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Vértigo tecnológico e inequidad en el planeta

Domingo, 28 de mayo de 2023 02:50

Uno de los más importantes logros de la Primera Revolución Industrial -desde el punto de vista social- fue mejorar las condiciones higiénicas y sanitarias de las ciudades, con la instalación de sistemas de alcantarillado y de recolección de aguas residuales. Hoy, en pleno siglo XXI -de acuerdo a un estudio reciente de las Naciones Unidas- 1.700 millones de personas (22%) no tienen acceso a baños y 4.200 millones (53%) carecen de sistemas de extracción y sanitización de los residuos cloacales. El 25% de la población mundial no tiene acceso a agua potable y casi 800 millones de personas viven sin electricidad, uno de los motores de la Segunda Revolución Industrial. Si se considera el servicio de internet, propulsor de la Tercera Revolución Industrial, el 37% de la población mundial jamás la ha usado, mientras que un 50% carece de conexión. Naciones Unidas ha fijado un objetivo de alcanzar un 75% de conexión a nivel global para el año 2025 -con un mínimo del 35% en los países subdesarrollados-. No creo que se logre.

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Uno de los más importantes logros de la Primera Revolución Industrial -desde el punto de vista social- fue mejorar las condiciones higiénicas y sanitarias de las ciudades, con la instalación de sistemas de alcantarillado y de recolección de aguas residuales. Hoy, en pleno siglo XXI -de acuerdo a un estudio reciente de las Naciones Unidas- 1.700 millones de personas (22%) no tienen acceso a baños y 4.200 millones (53%) carecen de sistemas de extracción y sanitización de los residuos cloacales. El 25% de la población mundial no tiene acceso a agua potable y casi 800 millones de personas viven sin electricidad, uno de los motores de la Segunda Revolución Industrial. Si se considera el servicio de internet, propulsor de la Tercera Revolución Industrial, el 37% de la población mundial jamás la ha usado, mientras que un 50% carece de conexión. Naciones Unidas ha fijado un objetivo de alcanzar un 75% de conexión a nivel global para el año 2025 -con un mínimo del 35% en los países subdesarrollados-. No creo que se logre.

Por otro lado, me pregunto: ¿qué dice de nosotros el que nos preocupe más dotar al mundo de internet antes de asegurar el acceso al agua potable, a baños o a sistemas de recolección y sanitización de los residuos? ¿O es que, acaso, la ilusoria inclusión tecnológica es más importante que la inclusión real en derechos humanos básicos?

Casi el 10% de la población mundial -800 millones de personas-, viven en condiciones de "extrema pobreza", con menos de 2,15 dólares por día. En el otro extremo, OXFAM Internacional muestra que solo ocho personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial, o sea, que 4 mil millones de personas. Solo tres personas concentran la misma riqueza que el PBI combinado de los 48 países más pobres del planeta. Siete de cada diez personas viven en un país en el que la desigualdad ha aumentado en los últimos 30 años.

La inequidad comienza a sedimentar y a devenir en un problema estructural; uno que ayuda a fracturar a nuestras sociedades y a debilitar a la democracia; deslegitimándola.

Automatización, estúpido

Toda explicación a problemas sociales -y económicos- es siempre multicausal; no se puede caer en el reduccionismo de buscar la raíz de un problema así en una única causa. Pero sería necio, al mismo tiempo, no ver el rol que está jugando el avance de la tecnología en esto.

Por un lado, hoy existe una fuerte tendencia a que la automatización y la robotización sustituyan a los trabajadores humanos en sectores cada vez más amplios. La "mano de obra barata" que antes se conseguía en los países en vías de desarrollo y en las economías emergentes ahora se reemplaza por "trabajo-robot". Por otro lado, no solo los trabajos manuales o aquellos que requieren escasa destreza son los que están en peligro; cada vez quedan más afectados los trabajos intelectuales y aquellos que requieren una gran cuota de esfuerzo y de estudios. Las universidades dan cuenta de este fenómeno donde, desde la pandemia, la matrícula ha caído de manera sostenida y se comienza a verificar un fenómeno nuevo y dramático: la alta educación no repaga la inversión que requiere y las deudas por créditos estudiantiles se acumulan y se hacen imposibles de afrontar.

En el año 2013 -una eternidad en la era de la hiperexponencialidad tecnológica-, los investigadores Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne habían llevado adelante un estudio sistemático de 702 ocupaciones y, en resumidas cuentas, establecieron que, en ese momento, el 47% de los puestos de trabajo en EEUU eran susceptibles de ser automatizados. En enero de 2017 la consultora McKinsey and Company comprobó que, con la tecnología de ese entonces se podía automatizar el 51% de los trabajos, y que "el 60 por ciento de todas las profesiones estaban integradas por actividades automatizables en más de un 30%". El mismo estudio señalaba que, "a nivel mundial, las actividades automatizables podrían equivaler a 1.100 millones de empleados (14% de la población mundial) y a 15.800 millones de dólares en salarios". 2017; mucho antes del auge explosivo de la IA.

La clave de una reinserción exitosa reside en la plasticidad y en la educación de su población. Países sin foco en estos puntos quedarán rezagados. La sedimentación de la inequidad que mencionaba antes podría profundizarse y extenderse a regiones enteras con efectos adversos duraderos.

¿Keynes tenía razón?

Que las máquinas sustituyan trabajo humano no es algo nuevo. John Maynard Keynes habló de "desempleo tecnológico" como "el desempleo originado por la introducción de métodos mecánicos que economizan el uso de fuerza de trabajo a un ritmo mayor al que se pueden crear nuevos empleos para la fuerza de trabajo desplazada". Hasta ahora ambas fuerzas se equilibraban en el mediano plazo. Sin embargo, a las velocidades actuales, hay buenas razones para aceptar la predicción de Keynes de un extenso desempleo masivo.

En el libro "La segunda revolución de las máquinas", los investigadores Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee ofrecen varias razones por las cuales es posible esperar niveles de desempleo importantes y crecientes. La más importante de ellas tiene que ver con esta velocidad de adopción de las nuevas tecnologías, que no dan el tiempo suficiente para que las fuerzas laborales desplazadas se puedan formar y adaptar a un nuevo oficio antes que ese nuevo nicho no sea afectado, también, por una nueva ola de automatización.

Sueldo básico universal

Hay muchos que sostienen que quedar liberados de la dureza del trabajo podría ser bueno y permitirnos centrarnos en el arte, la cultura, el deporte o cualquier cosa con la que queramos llenar nuestras vidas. Suele deslizarse, en este punto, el debate sobre el "sueldo básico universal"; una suma que nos pagarían por quedarnos en nuestras casas dedicándonos a lo que quisiéramos. ¿Tentador, no? Aún si tuvieran razón, en mi opinión esta visión subestima dos problemas. En primer lugar, ¿es posible que una transición tan rápida a una utopía de este tipo no tenga consecuencias sociales inmensurables? ¿Cuál sería ese monto?; ¿alcanzaría para subsistir?

En segundo lugar, y dado que la sociedad siempre ha estado organizada en torno al trabajo, ¿seremos capaces de organizar nuestras vidas de forma que la carencia de trabajo no nos impregne de una sensación de falta de sentido en nuestras vidas?

Y, aún dejando de lado estas cuestiones, hay otros mecanismos que hacen que el desarrollo tecnológico (en ausencia de interferencias de los Estados) tienda a incrementar la desigualdad. El primero es que, a medida que las máquinas se van haciendo cargo de los trabajos, el costo laboral pasa a ser un mayor beneficio para los dueños del capital, imponiendo, además, una baja de salarios por el exceso de oferta de mano de obra. Como la tasa de rendimiento del capital es más alta que la tasa de crecimiento del ingreso y de la producción, la inequidad se acentuará.

Un segundo mecanismo es la polarización laboral: aquellos con más herramientas para adaptarse a los cambios tienen más chances de no ser expulsados del sistema que aquellos con menos herramientas. El último mecanismo es que la digitalización genera una economía en la que el vencedor se lleva todo: cuando el coste de hacer copias y distribuirlas por todo el mundo llega a ser despreciable, la competencia es feroz y los ganadores tienden a concentrarse muy rápido.

A la cola del mundo

Es indudable que la tecnología va a revolucionar, de un extremo a otro, toda nuestra existencia; tanto como va a cambiar nuestra concepción de la vida y nuestro lugar en el universo.

Sin embargo, pareciera quedar cada vez más claro que los beneficios de adoptar tecnología no se recogen de una forma ni equitativa ni pareja. Los países más desarrollados y a la delantera de la carrera tecnológica tienen más chances de hacerse de los beneficios de una adopción temprana; mientras que los países menos desarrollados van quedando a la zaga.

Resulta ilustrador el ensayo publicado en 2004 por Robert E. Lucas Jr. (Premio Nobel de Economía en 1995), llamado "La Revolución Industrial: pasado y futuro". En este ensayo Lucas estudia la producción y la renta per cápita por regiones y su evolución en el tiempo. En 1850 la inequidad era un factor de dos entre los países de habla inglesa y los países de África y Asia. Hacia el año 1900 ese factor ya llegaba a seis. Para el año 2000 esa brecha simplemente se había amplificado a más de diez veces. En términos de ingreso per cápita, aun asumiendo que Latinoamérica y África pudieran experimentar una tasa de crecimiento similar a la que experimentó Japón después de la guerra, Latinoamérica está retrasada al menos 200 años respecto a los países de habla inglesa, y África 300 años. ¿Cuántos años atrás quedaremos al finalizar la Cuarta Revolución Industrial? ¿Y la quinta? ¿O la sexta?

Es cierto que épocas de grandes cambios reavivan grandes miedos. No intento reavivar doctrinas milenaristas ni temores luditas. Solo quiero remarcar que, a las velocidades con las que suceden los cambios, el tiempo necesario para asimilarlos, adaptarnos y reinsertarnos en la nueva realidad puede ser insuficiente. Y, aún si el futuro fuera todo lo bueno y venturoso que se promete que va a ser, existe el riesgo de que la transición sea demasiado abrupta y traumática, y que vastas camadas de población queden en el camino durante la reconversión.

¿Vale la pena condenar a generaciones enteras a fuertes penurias en pos de una mayor productividad económica focalizada actual? ¿Tenemos, acaso, ese derecho? Tengo respuesta a ambas preguntas, aunque me siento muy solo enunciándolas.

 

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