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Los antiguos monarcas absolutos disponían de todos los poderes terrenales. Pero gozaban especialmente ejerciendo uno de ellos: el poder de fabricar ricos; vale decir, la arbitraria potestad de convertir en millonarios a los felices elegidos. Tales monarcas se consideraban la encarnación del Estado y, si acaso, majestades imprescindibles elegidas por los cielos para regir el destino de los humanos.
Podían otorgar mercedes, títulos nobiliarios, latifundios, honores, becas, favores y privilegios que, además de enriquecer a generaciones y linajes enteros, dotaban a muchos de derechos sobre vida, hacienda y honor de los desafortunados súbditos.
A su vez, los pobres servían de carne de cañón en las guerras que decidían, siempre, claro está, en defensa de sus particulares intereses. Al fin y al cabo, los pobres no eran sino la expresión del orden natural.
Las democracias abolieron tal desmesura y proclamaron que los principios de libertad, igualdad y fraternidad deberían presidir las relaciones entre los hombres y entre los ciudadanos y el Estado. Luego de la segunda guerra mundial se consolidó un consenso según el cual los poderes públicos tienen la misión de garantizar y hacer efectivos los derechos fundamentales.
Sin embargo, en muchas ocasiones, las reglas electorales democráticas llevan a constituir monarquías populistas que sitúan al jefe del Estado por encima de la Constitución y fomentan la perpetuación en el ejercicio de los cargos públicos.
Los nuevos monarcas populistas han recuperado el poder de fabricar ricos. Lo utilizan para favorecer, en primer lugar, a los familiares (ungiéndolos, por ejemplo, senadores o utilizándolos para eludir barreras anti-reeleccionistas), luego a los socios y por último a las amigas y amigos.
En años y territorios especialmente pacíficos, los pobres han dejado de interesar como masa militar. Los nuevos soberanos ungidos por y necesitados del voto universal se declaman preocupados por la suerte de los pobres y se declaran portadores de la misión de redimirlos, conduciéndolos al territorio idílico del bienestar. Por supuesto, allí donde la situación fiscal lo hace posible, los poderosos de la tierra se avienen a crear redes para aliviar la situación cotidiana de los desheredados. Es en ese momento cuando nace el pacto que da origen al clientelismo y que hace de los pobres no ya la fuente de reclutamiento de milicianos, sino una condición de pervivencia de las monarquías populistas.
Premios y castigos
En el fondo y en la superficie de cualquier organización política existe un sistema de premios y castigos que surge del accionar convergente de la sociedad y del Estado y que se desarrolla sobre un marco cultural determinado.
En realidad, no se concibe ninguna sociedad humana sin una red de incentivos que orienten las conductas de las personas.
Los populismos (invistan estos la forma monárquica o resulten de democracias devaluadas) tienden a remplazar los incentivos centrados en la honradez, en la vocación de servicio, la fraternidad, la cultura del trabajo y del esfuerzo, por abrumadoras señales a favor del facilismo, del placer sin responsabilidades ni límites.
Adviértase que cuando los populismos reinan sobre sociedades ricas, la distribución gratuita de bienes y servicios sirve para consolidar legitimidades, y para que un sector considerable de la ciudadanía comparta la idea de que la Constitución no es sino una rémora que obstruye la voluntad bienhechora del monarca.
Como bien pudiera acreditarlo el caso de algunas democracias europeas abatidas hoy por una gran crisis, la incentivación del consumo, del hedonismo, la irresponsabilidad y el facilismo no han hecho sino agravar los problemas desarticulando o relajando las potencias humanas nacionales imprescindibles para emerger del abismo.
Por su parte, las monarquías populistas de Latinoamérica se han preocupado por desarticular los incentivos heredados, remplazándolos por una mezcla perversa de demagogia y ensalzamiento de comportamientos que la tradición judeo-cristiana identifica como pecados capitales.
Si bien son mayoría los que conservan la cultura del trabajo, siguen creyendo en la amistad cívica y apostando por el ahorro, la responsabilidad, el respeto a la palabra empeñada, son muchos los que se preguntan: ¿para qué trabajar si hay formas de adquirir bienes sin esfuerzo?
Incluso si existieran medios de ahorro que hicieran posible el acceso a la vivienda propia, es muy probable que muchos se pregunten si no estarán equivocados. Sobre todo cuando descubren que, por ejemplo en Salta, es posible hacerse con una vivienda subsidiada con solo “tener llegada a Las Costas”.
No es precisamente constructivo el mensaje que emana de las altas esferas y que muestra un camino donde imperan el amiguismo, los privilegios y la servidumbre. No hay democracia allí donde un monarca gobierna (o pretende gobernar) situándose por encima de la Constitución, eludiendo controles, rodeado de favoritos y favoritas. En el caso de las viviendas de Lomas de Medeiros, como en muchos otros, se juega nuestro destino de sociedad de hombres libres e iguales.