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La democracia, ante el desafío más difícil

Editorial.
Sabado, 09 de diciembre de 2023 19:49

La conmemoración de cuatro décadas de regularidad electoral merece celebrarse como un reconocimiento a la democracia, el régimen de gobierno que coloca a la libertad, la vida y el derecho de cada persona en la médula de la organización jurídica de la sociedad.

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La conmemoración de cuatro décadas de regularidad electoral merece celebrarse como un reconocimiento a la democracia, el régimen de gobierno que coloca a la libertad, la vida y el derecho de cada persona en la médula de la organización jurídica de la sociedad.

El 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín emergió como el símbolo de un cambio histórico que consistía en la restauración de valores del pasado, consagrados en la Constitución de 1853, en el proceso jurídico y organizacional que llevó en 1912 a la sanción del voto universal (aunque solo masculino) y obligatorio, al voto femenino en 1951 y a los emblemas de reivindicaciones sociales que inspiraron al país a lo largo de su historia institucional.

En esa fecha, el gobierno radical introdujo en la política y, sobre todo, en la historia, la reivindicación de los Derechos Humanos, y lo hizo no solo a través del discurso y la expresión de los deseos, sino convocando a la CONADEP, una comisión cuyo trabajo puso ante la opinión pública la magnitud de la barbarie que había vivido el país a manos de la dictadura que se retiraba, derrotada por su propia ineptitud. La condena a los jefes militares responsables del terrorismo de Estado y a los líderes de las organizaciones guerrilleras fue un acto de coraje cívico del presidente, de su gobierno y de todos los civiles que se sumaron a la CONADEP.

Los Derechos Humanos, consagrados formalmente por la ONU en 1948, no habían sido un valor esencial en una Argentina donde la tortura, el encarcelamiento de opositores, los ataques criminales de uniformados e insurgentes a la población civil y las diversas formas de la violencia política aparecían plenamente naturalizadas.

Mirando en retrospectiva, el país llevaba 130 años funcionando como una república liberal, con un período formidable de crecimiento económico que se extendió hasta las primeras décadas del siglo XX, durante el cual se construyó el Estado, la educación gratuita y obligatoria y el sistema de transporte fluvial y terrestre. Así se transformó lo que era una enorme extensión de tierra, con polos de urbanización y economía en el puerto del Río de la Plata, en el noroeste y en Cuyo, y el resto, planicies, selvas y serranías con poblaciones aisladas y economías de subsistencia.

El voto universal ciudadano, sancionado cuatro años antes, puesto en práctica por primera vez en 1916 con la elección de Hipólito Yrigoyen, inauguró un ciclo de democracia representativa que solo duró 14 años. Desde el golpe de Estado de 1930 hasta 1983, el sistema representativo, republicano y federal se iba a convertir en una democracia condicionada, bajo tutela militar. Por ese camino fue creciendo una cultura autoritaria, predispuesta al presidencialismo y a los liderazgos unipersonales. Se naturalizó la devoción a liderazgos mesiánicos, a la política social entendida como dádiva, al "decisionismo" y al "estado de emergencia", con la consecuente demolición de la división de poderes, en definitiva, se construyó esa Argentina que María Elena Walsh describió como "país jardín de infantes" y el jurista Carlos Nino, como "un país al margen de la ley".

Alfonsín, con la Constitución como discurso y con el juicio a las juntas militares, hizo que 1983 apareciera como una bisagra entre dos tiempos y dos países. El clima político de racionalidad democrática imperó desde entonces hasta 1999, cuando concluye el segundo mandato de Carlos Menem. Fueron 16 años de evolución positiva sobrellevando las nostalgias golpistas de las insurrecciones carapintadas y soportando la profunda crisis macroeconómica, con los fracasos de Alfonsín y la convertibilidad de Menem.

Luego, la fragmentación de los partidos políticos y la disolución de sus identidades produjeron la coalición con Fernando de la Rúa, un jurista para otro tiempo, y Carlos Álvarez, un simple aventurero; el experimento derivó en el colapso de ese gobierno y la instalación de Eduardo Duhalde como presidente elegido por el Congreso.

Otro experimento, en medio de un deterioro pronunciado de la economía y de una crisis social que comenzaba a manifestarse con nuevos actores políticos, como las organizaciones piqueteras, que llenaron un vacío que no alcanzó a prevenir la dirigencia tradicional.

Por entonces, el asambleísmo y el trueque aparecieron entre mucha gente como la esperanza utópica de un nuevo orden.

El asesinato de dos dirigentes sociales durante una protesta en Avellaneda eyectó a Duhalde y, con los partidos políticos fracturados, un formato electoral sui generis produjo la llegada de Néstor y Cristina Kirchner al poder.

Así, en 2003, comenzó un ciclo en el que la democracia decisionista, delegativa e hiperpresidencialista volvió a desplazar a la idea originara de la democracia republicana y federal. El fracaso de Mauricio Macri y de Juntos por el Cambio permitió el triunfo de otra fórmula surgida de la alquimia: Cristina Kirchner, con un nivel de rechazo muy alto, puso a Alberto Fernández como cabeza del binomio, del gobierno que se va con los peores índices de pobreza, desocupación, inflación y estancamiento.

Ese es el enorme desafío que plantea al país el comienzo de la décima presidencia de estas cuatro décadas: El libertario Javier Milei, autoconstruido por fuera del sistema y a través de las redes sociales propone todo lo que las tradiciones argentinas consideran "políticamente incorrecto". Su triunfo nace del hartazgo. Se muestra resuelto a terminar con la inflación, los piquetes, la militancia rentada, el clientelismo, la corrupción y la complicidad del poder con la delincuencia. Sus anuncios muchas veces lo colocan al límite de la democracia, de la tolerancia y de los valores de la república. Y su personalidad insinúa cierta predisposición al mesianismo y las conductas autocráticas.

La realidad del país no da para nuevos experimentos.

La sociedad siente que viene de fracaso en fracaso; con una crisis social que arde como una brasa, el futuro de la democracia depende de la prudencia, la lucidez, la humildad y la capacidad de decisión del nuevo gobernante.

Y, como nunca, tiene la gran responsabilidad de garantizar la paz social, las libertades cívicas y la integridad del país.

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