta.

Ante el desafío carapintada, siendo yo secretario de trabajo del presidente Alfonsín, hablé con don Roberto Romero y coincidimos en la necesidad de sumar fuerzas para defender las instituciones. 

Por ese mismo tiempo, el entonces gobernador Romero -que contaba con mayoría más que suficiente para marcar el rumbo a la Asamblea Constituyente- no solo alentó una reforma globalmente positiva de nuestra Constitución, sino que rehusó el regalo envenenado de los incondicionales de siempre que le sugerían la cláusula que autorizara reelecciones sucesivas. 

En 1987 realicé campaña electoral a través del Partido Tres Banderas. El empeño me permitió comprobar hasta qué punto don Roberto Romero había calado en las estructuras y en los sentimientos de las compañeras y compañeros. No estábamos entonces frente al clásico desembarco de un dirigente con recursos económicos suficientes para torcer voluntades, sino ante una persona que con su entusiasmo y a su manera comprendió al peronismo, entendió las necesidades y las expectativas de los excluidos de siempre y les abrió esperanzas.

Reencontrarnos en la senda de los consensos democráticos, abrir espacios al diálogo y respetar disidencias serían formas eficaces de rendirle homenaje.

 

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