Cuando los cargosos empezaron a mirar groseramente a mi cuñada, Pierro miró a su hermano a la espera de que tomara la iniciativa. Pierro era más peleador, me seguía contando Blanca, y sólo esperaba que su hermano los encarara para salir a ayudarlo, pero Tiríades no lo hizo.
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Cuando los cargosos empezaron a mirar groseramente a mi cuñada, Pierro miró a su hermano a la espera de que tomara la iniciativa. Pierro era más peleador, me seguía contando Blanca, y sólo esperaba que su hermano los encarara para salir a ayudarlo, pero Tiríades no lo hizo.
Los cargosos se envalentonaron, como suele suceder cuando no se los para. Tras las miradas siguieron los comentarios que fueron subiendo de tono. Tiríadesestaba paralizado. Pierro hervía de odio y la Palmetti, mi cuñada, se moría de vergüenza. Lo recuerdo como si fuera hoy. Uno de los cargosos se acercó, y ese fue su error.
Pierro, ya cansado y aún con ese ímpetu de la juventud, lo recibió con un cross en el ojo. Los otros se le fueron encima, pero eran poca cosa. Pierro ya era un hombre duro a su edad, diez de esos, no los cuatro que eran, no hubieran alcanzado para hacerle sombra. Cuando los terminó, se sacudió la manga, se arregló el cabello y miró muy serio a su hermano.
Ya le dije que Tiríades estaba terminando de escribir unos cuentos sobre un detective cuya herramienta eficaz era su dura mirada. La clavaba en los ojos del sospechoso, y este terminaba por confesar, claro que hasta entonces la trama del cuento dejaba ignorando sólo un detalle. Eran buenos cuentos.
Esa mirada usó Pierro con Tiríades cuando le ordenó que, si era un cobarde, no tenía derecho a seguir escribiendo cuentos policiales como lo hacía. Todos sabemos que no es lo mismo ser escritor de acción que hombre de acción, pero nunca le volvió a dirigir la palabra.