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Un árbol enfermo hasta sus raíces

Jueves, 21 de julio de 2022 02:28

Hemos superado un nuevo aniversario del Día de la Independencia. Ahora que bajó la efervescencia sentimental y, ya desasosegados, podemos ver que, en el mejor de los casos, la conmemoración pasó y nada ha cambiado.

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Hemos superado un nuevo aniversario del Día de la Independencia. Ahora que bajó la efervescencia sentimental y, ya desasosegados, podemos ver que, en el mejor de los casos, la conmemoración pasó y nada ha cambiado.

El sábado 9 de Julio se sucedieron -como todos los años y año tras año- actos llenos de palabras ampulosas; de retóricas exuberantes; de la apelación a algunas emociones genuinas y a muchas otras inventadas; pero todas ellas carentes de un correlato tangible y real que sea válido hoy en día. Palabras huecas que apelan a emociones verdaderas que no se basan -casi nunca- en un hecho verificable que dé un sustrato real a los relatos. Por el contrario, todo lo que se dice año tras año es -cada vez más- puro imaginario.

Actos protocolares que se suceden en una seguidilla anual sin solución de continuidad y sin un sentido de rescate verdadero de los actos fundacionales de esa fecha. Menos de una búsqueda de la perpetuación de esos actos en el tiempo.

Actos, banderas, políticos, bandas, sacerdotes y dirigentes; muy pocos de ellos hoy representativos ni representantes de aquella fundación primigenia. Actos que repiten fórmulas que habrán representado algo para generaciones pasadas pero que, hoy, solo destacan un profundo vacío. La vacuidad de las palabras versus la contundencia de la realidad. No se mide, además, el profundo hartazgo social que existe; este sí genuino. Tangible. Concreto. Opresivo.

Se siguen repitiendo -acto tras acto- una letanía de letras vacías y muertas escritas en un papel perecedero y que se deshace ante la menor brisa. Proclamas efímeras que buscan imponerse por sobre realidades escritas en piedra.

­Feliz Día de la Patria!, ¿qué patria? me pregunto. ­Feliz Día de la Independencia!, ¿qué independencia? me sigo cuestionando. Patria es un hogar común donde el haber encontrado a una mujer wichi en estado de inconciencia, con signos evidentes de desnutrición, junto a sus dos hijas de 11 y 4 años; me duele e indigna tanto como la falta de esperanzas de un chico qom en Formosa. Patria es el lugar donde la falta de educación de un chico del conurbano bonaerense reclutado como soldadito por los carteles de la droga me angustia tanto como la falta de oportunidades de los millones de desempleados, los chicos sin futuro y las generaciones condenadas de antemano al feudalismo de un plan social necesario para poder sobrevivir en un país desquiciado y perverso.

Patria es un lugar donde los atentados de las bandas narcos que operan sin freno en Rosario y Santa Fe me quitan tanto el sueño como cada uno de los chicos de la escuela pública que no logran obtener los conocimientos mínimos en lengua; que no comprenden lo que leen o que no saben hacer una simple cuenta matemática. Patria es otra cosa. Independencia es otra cosa. Esto no es una patria. Esto tampoco es ser independientes. Hoy ya no hace ningún sentido el cuento de la independencia que buscamos creer cada año.

En lo personal, sentiría mi patria como un lugar donde podamos ser otro país. Uno apegado a reglas; a los ideales de personas como Descartes, Bacon, Kant, Locke, Voltaire, Rousseau, Hobbes, Hume, Montesquieu y todos aquellos que creían en la idea de sociedades basadas en la construcción de bien común, y más cerca de nuestro tiempo y de nuestra fundación, de personas con ideales de desarrollo y crecimiento: alguien como Hamilton en América del Norte y de Juan Bautista Alberdi en el hemisferio sur. De ellos y de los otros miles de ciudadanos ilustres que soñaron con un mundo mejor.

Este no es el país imaginado por esos próceres reales como Manuel Belgrano, Mariano Moreno, José de San Martín, Martín Miguel de Gemes o Domingo Faustino Sarmiento. No fue el país imaginado por los padres fundadores de la Revolución de Mayo ni, mucho menos, por los ciudadanos ilustres -como bien los denomina el historiador Luis Alberto Romero-, que dejaron su piel y su vida por la oportunidad de tener aquel -hoy mítico- Día de la Independencia.

Es un error pensar y conmemorar el Día de la Independencia una vez al año. Hay que hacerlo todos los días. Se conmemora cuando se construye soberanía. Cuando se cuida la libertad; cuando se provee educación -de la buena- a todos; cuando se asegura una genuina igualdad de oportunidades y se da luego lugar al mérito y al esfuerzo; cuando los hospitales públicos funcionan bien y para todos; cuando se construye bien común, capa sobre capa. Cuando se nutre, se protege y se deja crecer a cada persona como si se tratara de nosotros mismos, o de nuestros hijos, o de nuestra familia; porque cada uno de ellos es parte de la misma aldea común que nos une, nos define y nos representa.

Nuestro país merece ser un mejor lugar donde vivir que este árbol que tiene las raíces podridas y que hemos dejado crecer -hace al menos cien años- torcido y enfermo. Un árbol enfermo que, a propósito -por acción deliberada o inacción irracional- seguimos regando y nutriendo

 

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