La renuncia del papa Benedicto XVI ha sido una gran sorpresa aún para los más enterados de la marcha de los asuntos de la Iglesia. Hasta hace pocos días se anunciaba su agenda futura.
Como dijo en el mismo acto el cardenal Sodano: cayó como un rayo en cielo sereno. Aunque hubiera deseos en algunos críticos y especulaciones en algunos observadores, no era algo esperado. Las tormentas internas y externas de la Iglesia no tienen capacidad de producir ese rayo. Pero no es algo extraño en la figura del papa Ratzinger. Es un gesto de autenticidad en su humildad, en su vocación de servicio y en su profunda fe en Dios.
Tanto en el trato personal, como en sus discursos y escritos, sus expresiones son siempre muy claras y diáfanas. El texto latino de la renuncia señala con toda nitidez el motivo real: en los últimos meses han decaído sus fuerzas físicas, y no tiene ya las necesarias para el ministerio petrino. Hay que tener claro: ministerio significa servicio. El servicio de papa como obispo de Roma y como obispo para toda la Iglesia implica la atención de muy diversas personas, comunidades y problemas de todo el mundo, viajes, dificultades internas en la vida de la Iglesia y persecuciones en muchas partes del planeta. El mundo es ambivalente: reclama de la Iglesia, pero al mismo tiempo la hostiga. A su vez la Iglesia es portadora del tesoro de Jesucristo, pero en vasijas de barro que muchas veces se rompen o enturbian el contenido. Cuando fue elegido para este servicio Joseph Ratzinger tenía una clara visión de lo que implicaba, manifestó su debilidad, y su confianza en Dios y los colaboradores.
Se hizo cargo de problemas muy graves y deja el rumbo marcado. En algunos casos con éxitos ya conseguidos, en otros con grandes resistencias. Entre los temas que como cardenal proponía, pero que no pudo abordar, queda una reforma de la estructura de la Santa Sede. Ciertamente ésta no va en la dirección que señalan muchos críticos, que no advierten el servicio que esa estructura presta no sólo a la fe católica sino al mundo entero.
De un nuevo papa no hay que esperar rupturas, sino profundizaciones en la fidelidad y continuidad.
Este acto de renunciamiento de Benedicto XVI nos deja un gigante testimonio de quien no se pone a sí mismo en el centro, sino que se ubica como servidor. También de un hombre de fe, que sabe que los cardenales elegirán un nuevo sucesor de Pedro. Que en definitiva, la barca de la Iglesia necesita un papa con fuerzas, pero que quien conduce es el Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo no renuncia: no tenerlo en cuenta es un análisis incompleto.
Que un papa renuncie no es lo acostumbrado, es insólito; pero no es algo extraño, no es ajeno a la gran figura de Benedicto XVI. Es muy posible que siga una larga nube car gada de versiones sobre este gesto.
Me parece que es un rayo de luz: nos deja un testimonio admirable e imitable, que brota de su lucidez y de su autenticidad espiritual.
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La renuncia del papa Benedicto XVI ha sido una gran sorpresa aún para los más enterados de la marcha de los asuntos de la Iglesia. Hasta hace pocos días se anunciaba su agenda futura.
Como dijo en el mismo acto el cardenal Sodano: cayó como un rayo en cielo sereno. Aunque hubiera deseos en algunos críticos y especulaciones en algunos observadores, no era algo esperado. Las tormentas internas y externas de la Iglesia no tienen capacidad de producir ese rayo. Pero no es algo extraño en la figura del papa Ratzinger. Es un gesto de autenticidad en su humildad, en su vocación de servicio y en su profunda fe en Dios.
Tanto en el trato personal, como en sus discursos y escritos, sus expresiones son siempre muy claras y diáfanas. El texto latino de la renuncia señala con toda nitidez el motivo real: en los últimos meses han decaído sus fuerzas físicas, y no tiene ya las necesarias para el ministerio petrino. Hay que tener claro: ministerio significa servicio. El servicio de papa como obispo de Roma y como obispo para toda la Iglesia implica la atención de muy diversas personas, comunidades y problemas de todo el mundo, viajes, dificultades internas en la vida de la Iglesia y persecuciones en muchas partes del planeta. El mundo es ambivalente: reclama de la Iglesia, pero al mismo tiempo la hostiga. A su vez la Iglesia es portadora del tesoro de Jesucristo, pero en vasijas de barro que muchas veces se rompen o enturbian el contenido. Cuando fue elegido para este servicio Joseph Ratzinger tenía una clara visión de lo que implicaba, manifestó su debilidad, y su confianza en Dios y los colaboradores.
Se hizo cargo de problemas muy graves y deja el rumbo marcado. En algunos casos con éxitos ya conseguidos, en otros con grandes resistencias. Entre los temas que como cardenal proponía, pero que no pudo abordar, queda una reforma de la estructura de la Santa Sede. Ciertamente ésta no va en la dirección que señalan muchos críticos, que no advierten el servicio que esa estructura presta no sólo a la fe católica sino al mundo entero.
De un nuevo papa no hay que esperar rupturas, sino profundizaciones en la fidelidad y continuidad.
Este acto de renunciamiento de Benedicto XVI nos deja un gigante testimonio de quien no se pone a sí mismo en el centro, sino que se ubica como servidor. También de un hombre de fe, que sabe que los cardenales elegirán un nuevo sucesor de Pedro. Que en definitiva, la barca de la Iglesia necesita un papa con fuerzas, pero que quien conduce es el Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo no renuncia: no tenerlo en cuenta es un análisis incompleto.
Que un papa renuncie no es lo acostumbrado, es insólito; pero no es algo extraño, no es ajeno a la gran figura de Benedicto XVI. Es muy posible que siga una larga nube car gada de versiones sobre este gesto.
Me parece que es un rayo de luz: nos deja un testimonio admirable e imitable, que brota de su lucidez y de su autenticidad espiritual.