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Clases en vivo, nuevos territorios de encuentro

Jueves, 13 de agosto de 2020 01:00

Por magister Alejandra Maccagno. Ya es sabido por todos que el contexto de aislamiento alteró el escenario y la dinámica de la escuela. La pandemia nos obligó a los docentes a reinventarnos para dar clase y asegurar la continuidad pedagógica de nuestros estudiantes. A este desafío se sumó la necesidad de encontrar nuevas maneras de vincularnos a través de clases en vivo, en las que la interacción es en tiempo real, por diversas plataformas.

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Por magister Alejandra Maccagno. Ya es sabido por todos que el contexto de aislamiento alteró el escenario y la dinámica de la escuela. La pandemia nos obligó a los docentes a reinventarnos para dar clase y asegurar la continuidad pedagógica de nuestros estudiantes. A este desafío se sumó la necesidad de encontrar nuevas maneras de vincularnos a través de clases en vivo, en las que la interacción es en tiempo real, por diversas plataformas.

Con la cámara nos metimos en la casa de nuestros alumnos, de nuestros colegas, y ellos en la de cada uno, alterando los tiempos y espacios de la enseñanza y aprendizaje, reversionando propuestas y modos de ser, estar y comunicar. Y de estos cambios nos vamos dando cuenta, pero no de forma declarativa; lo sentimos en la piel, en el cuerpo, en las miradas, en el silencio y en la palabra; en las cámaras que a veces se apagan y en micrófonos silenciados. Y surgen preguntas: ¿podemos hacer experiencia de esto que vivimos?, ¿cómo son nuestros modos de estar presentes en las clases en vivo?, ¿quiénes hay detrás de las pantallas?, ¿qué hacemos y en qué pensamos cuando vamos a un zoom?, ¿qué significa dar clase en vivo?, ¿un zoom es un aula?, ¿por qué ese zoom no puede ser el recreo o la sala de profesores?

Y se vuelve necesario construir modos de presencia diferentes para sostener el deseo de aprender, desde la palabra y la mirada. David Le Breton (2010) dice que una palabra sin presencia no logra ningún efecto concreto ante un oyente sin rostro. Estar presentes en lo que decimos garantiza que el otro esté; nos acerca en la distancia que, entonces, es sólo física.

¿Cómo hacer para que la palabra y la mirada nos acerquen a esos rostros detrás de una pantalla? Dando permiso a que algo suceda, al pensamiento, a la creatividad... y por qué no también al silencio, a ese que deja aflorar el mundo interior y que estimula el deseo de una escucha que se detenga en el rostro del otro.

David Le Breton (2010) también dice que internet es el universo de la máscara y que, aunque esté presente una foto del rostro del otro, no es una presencia viva. Y se multiplican los seudónimos, se prueban diferentes personajes, se toman los nombres de otros para vulnerar las redes, amenazan desde la cobardía aquellos que se ocultan en esas máscaras, esperando quizá que algún mensaje llegue a tener resonancia. Posiblemente alguien está pidiendo, por un instante, poder ser escuchado ante el dolor de un acontecimiento, ante el cansancio o el aburrimiento que ensombrece el valor de la palabra y calla la interioridad del individuo.

La escuela de la presencialidad repetida en la virtualidad no da lugar a la palabra ni a la mirada; no da refugio ni cobijo al otro; no escucha ni se detiene en el rostro del otro. La virtualidad viene siendo atravesada por la representación que tenemos de lo que es la escuela; se tiende a homologar el aula presencial con un espacio en la virtualidad, muchas veces desde un aplicacionismo o automatismo. Y las clases en vivo se convierten en exposiciones ante un auditorio invisible. Visto de ese modo, la enseñanza y el aprendizaje se vuelven difíciles de sostener. Abrir conversaciones en las que aparezcan los ‘rostros‘, no los que aparecen con las cámaras encendidas del vivo, sino de aquellos que incluyen la presencia del otro, la mirada que palpa, empuja, sostiene, traspasa, cobija, acompaña, recreará este nuevo territorio de encuentro.

Se impone el valor de la palabra, esa que alimenta en estos nuevos espacios, la producción de pensadores que construyan ideas brillantes, porque la palabra genera cantidad de caminos para armar recorridos más desafiantes.

Se impone valorar esos rostros que hay del otro lado, que escuchan y dicen palabras que nos acercan de un modo diferente; esos rostros que hoy, más que nunca, expresan y comunican. No podemos tener clases en vivo sin ver, sin escuchar, sin contactar esos otros rostros con el propio, y con la propia voz, porque a veces, detrás de esa cámara que a veces se apaga, hay ‘alguien‘ que igualmente escucha para dar lugar al pensamiento, dispuesto a recibir al otro a través de la voz.

En medio de esta pedagogía de la emergencia, lo importante es que a los docentes nos guste e interese lo que enseñamos; que mantengamos una relación apasionada con los temas que queremos enseñar; que encontremos preguntas que valgan la pena; que pongamos en juego ideas, poniendo en conversación los libros y la realidad para nutrirnos. Es interesante lo que puede originarse si, como dice Laura Duchastky (2020), empezamos a tener otra relación con la dificultad. Se trata de sacudir la quietud de aquello que hacemos y nos resulta cómodo, para disponernos a recrear, reformular. Significa entender y desafiar antes que asumir una clase de seguridad que dan los confines de las disciplinas académicas, y generar proyectos novedosos.

Quizá enseñar se parezca al deber que Borges le atribuía a todo verso: ‘comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar..." como la cercanía del rostro y la palabra a través de una pantalla, desde la que el docente invita, propone y espera... y ¿qué propone? Trayectos y sentidos. Porque enseñar es itinerar, guiar a viajeros siendo un comunicador de ideas, dando lugar a la incertidumbre de lo que vendrá. Porque enseñar es del orden de la experiencia: nos pasa, nos sucede, nos atraviesa, nos alcanza, se apodera de nosotros y nos transforma... como la palabra y la mirada.

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