Conversábamos sobre la belleza desde que Perla leyera que escribí que era bella y distante. Sabía que era distante y se enorgullecía de ello, era su manera de defenderse y de definirse, pero el otro nunca fue un adjetivo que usara para si misma.
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Conversábamos sobre la belleza desde que Perla leyera que escribí que era bella y distante. Sabía que era distante y se enorgullecía de ello, era su manera de defenderse y de definirse, pero el otro nunca fue un adjetivo que usara para si misma.
Lamentó no haberlo sabido de joven, cuando lo hubiera aprovechado más, pero Blanca le aclaró que muchas veces la conciencia de la belleza arruina los momentos, sobre todo en la juventud, y que de todos modos le estaba sucediendo ahora y era ahora cuando debía disfrutarlo.
Entonces fue que Perla río por lo bajo, y todos nos volvimos para que nos lo cuente. Es que antes de venir para acá llamaron a la puerta de mi casa, dijo. Nunca había vivido algo así. Abrí y era la mujer del almacenero. Recordarán que, tras las primeras miradas que sentí en la calle, fueron las proposiciones de su marido las que me hicieron dar cuenta que era una linda mujer.
El hombre, que dijo con tono bajo todo lo que quería de mi, pensaba que su esposa no lo había escuchado, incluso cayó cuando ella entró por la trastienda, pero no era una persona tan tonta como creyera. Vea, me dijo. Me di cuenta que andaba coqueteando con mi esposo, agregó como una advertencia.
La verdad es que no era cierto, dijo Perla. Era verdad que disfrutaba saberme deseada, porque si lo fui nunca lo supe, pero ese hombre no me interesaba. Le pedí que pasara pero ella prefirió seguir confrontándome en la puerta de mi casa, acaso para que todo el vecindario supiera de su desdicha o de su voluntad de defender lo propio.