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Dialogando en serio

Martes, 13 de septiembre de 2022 02:37

El diálogo en la política argentina es un dispositivo de último recurso. Lejos de puente o lugar de encuentro que supere el umbral de la diversidad, es el refugio final ante la emergencia. Muestra cabal de una democracia inmadura, estancada en una anomia naturalizada.

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El diálogo en la política argentina es un dispositivo de último recurso. Lejos de puente o lugar de encuentro que supere el umbral de la diversidad, es el refugio final ante la emergencia. Muestra cabal de una democracia inmadura, estancada en una anomia naturalizada.

La causa se explica mejor si se analiza el ciclo histórico de los últimos veinte años, vinculándolo con un rasgo fundamental del sistema democrático: la alternancia en el poder, que no es ni más ni menos que el reconocimiento del otro y la posibilidad siempre latente de su prevalencia.

Lo que ha caracterizado más que nada este tiempo ha sido la anulación del diálogo como criterio rector, desdeñando la unidad desde la diversidad. Eso de desconocer al otro, sea con el argumento de la legitimidad mayoritaria o, ante su ausencia, desde el discurso pleno de argumentos de autoridad, esos que convierten la discusión en un griterío de sordina.

Ese vector tan poco democrático utiliza distintas estrategias, dependiendo el lugar que le toca ocupar al sector que lo propugna.

Cuando es oposición, excede el cauce institucional con un sistema de cautelares a lo largo y ancho del país, para entorpecer la implementación de políticas centrales para un plan de gobierno (forum shoppingfare o "foro de conveniencia").

Si es insuficiente, opta por la acción directa, tomando calles o plazas de modo literalmente lapidario (streetfare - peligro en la calle - o stonefare -cascotazos-). Todo sazonado con un federalismo de discordia, bien cortoplacista y de campanario, para debilitar el Estado nacional.

Cuando es gobierno propugna una alteridad mínima que conduce a una oposición anémica, con una participación formal que convierte la actividad política en un soliloquio: una parte grita e impone a un convidado de piedra que se asume no tiene nada para aportar, la estatua de Tirso de Molina. Busca un escenario de simulacro de alternancia, una democracia de ficción, de discurso único y sin opciones.

Dejando de lado las astucias (e inocencias) políticas, conviene interpretar qué significa el llamado a un diálogo "con condiciones" y "no a cualquier costo".

Especialmente por el otro sector, a quién se le achacan responsabilidades para justificar la última novedad para negar al otro: la ley contra el discurso del odio, esa con antecedentes tan aberrantes en regímenes que han logrado imponer el autoritarismo bajo el ropaje de una fantasía democrática.

El zorro le dijo al león que se hacía el enfermo: "iría con gusto a verte a tu guarida, si no fuese que veo demasiadas huellas que van hacía ti, pero ninguna que vuelva". Sería de una candidez supina desconocer lo ocurrido en estos últimos veinte años; también lo sería no considerar experiencias similares en países vecinos.

Claro que hay que dialogar, claro que para alcanzar la madurez democrática tenemos que instalarlo como primer y no último recurso. Podríamos empezar con una sana propuesta: acordemos un NO al "forum shoppingfare, al streetfare y al stonefare"; también el respeto irrestricto a la libertad de expresión. Ahí podemos empezar a hablar en serio.

 

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