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Laberintos humanos. Cuis crocante

Martes, 30 de enero de 2018 00:00

Aquel paisano, al que le había llegado la hora pero se salvara por la bondad del Mento Gómez, carneó un cuis que quiso escaparse entre las tolas, lo ensartó en un cuchillo y lo cocino sobre la brasa, sin cuerearlo para que la grasa se le fritara crocante y se lo ofreció al Mento Gómez, sabiendo que le debía la vida.

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Aquel paisano, al que le había llegado la hora pero se salvara por la bondad del Mento Gómez, carneó un cuis que quiso escaparse entre las tolas, lo ensartó en un cuchillo y lo cocino sobre la brasa, sin cuerearlo para que la grasa se le fritara crocante y se lo ofreció al Mento Gómez, sabiendo que le debía la vida.

Mi nombre es Allen Ginsberg, se le presentó diciendo, y en lo bajo del valle tengo hacienda y familia, que toda es suya desde este instante. Nada me debe, le dijo conmovido el Mento mientras masticaba la patita del asado, pero no voy a despreciarle el descanso, que lo necesito y el vino, si me lo ofrece.

Así, Allen Ginsberg y el Mento Gómez, en aquel otoño del ochocientos treinta y tantos, ladearon sus huellas para llegar al rancho, donde el paisano lo presentó al Mento diciendo que vaya a saberse por qué la Parca caminaba a mi lado pero este hombre se ofreció para reemplazarme, dijo ante su mujer y sus hijos que atendían al relato.

La Muerte no lo quiso, porque prefiere al que le suplica una hora más, y se marchó, por eso es que vuelvo a verlos, dijo don Allen abrazando a sus hijos, que lloraban conmovidos. Le ofrecí por suyo todo lo que es nuestro, dijo, pero sólo me aceptó alguna que otra jornada de descanso, pero la mujer de Allen Ginsberg miró al Mento con desconfianza.

Cuando la limosna es mucha, hasta el Santo desconfía, le confesó a su marido abrazada sobre su pecho, esa noche, bajo la cobija cálida de la vida, pero el hombre le aseguró que nada malo podía haber tras esos actos nobles.

 

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