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Laberintos humanos. Nada pesarosamente

Martes, 05 de julio de 2016 01:30

Laberintos humanos. Nada pesarosamente


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Laberintos humanos. Nada pesarosamente


A Justino le encantaba el estilo del cuento del molle, tan parecido al suyo, y Carla y Bruselas estaban sentadas sobre sus raíces suspirando tras cada oración, por lo que Neonadio, Pitágoras, Armando y yo tuvimos que quedarnos a escucharlo, cosa que no nos fue tan pesarosa.

El árbol nos dijo que Áncora era una princesa que llevaba su hacienda junto a un arroyo cristalino, junto al que desenredaba sus trenzas y lavaba sus cabellos mientras cantaba canciones transparentes como las aguas que corrían a sus pies, y aunque aún no conocía el amor, cantaba los sufrimientos que ignoraba pero que le provocaban agrias lágrimas.

Estaba de ese modo reflejándose en el arroyo cuando sintió los cascos del caballo de Pituino, cierto que aún sin saber de quién fueran salvo que se trataba de un caballo, y por pudor no alzó la vista cuando la sombra del jinete le hizo perder la noción de la hora del día en que se hallaba.

Pituino, al verla, quedó en el acto enamorado, masticando en su cansancio de andar caminos los versos que lloraría si ella lo despechaba, y los que le reiría de aceptarlo, que fue al fin los que cantó porque, al alzar los ojos, Áncora tuvo el mismo sentimiento encadenador que él sintió por ella, como si el uno hubiera nacido para el otro y para ninguno otro mortal de alguna parte.

Carla Cruz y Bruselas Guanti no pudieron contener nuevos suspiros que, podría jurarlo, el molle festejó con una sonrisa de rama a rama, si es que es posible imaginar que un árbol sonría ya que bastante tenemos con que hable.